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En torno al debate sobre reforma y ruptura

Carrillo saluda al entonces vicepresidente Guerra, ante la mirada del presidente González, en noviembre de 1982. EFE/Archivo

José Luis Centella

Secretario General del PCE —

El debate sobre la transición al que estamos asistiendo en estos tiempos no debe cirscunscribirse solo a un debate académico, tiene una relación directa con la coyuntura que se vive en España. De forma concreta con lo que se ha venido a llamar “segunda transición”, como una repetición del proceso que entre 1975 y 1982 se vivió en España. Esta cuestión para el bloque dominante tiene todo el sentido, ya que en la primera fue capaz de conseguir cambiar el modelo institucional franquista sin tocar los poderes fácticos (ejército, banca, iglesia, y sobre todo respetando la base oligárquica que lo sustentó). De esta forma se pasó del franquismo a un sistema homologable al entorno europeo occidental con el mínimo coste.

Ahora, una vez agotado el ciclo político del régimen surgido tras la transición, que algunos llaman régimen del 78 por referenciarlo en la Constitución de ese año, los poderes económicos intentan repetir tan exitosa operación. En este marco es en el que sitúo el análisis del papel que jugó el PCE en aquel momento de un modo dialéctico, nada parecido a un ajuste de cuentas, para referenciar una posición sobre el papel que tiene que jugar la izquierda anticapitalista en estos momentos.

Empezaría por plantear que en 1975 la mayoría del capital nacional e internacional era consciente de la necesidad de finiquitar el régimen político constituido en torno al franquismo y sustituirlo por una sistema equiparable con el entorno europeo occidental.

La cuestión era cómo se producía esa homologación, si mediante la reforma del régimen franquista, lo que significaba entre otras cosas no cuestionar la monarquía, no tocar lo que se llamaban “poderes fácticos” y, por supuesto, al sistema económico; o bien se producía la ruptura democrática, la ruptura con la legalidad y legitimidad emanada de la Guerra Civil y, por tanto, ponía en cuestión las bases de legitimación de los poderes económicos, así como las bases mismas del sistema económico. En este sentido no olvidemos que, para preocupación del bloque dominante, la Revolución de los Claveles estaba muy cercana y aún sin definir el sistema económico hacia el que se encaminaba.

En esta confrontación que se dirimió entre 1974 y 1976 pronto se vio que no había hegemonía para conseguir la ruptura, entre otras cuestiones porque las fuerzas de la llamada “oposición democrática”, a las que preocupaba un proceso de ruptura hegemonizado por el PCE, preferían pactar con los restos del franquismo.

Esa falta de hegemonía se produjo a pesar de la permanente movilización general de los trabajadores, estudiantes, gentes de la cultura, de las huelgas, de los enfrentamientos con la policía, de las detenciones, encarcelamientos de luchadores y luchadoras y de los numerosísimos asesinatos cometidos por las fuerzas represivas y organizaciones de extrema derecha.

El Movimiento Obrero, fundamentalmente las Comisiones Obreras, movilizó con carácter general y de forma permanente a todas las personas trabajadoras con reivindicaciones laborales, pero en un marco de exigencia de ruptura con el Régimen franquista.

Así, el PCE pasó de la defensa de la ruptura democrática a asumir lo que se llamó la ruptura pactada (mayo 1976, declaración del Comité Ejecutivo: la ruptura hay que negociarla con la iglesia, el ejército y la banca) y de ahí, para no quedarse fuera de juego, a la vía abierta tras el referéndum de 1976. Es decir, directamente a la vía de la reforma, una vez que fue consciente de que el resto de fuerzas políticas estaban decididas a acordar la exclusión del PCE del proceso que se abría con la Ley para la Reforma política.

Ante esta coyuntura, la dirección del PCE, valorando la correlación de fuerzas, sitúa en primer plano conseguir la legalización, para lo que era necesario conjugar la presión con la negociación, siendo conscientes de que el resultado final tendría que suponer concesiones, y que la ruptura no se produciría en los términos planteados en el Comité Central de Roma 1976.

