Trainspotting y las leyes de la dialéctica materialista
“Una cosa es la realidad y otra es la mierda, que es solo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente”
Manuel Sacristán
Hace ya veinte años que Trainspotting nos ofreció la posibilidad de “elegir no elegir la vida”. El mundo está cambiando, reflexionaba con hiriente sarcasmo la voz en off. Y completaba la evidente sentencia con una conclusión menos tranquilizadora: “El mundo está cambiando, la música está cambiando, las drogas están cambiando, hasta los tíos y tías están cambiando. Dentro de unos años no habrá ni tíos ni tías, sólo gilipollas”. Lo que no intuíamos en aquel momento era que esa provocadora paradoja no iba a ser una elección y que -mientras se retiraban los escombros del corto siglo XX- ya se había decidido sin nosotros que en el futuro inmediato elegir la vida iba a ser muy difícil.
En la última parte -El derrumbamiento- de su Historia del siglo XX -escrita al mismo tiempo que se rodaba Trainspotting- Eric Hobsbawm cierra su detallado y crítico análisis histórico con un párrafo que suena a detonación de las certezas políticas clásicas: “No sabemos dónde vamos, sino tan sólo que la historia nos ha llevado hasta este punto y –si los lectores comparten el planteamiento de este libro- por qué. Sin embargo, una cosa esta clara: si la humanidad ha de tener futuro, no será prolongando el pasado ni el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad”. Apurando estas premisas, y extrayendo sus conclusiones lógicas, si el pasado ya no es suficiente para construir certezas políticas, sólo nos queda un presente de luchas para ganar una mínima posibilidad de un futuro decente. Hay, entonces, que elegir no elegir el fracaso y batallar para construir una sociedad transformada o rendirse frente a la oscuridad. Y nosotros no nacimos para rendirnos.
La profundidad del desastre humanitario producido en los últimos años por la guerra del capital contra el Estado social sólo se podrá calcular cuando tengamos una perspectiva temporal suficiente. En lo que ya parece comenzar a existir cierto consenso es en que no estamos ante una crisis económica más, sino ante una explosión del núcleo central que ha estructurado las relaciones sociales durante los últimos 40 años. Y es que es innegable que “algo se ha roto” y los clásicos dispositivos de control social han dejado de operar como aparatos ideológicos hegemónicos efectivos. Lógicamente, esa interrupción del dominio, esa “cesura ideológica”, abre la posibilidad de un cambio de paradigma. En función de quién y cómo se gestione ese nuevo espacio social en disputa, ese horizonte de expectativa, está la clave de qué tipo de movimiento social podremos afirmar políticamente en los próximos años. Recordemos, con el viejo Marx, que “no hay ni ha habido nunca movimiento político que no sea al mismo tiempo movimiento social”.
Que los operarios del régimen intentan suturar la herida, “coserla”, lo admiten ellos mismos. Sólo es preciso rastrear las metáforas que circulan por los circuitos ideológicos del establishment. Conscientes de que esta vez la cirugía estética no va a ser suficiente, y que los daños ocasionados requieren de una intervención quirúrgica invasiva, necesitan que el paciente sea anestesiado antes de conocer los verdaderos riesgos. Y para ello buscan la complicidad del propio enfermo; la autorización, al menos simbólica, de la sociedad civil para proceder a un verdadero vaciamiento del Estado social. El sistema necesita actualizarse, renovar sus vínculos, sus lazos sociales, recuperar la confianza de una mayoría y convencer a la ciudadanía de que mantiene el control de la situación. Por eso, si hay una prioridad del sistema, en este momento concreto, es alcanzar cierta paz social, y una mínima tranquilidad institucional que le permita poner en marcha su operación de demolición de las estructuras sociales de control democrático. Sea como sea, el régimen necesita ganar tiempo. Y es en esa búsqueda de nuevas alianzas de las élites para rehabilitar el viejo modelo donde nos exponemos a contribuir, involuntariamente, a la restauración del equilibrio, a destensar la confrontación política favoreciendo la recuperación de la ansiada normalidad social perseguida por los portavoces del búnker.
