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Sí, la industria alimentaria paga habitualmente a científicos

Foto: Vladimir Kirakosyan

Ramón J. Soria Breña

Experto en Alimentación —

La industria azucarera pagó a científicos para culpar a la grasa de los infartos”. Ahora la opinión pública se entera, casi 50 años después de tener las primeras evidencias científicas, que los azucares refinados que están en los miles de alimentos procesados que consumimos, eran y son uno de los principales responsables de las graves enfermedades cardiovasculares que padecen millones de personas en todo el mundo, además del incremento exponencial de la diabetes y de la obesidad. ¿La ciencia es también corrupta?, ¿los científicos son también sobornables? ¿No podemos ya ni fiarnos de eminentes premios Nobel?

El año pasado un equipo de periodistas del New York Times destaparon emails entre directivos de la Coca-Cola y un equipo de investigadores que estaban realizando estudios que buscaban minimizar los efectos del azúcar en la obesidad infantil ¿Se lo puede Usted creer? ¿Es posible que hasta a Celia Cruz la obligasen a cantar Azúcar? ¿Sabe que tomamos en España una media de 35 kilos de azúcar por persona y año disimulado en montones de alimentos? ¿Y que de esa enormidad sólo 4 kilos son de azúcar comprado como tal en el supermercado y tomado cucharadita a cucharadita de forma consciente?

Mea culpa. Como investigador de mercados, a lo largo de toda mi carrera, he participado en docenas de investigaciones cuyo objetivo era detectar, analizar y definir los mejores argumentos, los mensajes más atractivos o las campañas de publicidad más convincentes para vender tal o cual alimento.

Una vez me tocó trabajar para una gran azucarera que vendía eso, azúcar puro, sacarosa derivada de remolacha y de caña, cuyo consumo no crecía de la forma esperada tras la “mala prensa” que comenzaba a tener entre los consumidores. Una mala prensa orquestada, a decir de los clientes, por las corporaciones químicas que deseaban vender edulcorantes tales como sacarina, aspartamo, ciclamato, xilitol… que entonces se consideraban mucho más “saludables”, “sin calorías”, “modernos”.

Pasó el tiempo y gracias a esas investigaciones las azucareras orientaron las estrategias de marketing a comunicar que la molécula del azúcar era “natural” es decir buena y a las otras, con nombre bastante marciano, eran “artificiales”o ¿malas? Ayudó bastante sacar una línea de “azúcar moreno” que no era otra cosa que el azúcar refinado “barnizado” por una capa de azúcar sin refinar. Sacarosa con disfraz. Todo un éxito.

No es nuevo que se destapen ahora investigaciones de los años 50 o 60 en las descubrimos que entonces la gran industria azucarera, química o petrolera sobornaba, pagaba, condicionaba u orientaba investigaciones firmadas por instituciones y científicos de prestigio para convencer a los organismos públicos encargados de velar por la seguridad alimentaria y la salud. No es nuevo que la investigación científica se utilice y retuerza para afirmar, argumentar y defender que tal o cual alimento, compuesto o práctica industrial no es malo, sino que incluso es muy bueno.

Cuando las grandes corporaciones petroquímicas y de alimentación condicionan, controlan o sobornan a los poderes públicos democráticos, dominan los grandes grupos de comunicación, manipulan las informaciones y silencian o paralizan investigaciones relevantes suele ocurrir lo peor, como así lo puede contar la historia de la ciencia.

Cito de memoria apenas tres casos de los que hay cientos. El 1962 la bióloga marina Rachel Carson, tras tener indicios científicos indiscutibles, emprendió una campaña de denuncia sobre el masivo uso del DDT en América y el mundo informando sobre las terribles consecuencias que estaba ya teniendo esta práctica para la naturaleza; tras los insectos, se extinguirían las aves y luego los humanos porque el DDT era un poderoso y persistente tóxico. En 1965 el geoquímico Clair Cameron Patterson, mientras realizaba investigaciones sobre la edad de la tierra, descubrió un aumento espectacular de la concentración de plomo en el medio ambiente y en la cadena alimenticia, los derivados del plomo que se utilizaban como aditivos en las gasolinas estaban contaminando y envenenando el mundo entero. En 1960 el nutricionista John Yudkin identificó a los azúcares añadidos como uno de los responsables del incremento de enfermedades cardiovasculares junto con las grasas saturadas y el colesterol.

Lejos de comprobar la veracidad científica de estos datos, o tras comprobar que eran ciertos, las grandes compañías químicas no dejaron de fabricar y vender DDT, las petroleras no dejaron de utilizar el plomo como aditivo, las industria de la alimentación norteamericana no redujo la adicción de azúcares refinados a todos sus productos sino que se dedicó a criticar, silenciar y desprestigiar a Carson, Patterson y Yudkin con el inmenso poder de su dinero para influir en los medios de comunicación, los gobiernos y las opiniones públicas del mundo.

