Gramsci en disputa
La vida y la obra de Antonio Gramsci estuvieron marcadas por el drama. A un contexto político de reflujo del movimiento comunista, con la derrota alemana como ejemplo paradigmático, hay que sumar unas condiciones de vida paupérrimas: la cárcel acabó agravando las enfermedades y los problemas físicos que aparecieron a la corta edad de tres años y degradando sus complejas relaciones humanas (principalmente sentimentales, pero también políticas). Debido a estas condiciones y a su muerte prematura, la obra del ínclito dirigente italiano estuvo marcada por la fragmentación, la complejidad y, debido a la censura, una cierta encriptación. Su lectura nunca ha sido unívoca, hasta el punto de que se ha utilizado como coartada para una cosa y su contraria.
En cualquier caso, nadie duda sobre la originalidad de su pensamiento que lo convirtió en el marxista más recurrido una vez finalizada la II Guerra Mundial. Después del rescate de su obra en la década de los setenta, en ocasiones de manera oportunista para legitimar la estrategia del “compromiso histórico” tras un ciclo de impasse culminado con el golpe de Estado contra Allende, se suma un nuevo debate sobre su vigencia tras el fin del “fin de la historia”.
La originalidad de Gramsci no radica en una supuesta ruptura con un marxismo moribundo, sino en la actualización de éste en un contexto diferente al de Rusia, una vez que la propia historia superó el determinismo que predicaba la inevitabilidad del socialismo tras el colapso del capitalismo. La derrota del movimiento obrero en los países con un capitalismo desarrollado, acompañada en la mayoría de los casos del triunfo del fascismo, hizo a Gramsci establecer una distinción entre Occidente y Oriente, no por un capricho geográfico sino atendiendo a un diferente desarrollo socioeconómico. Los países que arrastraban condiciones semifeudales, con un incipiente capitalismo, presentaban un Estado débil que consistía básicamente en una máquina de represión. Así, en un contexto de crisis y ante el embate de las masas, se podían dar las condiciones para una “guerra de maniobras”, es decir para un choque frontal. Esas eran las condiciones de la Rusia zarista.
Por otra parte, los países occidentales desarrollados (Gramsci no incluía a España en esta categoría) presentaban un Estado más fuerte que impedía exportar la estrategia revolucionaria triunfante en Rusia. Eran más resistentes a las crisis económicas, que no eran acompañadas de crisis políticas directamente proporcionales y mucho menos en una dirección necesariamente democrática. Es aquí donde adquiere relevancia la “autonomía de lo político”. Gramsci partía de la definición leninista del Estado para ampliarla hacia una concepción más rica y compleja: ya no solo se trataba del conjunto de aparatos represivos, lo que se podría definir como la parte más nítida de la “sociedad política” relacionada con la coerción, sino de la mezcla de ésta con la “sociedad civil” como la suma de “cuarteles y fortalezas”.
Es en la sociedad civil, en la Italia de entreguerras con una fuerte presencia de la Iglesia Católica (de ahí su lucha contra el anticlericalismo izquierdista), donde se produce la lucha ideológica, que iría más allá de la clásica definición marxista de “falsa conciencia” para convertirse en la “visión del mundo” encargada de cementar la infraestructura económica y la superestructura jurídica-política-ideológica.
En el terreno de la ideología se disputaría la pugna por la “hegemonía”, concepto que Gramsci toma –nuevamente– de Lenin para ampliarlo. Para el dirigente bolchevique consistía básicamente en la capacidad de una clase para estrechar alianzas con otras: en Rusia la capacidad del proletariado de atraer a posiciones revolucionarias a los campesinos sin renunciar a su posición dirigente. En Italia las alianzas de clase iban en el mismo sentido: el proletariado industrial, con mayor presencia en el norte, debía hacer suyas las problemáticas del campesinado pobre, principalmente sureño.
Para Gramsci la hegemonía tiene un carácter dual, cuya metáfora del centauro toma de Maquiavelo: una parte animal, relacionada con la coerción, y una parte humana, relacionada con el consentimiento. Una clase es hegemónica cuando aparte de dominante es dirigente, es decir cuando posee los medios coercitivos pero también cuenta con el consentimiento de las clases subalternas, que son subalternas precisamente por no contar con una visión del mundo propia y autónoma. En resumen, una clase es hegemónica cuando tiene la capacidad de reprimir a su clase enemiga y a la vez estrechar alianzas con otras que objetivamente –en términos económicos– no comparten el grueso de intereses, en aras de la construcción de un “bloque histórico”.
La guerra de posiciones como estrategia resultante de la noción de hegemonía no supone la concesión o la claudicación de unos objetivos generales, sino la adecuación de los métodos de lucha a un contexto nacional determinado. Solo quien tiene una fuerza ostensiblemente superior a la del enemigo puede escoger las formas de lucha. Ya en las décadas de los años veinte y treinta del pasado siglo, al menos en las sociedades desarrolladas, las condiciones del movimiento obrero se tornaron desfavorables. La ampliación y el desarrollo de lo que Marx llamó “medios de producción ideológicos” (en los cuales Althusser pondría especial atención) consiguieron ampliar la capacidad de consenso de la clase dominante y blindar el Estado. Se hacía necesario “cavar trincheras” en la sociedad civil para dar la batalla ideológica y cultural frente a los instrumentos al servicio de la clase dominante: la Iglesia Católica, los medios de información, la educación, la cultura, el folclore, etc.