En esta coyuntura, las fuerzas que componen el espacio de cambio de modelo social -desde Unidos Podemos hasta el movimiento sindical de clase, pasando por el rico crisol de colectivos de la sociedad civil organizada- se encuentran en una encrucijada histórica. O bien colaboran con un régimen agonizante, negociando parlamentariamente acuerdos y “Pactos de Estado” (prolegómenos de los nuevos “Pactos de la Moncloa” con los que fantasea la reacción más recalcitrante) restaurando así la legitimidad del modelo en una actualización del sistema; o bien, transitan hacia la construcción de un espacio (pre)constituyente que liquide el viejo programa oligárquico e instale una nueva institucionalidad, construida desde códigos sociales alternativos e impulsada por un movimiento popular de impugnación. El escenario es de oposición binaria y las alternativas se tensan en los dos polos de una misma ecuación. Hay que despejar la incógnita y arriesgarse a posicionarse con o contra el régimen. La situación obliga a la elección: decidir, una vez más, entre reforma o ruptura, entre restauración oligárquica o democratización social. No hay otra alternativa.
Si aceptamos lo dicho hasta el momento, ¿cómo se dibuja actualmente el mapa de la batalla? En aras de establecer la cartografía de la contienda podríamos localizar, utilizando las viejas herramientas de la dialéctica materialista para el análisis de la situación concreta, los puntos cardinales sobre los que previsiblemente se establecerá la ruta de los interlocutores políticos del régimen. La old school del marxismo establecía una conocida triada: 1) Ley de unidad y lucha de contrarios; 2) Ley de cambios cuantitativos a cualitativos y 3) Ley de negación de la negaciónold school. Aplicando de forma heterodoxa la metodología obtendremos una secuenciación de los movimientos en torno a tres variantes: a) La quiebra de los equilibrios clásicos de las élites; b) La descoordinación política dentro de los de los grupos de presión particulares; c) La aparición de nuevas tensiones territoriales como expresión del malestar del actual reparto de contrapesos institucionales. Veamos los diferentes planos de la secuencia por separado:
1) Unidad y lucha de contrarios. La composición social de la oligarquía no es uniforme, sino un conglomerado heterogéneo que mantiene una competición interna permanente por el predominio entre sus facciones. La dialéctica entre la unidad estructural del sistema y la lucha interna entre contrarios comienza a generar focos de inestabilidad y, en consecuencia, los conflictos de intereses de ciertos sectores pueden acelerar la descomposición de las antiguas redes clientelares y establecer nuevas interconexiones entre el poder financiero y sus representaciones políticas. Las fluctuaciones abstractas del IBEX-35 conllevan consecuencias políticas concretas. ¿Cuál es el actual interés real del poder económico en las relaciones con sus expresiones políticas? Mantener una mayoría parlamentaria que posibilite el control legislativo para aplicar su plan de reformas (el ya mencionado vaciamiento del Estado). Así, las nuevas articulaciones de esa “mayoría parlamentaria” son la expresión de la quiebra de los equilibrios clásicos de las élites clásicas (obsérvese la pugna interna por el control del poder de mando dentro de la “Triple Alianza”). No olvidemos que el capital es adaptativo… y mutante.
2) Cambios cuantitativos en cualitativos. Es preciso leer las actuales jugadas tácticas de los partidos del sistema como una necesidad urgente de transformación de sus malos resultados electorales cuantitativos en valores cualitativos; es decir, necesitan activar y rentabilizar los resortes de la acción parlamentaria para trasladar a la población en general, y a su propio electorado en particular, la sensación de utilidad y capacidad de condicionar el rumbo del gobierno. En esta perspectiva, asistimos a una inflación de parlamentarismo estéril que pretende compensar la devaluación del valor electoral de sus propias organizaciones. Es inevitable, también los accionistas de los viejos partidos exigen resultados y beneficios. Si las viejas marcas políticas no son rentables no encontrarán inversores; si los gestores no son eficaces serán remplazados. Ningún partido de masas tradicional es independiente de sus acreedores, y las deudas hay que saldarlas con resultados visibles. Si no fuese así, ¿cuál sería el objetivo de financiar, a fondo perdido y sin posibilidad de retorno, las operaciones políticas por parte de determinados grupos económicos? Sólo hay una explicación creíble a estos actos de “mecenazgo”: convertir sus aportaciones de capital en representación institucional, sin correr excesivos riesgos y sin quedar atrapados en un compromiso estático con una determinada organización. No es una cuestión ideológica, no hay una “solidaridad mecánica” entre capitalistas. Se trata de simple competencia por adquirir mayor peso específico e influencia política en el interior de los aparatos del Estado para favorecer sus intereses particulares. Y esa competitividad entre accionistas, si no se encuentra regulada y coordinada, genera enormes distorsiones dentro del “sistema de competencia entre partidos”. No olvidemos que el capital es poliamoroso… y celoso.