La realidad es que, a la muerte del dictador, las fuerzas del sistema y los aparatos del régimen franquista como el ejército, la policía y los jueces disponían de una amplísima hegemonía para garantizar el consenso social sobre la reforma del régimen político y para excluir su ruptura. Esta realidad no había sido cabalmente percibida o no se quiso aceptar por una dirección del PCE residente en el exterior, que no parecía hacer mucho caso de los informes que llegaban del interior en este sentido.

Entrar a debatir si las concesiones fueron mayores de las que se tenían que haber realizado en función de la fuerza que tenía el PCE es una cuestión difícil de dilucidar, sobre todo sin conocer todos los datos de la coyuntura, presiones de los militares incluidas, y la geopolítica, no olvidemos como la URSS dejó sola a la Revolución de los Claveles por una cuestión de mantener el reparto de zonas de influencia.

La tema fundamental para mí, es considerar si lo que debió ser una cuestión táctica, como la aceptación del terreno de juego de la reforma para conseguir la legalización y un marco social y político más avanzado que el que presentaba el franquismo, se convirtió en un momento determinado y sin debate, al menos formal, en una cuestión estratégica y se olvidó el objetivo de la ruptura en lo que significaba plantear un Proyecto Global de Nuevo País, no sólo en lo institucional, sino fundamentalmente en lo social y en lo económico, tal y cómo planteaba el manifiesto programa aprobado en 1975.

De esta manera, la Constitución de 1978, que como todas, era producto de una determinada correlación de fuerzas concretas, se convirtió en un punto de llegada y no en un paso intermedio que permitiera una mejor posibilidad de seguir luchando por el objetivo de alcanzar no sólo una democracia política, sino también una democracia social, incompatible con mantener intocable el sistema económico. Estas cuestiones debían plantearse como inseparables, ya que como planteaba el PCE en su Manifiesto Programa de 1975, no era posible construir una democracia política sin construir al mismo tiempo una democracia social, porque desde la desigualdad social no puede surgir la igualdad de derechos y de deberes sobre la que formalmente debe sustentarse toda democracia. Esto significaba que se dejaba de mantener en la práctica política diaria la coherencia con lo que se decía en los propios documentos del PCE.

Si para las fuerzas del sistema el objetivo era conseguir la homologación con el entorno europeo en lo político, lo económico y lo militar, para el PCE debería haber sido unir sus fuerzas con la de otros Partidos Comunistas, desde el portugués, hasta el griego, pasado por el francés y el italiano, para romper con el capitalismo y plantear la posibilidad de construir el socialismo en el oeste europeo, que evidentemente no podía ser una copia del que existía en el este.

Esta cuestión nunca apareció con rotundidad en las reuniones mantenidas por los Partidos Comunistas Europeos, más preocupados en mitigar los efectos de la crisis de 1973 y el papel a jugar en el proceso de integración en la Comunidades Europeas (1974 Conferencia de Bruselas, con la participación de 28 Partidos Comunistas) que en la vía concreta para acabar con el capitalismo.

Los partidos encuadrados en el llamado “Eurocomunismo” cometimos el error de convertir la táctica de sumar fuerzas y reformas en una estrategia que nos alejaba del objetivo central, que significaba desarrollar en lo concreto un proyecto político que no se planteaba la ruptura con el capitalismo, sino tratar de reformarlo para hacerlo más social precisamente cuando, como decía, se sufría la mayor crisis del capitalismo desde la Segunda Guerra Mundial.

Por lo tanto, situar al PCE en la estrategia de la reforma no era ya una cuestión táctica que buscaba conseguir la legalización, tratar de consolidar una democracia política, manteniendo el objetivo de construir una democracia política y social que rompiera con el capitalismo y abriera el paso a la construcción del socialismo. Es decir, se abandona lo planteado en el Manifiesto Programa de 1975 y todo se supedita a lucha institucional y el PCE deja de tener un proyecto estratégico de futuro para el país.

Al mismo tiempo el PCE, desde el Comité Central de Roma, cambia su estructura para hacerla plenamente territorial, con lo que se centra en la preparación del trabajo institucional, abandonando la estructura sectorial de frentes de lucha, lo que en la práctica 'retira' al Partido de los Centros de Trabajo y de estudio.