La tarea del Partido como “Príncipe Moderno” era, en última instancia, la construcción de una visión del mundo propia, esto es, la lucha por la hegemonía. Así, era necesario pasar del primer paso egoísta-pasional o corporativo en el que los trabajadores reclaman “lo suyo” a una visión global. Para ello la pedagogía es imprescindible, así como decir la verdad (para el dirigente sardo no era una cuestión moral sino un deber político). No por casualidad, la conquista de la hegemonía debe producirse antes de la toma del poder. No basta con un programa económico, la “reforma moral e intelectual” es imprescindible en un horizonte verdaderamente emancipador.
Aquí adquieren una importancia crucial los “intelectuales”, que no serían sesudos académicos sino cualquiera que ejerciera un papel de transmisor de ideología desde lo más alto a lo más mundano. Uno de los objetivos políticos del dirigente sardo fue acabar con la jerarquía vertical tan propia de la Iglesia que se reproducía en los partidos políticos. La división entre clérigos y sencillos es impropia de cualquier organización transformadora y hace imposible el éxito de estar allá donde haya política, es decir donde haya conflicto y –por tanto– pugna ideológica (en política no existen espacios vacíos).
Solo el trabajo en la sociedad civil, que va muchísimo más allá de lo que vulgarmente se simplifica como “la calle” y vendría a ser la retaguardia, puede permitir el triunfo de la vanguardia en términos más estrictamente políticos: conquista del gobierno, del Estado y, en la aspiración nada modesta de Gramsci, el paso hacia una “sociedad regulada” en la que éste tendería a desaparecer, o más precisamente a ser absorbido por la sociedad civil.
La disputa por el pensamiento político de Gramsci normalmente se hace desde dos posiciones enfrentadas y aparentemente antagónicas pero, a mi juicio, igual de pueriles. Por un lado, están quienes lo analizan con una intención instrumental separando conceptos de la obra en su conjunto y de su contexto. Normalmente esto se ha hecho desde posiciones más conservadoras, convirtiendo a un leninista –no “ortodoxo”– en un revolucionario “amable” con tendencias socialdemócratas. Así, fue la coartada para los acuerdos de concentración nacional tras la II Guerra Mundial, el eurocomunismo, el compromiso histórico e, incluso, el propio harakiri del Partido Comunista Italiano.
Por otra parte, están quienes reclaman a Gramsci como un marxista-leninista alineado con la ortodoxia soviética. Si bien podríamos considerarlo como un leninista (si partimos de que reducir una obra compleja y en ocasiones contradictoria a una etiqueta es una pérdida de tiempo), Nino nunca dejó de pensar con su propia cabeza, lo que le valió la desconfianza y un cierto aislamiento tanto dentro de Italia como fuera. Quizá su primera gran batalla política fue la lucha contra el izquierdismo encabezado por Bordiga, que llegó a defender el abstencionismo y demás posiciones infantiles. Más tarde se enfrentó contra la Internacional (posicionándose en contra de la estrategia del socialfascismo y la “clase contra clase”), criticó la burocratización del PCUS e hizo un llamamiento a la unidad ante las inminentes purgas en la Unión Soviética (al mismo tiempo señaló a Trotsky como el principal responsable de la situación de inestabilidad).
La disputa conservadora por Gramsci tuvo su colofón en España durante la Transición, ya que tanto el PCE (especialmente) como el PSOE lo usaron para legitimar sus estrategias. El caso del PCE es paradigmático: el gran traductor español de la obra gramsciana fue Jordi Solé Tura, uno de los “padres de la Constitución” y más tarde Ministro de Cultura con Felipe González. Manuel Sacristán, probablemente el marxista español de mayor fuste y contrario a la estrategia carrillista, hizo otra lectura que continuarían sus alumnos con Fernández Buey a la cabeza.
Los seguidores de Ernesto Laclau hicieron su particular lectura y tras los procesos latinoamericanos del “socialismo del siglo XXI” Gramsci volvió a ponerse de moda. En el fondo del particular Vistalegre II se escondía una nueva batalla por el italiano y, concretamente, una lectura distinta del concepto de hegemonía. A pesar de la nueva retórica sofisticada, los laclausianos hacen una lectura similar a la de la “vieja izquierda” entendiendo la hegemonía única y exclusivamente como consenso. Sin embargo, esta lectura, más allá de su cuestionable validez, no tiene mucho sentido si se desliga de la obra en su conjunto. Gramsci era un marxista que no entendía el poder como una cosa, sino como una correlación de fuerzas.
La ruptura novedosa de Laclau, ya declaradamente posmarxista en 1986, no es desprenderse del materialismo dialéctico como la “filosofía marxista” o del materialismo histórico como la “ciencia de la historia”, sino de la centralidad de las clases sociales como sujetos con intereses antagónicos. Así, desaparecía el conflicto económico y la política quedaba reducida, en última instancia, a la conquista de una mayoría electoral (detrás de la tosca retórica carrillista y de la sofisticada retórica laclausiana no se escondía mucho más). Estrategia totalmente legítima pero distinta a la del maltrecho sardo que asumía que decir la verdad era una obligación revolucionaria.