3) Negación de la negación. El núcleo del bloque dominante está históricamente condicionado como resultado de la supremacía política de los sectores sociales mejor posicionados económicamente durante el pasado siglo. Pero su transformación se ve forzada por nuevos actores económicos que pugnan por una renovación de las élites por “negación-superación”. Es decir, pretenden reformular los enclaves de poder económico mediante la sustitución de las figuras tradicionales y la negación de la legitimidad de los viejos pactos de colaboración interterritorial entre las burguesías “periféricas” y el Estado central. ¿Es posible una salida política que atienda a un nuevo encaje territorial de esas fuerzas dentro del actual marco institucional? Evidentemente. Pero esta dependerá de cómo se desarrolle la negociación en el propio seno de esas fuerzas y, posteriormente, de la capacidad de elaborar una posición común negociadora respecto al Estado central. No debemos ignorar que las contradicciones son al mismo tiempo internas y externas, y que las tendencias generales se establecen como resultado de la capacidad que un determinado sector tenga para imponerse como dominante sobre el resto. No olvidemos que el capital es apátrida… e internacionalista.
Estas tres líneas de fuga no agotan en absoluto el mapa del territorio político en el que nos movemos. Sólo son apuntes, el bosquejo de una hipótesis básica dividida en dos partes.
Primera. Atravesamos un momento de incertidumbre generalizada, producto de la aceleración de los cambios sociales consecuencia de las transformaciones del modo de producción capitalista (crisis financiera, asentamiento de nuevas fuerzas productivas, devaluación progresiva de la fuerza de trabajo a escala mundial, etc.). En consecuencia, afloran las contradicciones básicas del modelo de “democracia bajo el capitalismo”, fundamentada en un determinado tipo de Estado social con relativos (bajos) niveles de cohesión y protección social.
Segunda. De cómo se resuelvan estas contradicciones primarias dependerán las posibilidades de toda futura acción colectiva. Dado que la tendencia del poder dominante siempre empujará hacia la “normalización/integración” de las anomalías (la subsunción de lo político), y hacia el cierre de la “ventana de oportunidad”, las fuerzas agrupadas en torno al cambio de paradigma (a esa construcción de una “sociedad transformada”) se verán forzadas a tomar una posición política respecto a las tres cuestiones señaladas y, por tanto, optar entre colaborar con la reestructuración del régimen o favorecer el agravamiento de su crisis.
No es preciso realizar un minucioso inventario para evidenciar que los equilibrios han cambiado. Las tensiones internas han reconfigurado las posiciones de todos y cada uno de los agentes sociales, abriendo espacio a un discurso que maneja una sintaxis diferente, se expresa con otro vocabulario social y configura una nueva gramática política. Ese movimiento popular es la única fuerza capaz de resistir y resignificar la dinámica general descrita. Pero sólo podrá hacerlo mientras la situación de excepcionalidad y de emergencia social continúe y las contradicciones sociales objetivas se agudicen. Es decir, sólo mientras continuemos en “estado de excepción” existirá la posibilidad de constituir una alternativa global, sistémica y capaz de derribar el régimen. Si perdemos la oportunidad, si el sistema es capaz de regenerarse -más aún si colaboramos voluntaria o involuntariamente en ese proceso- habremos cerrado toda posibilidad de ruptura y nos veremos obligados a “elegir no elegir la vida”, forzados a asumir la “oscuridad del fracaso”.