Por fortuna en aquellos tiempos remotos la ciencia “no contaminada”, los políticos “íntegros” y los medios de comunicación “independientes” ganaron la partida y hoy, gracias a ellos, no estamos todos muertos. No es una exageración.

Pero quizá lo relevante y terrible sea otra cuestión. Vivimos en sociedades en las que el beneficio económico y quienes lo buscan a toda costa, tienen más poder que la mayoría de los ciudadanos. Por lo tanto no es demasiado sorprendente el uso de la propaganda, la mentira y la publicidad para vendernos por bueno y saludable algo que no lo es. Lo relevante y terrible es que los ciudadanos corrientes tenemos cada día menos instrumentos de información veraz, medios de comunicación independientes e instituciones públicas exigentes que defiendan el bienestar y la salud de todos.

Lo grave de verdad es cada día los ciudadanos tenemos menos formación científica hasta el punto de que la magia, la superstición y las pseudociencias están de moda y gozan de la misma credibilidad que la medicina científica. Lo gravísimo es que el apoyo público a algunas pseudociencias y la salida a la luz pública de estas y otras muchas investigaciones manipuladas producen que cada vez más se instaure entre nosotros el “relativismo científico”, la confusión, el todo vale, la credulidad o incredulidad arbitraria hacia lo que dicen los científicos serios o los mercachifles televisivos colocando a todos a la altura del mismo rasero.

Aprovechando el río revuelto azucarero de hoy o la marejada que aún colea por los 110 premios Nobel haciendo apología de los alimentos transgénicos, simplemente enarbolando al peso de su autoridad como premiados sin datos empíricos claros ni argumentos, o los alucinatorios debates que una y otra vez se abren sobre la homeopatía, hay que volver a leer El arte de vender mierda (editorial Laetoli) escrita por el biólogo Fernando Cerveza en el que cuenta con ese humor corrosivo y sulfúrico que suelen tener los científicos, cómo montaron con éxito el “fecomagnetismo”, una terapia que curaba enfermedades a través de los excrementos humanos, al estilo de la patraña de las terapias biomagnéticas y para la que llegaron a recibir muchas ofertas para vender sus técnicas, gadget o productos derivados.

Lo peor, lo repito, no es que haya científicos corruptos, sobornables, poco éticos, igual que lo peor no es que consideremos que hay políticos trapaceros, mentirosos y ladrones sino que no nos fiemos de ninguno, que no creamos ya a nadie, que todos nos parezcan más o menos iguales. El relativismo científico, como el relativismo ético o político se apoya y nutre de la ignorancia y la indolencia del ciudadano. Así al final, acabamos todos tomando sin saberlo 35 kilos de azúcar por persona y año, tratándonos el acné con fecomagnetismo y votando al partido marca ACME, ese que dice que todos son iguales, sé fuerte, hilitos de plastilina y cosas así.

Es verdad que la ciencia es cada día más complicada y sofisticada, es imposible ser experto en todo y la sociedades confían en instituciones científicas independientes que les orienten e informen con veracidad. Las sociedades creen que hay poderes y contrapoderes públicos y científicos que garantizan que la ciencia sea de verdad ciencia y no seudociencia, mentira o superstición. Pero esa “creencia” tampoco es “saludable”.

Lo que necesitamos es también una opinión pública con formación científica, que sepa qué es ciencia y en qué consiste el método científico. Ciudadanos que tenga habilidad y estén acostumbrados a buscar fuentes de información fiables y contrastadas, que puedan leer publicaciones de ciencia y que esa inquietud se mantenga para todas las cuestiones de su vida cotidiana. Sin embargo no parece que esta haya sido una preocupación de las autoridades educativas españolas a tenor del tipo de asignaturas, pedagogías y escaso peso de las ciencias experimentales en los programas educativos.

Yo soy poco moderno, rancio, hasta muy antiguo. Mi edulcorante preferido es la miel, una pasta fabricada por el néctar de las flores y la peculiar saliva de unos insectos que luego secan batiendo sus alas para que quede espesa. Sí, dicho así suena un poco repugnante. Pero es un producto que cuidan con mimo los apicultores y que los humanos llevamos tomando más de 10.000 años como puede comprobarse en la pintura rupestre del mesolítico de la “Cueva de la Araña” en Bicorp, Valencia, en la que puede verse un intrépido recolector de miel subido a un árbol.

Aún así estoy seguro de ingerir muchos kilos de sacarosa y otros edulcorantes sin yo saberlo, de pesticidas sin yo saberlo, de moléculas venenosas y metales pesados sin yo saberlo… Hasta que mis amigos los hombres de ciencia lo investigan y lo dicen, mis amigos los periodistas independientes lo denuncian, mis amigos los políticos íntegros hacen leyes para perseguir su uso. No son todos iguales. No soy un relativista en casi nada. Gracias Rachel Carson, John Yudkin, Clair Cameron Patterson. Gracias abejas, también amigas.

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