La derecha económica y política, por el contrario, lo tuvo claro y nunca consideró la Constitución como un punto de llegada. Así, desde el día siguiente a su aprobación, se planteó modificarla y ningunearla en la práctica para anular los elementos más sociales que contenía y desarrollar lo que significaba de consolidación del modelo social, económico y militar capitalista. De esta manera los artículos que parecían justificar el apoyo de la izquierda, el derecho a la vivienda, al trabajo, a la planificación democrática de la economía, o la prioridad del bien común sobre la propiedad privada fueron devaluados hasta quedar en papel mojado.

Plantear, como algunos dicen en estos tiempos, que al no existir en las instituciones una correlación de fuerzas favorable a la ruptura hay que cambiar de objetivos y aceptar integrarse en el proyecto de reforma, significa renunciar a ser una fuerza transformadora. De la misma manera, asumir que en 1977 no había capacidad política para conseguir imponer un referéndum entre monarquía y república no debió significar que había que enterrar la reivindicación de la república, defender la reconciliación nacional no debía significar equiparar jurídicamente a las víctimas con los verdugos, ni mucho menos dejar que cientos de miles de demócratas continuaran enterrados en las cunetas y fosas comunes mientras el dictador seguía enterrado en el Valle de los Caídos. De la misma forma que no tener fuerza parlamentaria para acabar con el tratado que sustentaba a las bases de los EEUU en España no podía significar renunciar a movilizarnos contra ellas planteando su cierre inmediato.

Pero sobre todo, el abandono de la estrategia de ruptura significó la renuncia a utilizar el conflicto y la movilización como instrumento político. Ahora aparecen informaciones sobre que lo que interesaba a Adolfo Suarez, más allá de la aceptación de la bandera y la monarquía, era sobre todo la renuncia del PCE a utilizar su enorme potencial movilizador. La aceptación de la estrategia reformista significó en la práctica reducir su actividad a lo institucional, primero en el Parlamento y luego en los ayuntamientos, lo que influía claramente en la capacidad de lucha del sindicalismo, que no convocó ninguna huelga general hasta 1984, a pesar de que las denuncias del propio PCE y de CCOO sobre los incumplimientos de los Pactos de la Moncloa por el gobierno, la hubieran más que justificado. No olvidemos que también enterraba el potente movimiento vecinal, pero sobre todo, no cuestionaba el sistema económico.

Sin entrar en calificativos, la cuestión central es que el PCE, como otros partidos de la izquierda europea, renunciaron en la practica en la década de los 70-80 a la ruptura con el sistema económico capitalista, planteando como objetivo su reforma para hacerlo más justo y social, ilusión que se mantuvo hasta que en el siglo XXI vemos claramente que el capitalismo no sólo no es reformable, sino que cada vez es más evidente que es incompatible con una democracia social.

Estas son las cuestiones fundamentales de contradicción entre reforma y ruptura en la transición de 1974-1982 de las que tenemos que aprender, porque en este momento, en el que ya nadie duda que el ciclo que abrió la Constitución de 1978 está agotado, tanto por causas internas, como externas, y que es necesario abrir un nuevo ciclo, se vuelve a plantear la disyuntiva entre reforma y ruptura. De esta manera en los últimos tiempos se han confrontado dos proyectos, el que defiende reformar la Constitución para adecuarla a los nuevos tiempos pero sin tocar los pilares básicos del sistema, y quienes defendemos la necesidad de una ruptura con la Constitución de 1978, que hay que dejar claro ha sido violentada y reformada por el PP y el PSOE bajo presión de la Troika europea. Lo hacemos precisamente para poder cuestionar los pilares básicos del sistema capitalista que son los que han llevado a España, y al mundo en general a una crisis que ha supuesto sufrimientos y sacrificios para millones de seres humanos.

Esta confrontación electoralmente se ha saldado en las elecciones de junio con un Gobierno del PP sustentado por una mayoría reformista en el Parlamento, se ha puesto en evidencia que el PSOE, como ocurrió en la anterior transición, era consciente del peligro que tenía la influencia que las fuerzas rupturistas podían tener en un Gobierno Unidos Podemos-PSOE. Unidos Podemos, con todas sus contradicciones y debilidades ideológicas, no es en este momento una fuerza asumible por el sistema y, por esto, el PSOE prefiere dejar gobernar a la derecha. Como elemento clarificador hay que señalar que, en el fondo, Felipe González y lo que viene a representar tenía muy claro que la confrontación no estaba entre derecha e izquierda, como se llegó a creer Pedro Sánchez, sino que estaba entre reforma y ruptura. Felipe González lo volvió a tener tan claro como en 1976 y sitúo al PSOE en el lado de la reforma.

Nada nuevo bajo el Sol, se plantea nuevamente la cuestión de cómo actuar una vez que no se ha conseguido la mayoría parlamentaria para abrir un proceso de ruptura, y también aquí surgen los dos discursos: los que plantean que al no existir hegemonía de las fuerzas rupturistas hay que “aparcar” esta estrategia y centrarnos en la batalla institucional para participar en la nueva transición. Así, en estos días se resalta el papel moderado del PCE en la transición y se nos reclama la necesidad de un nuevo Carrillo capaz de llevar a la izquierda rupturista a la senda reformista.

Este es el debate de fondo, que atraviesa a todas las fuerzas de la izquierda y explica como decía, el golpe interno que sacó a Pedro Sánchez de la dirección del PSOE, y también explica el debate que se produce en Podemos, y el debate interno de Izquierda Unida, que tiene que ser el marco en el que se desarrolle la segunda fase del XX Congreso del PCE.

Pero esta confrontación explica la ofensiva del imperio PRISA y sus terminales mediáticas y sociales, porque PRISA quiere jugar el mismo papel influyente que jugó en la primera transición. Lo vimos en su intervención en provocar la salida de Pedro Sánchez y lo estamos viendo en su implicación en el debate interno de Podemos. En ambos casos ha sobrepasado los límites de la información para tomar partido como lógica. Como decía al principio, no estamos en un debate académico, estamos en una confrontación dialéctica que determinará cómo se va a configurar la España y Europa del futuro, y en este debate no se puede ser neutral.

En este momento es fundamental tener claro que el que no exista hegemonía parlamentaria rupturista no nos puede llevar al abandono de la estrategia de ruptura, al contrario, nos debe llevar a reafirmar esta estrategia y a adecuar la táctica para conseguir tener esa hegemonía, pero, sobre todo, nos debe llevar a no legitimar el marco reformista como el único posible. Nos debe llevar a no legitimar el proceso limitado, cerrado, opaco, de reforma de la Constitución que las fuerzas reformistas quieren realizar, y no legitimar este proceso significa no caer en el error de situar el Parlamento como el único terreno de juego. Significa no renunciar a la movilización, a la lucha social como parte de la configuración de una correlación de fuerzas que no puede ser solo parlamentaria, que tiene que ser también social, como venimos planteando desde el PCE e IU.

Debe significar acompasar los discursos políticos con una práctica política coherente, significa tener claro que hay que evitar la ruptura de las fuerzas que hoy por hoy están fuera de los límites del régimen, como lo consiguieron en los años 77-82 con el PCE, aquí aparece otra vez el papel de PRISA. Pero sobre todo hay que construir una gran alianza entre todas las fuerzas rupturistas, construyendo un programa de mínimos que dé respuesta a los problemas concretos que sufren millones de ciudadanos de empleo, vivienda, sanidad, educación, derechos sociales, libertades públicas, etc. Un programa que se defienda al mismo tiempo desde la calle y desde el Parlamento, que sirva para dar coherencia a las luchas parciales que llevan a cabo miles de trabajadoras y trabajadores que sufren diariamente la agresión del sistema.

Pero este programa de lo concreto debe hacerse desde una visión estratégica de ruptura para ir ganando la hegemonía ideológica que suponga que la mayoría del pueblo trabajador, de las capas populares, entiendan que hay que cuestionar la legitimidad ética, moral e institucional de un sistema que podrá ser legal, pero es injusto, insolidario, provoca paro, desahucios, desigualdades, pobreza energética, pérdida de derechos sociales y cívicos, genera insolidaridad y nos lleva a la guerra como forma de dominio de las materias primas por parte de las multinacionales. Nos lleva a plantear la necesidad de Construir un Proyecto de Nueva Sociedad más justa, igualitaria, solidaria, defensora de la convivencia pacífica y el justo aprovechamiento de los recursos naturales del planeta para la mejora de la calidad de vida de los pueblos. En definitiva, nos lleva a defender una sociedad socialista como la salida a la situación que vive España y el planeta en este Siglo XXI.

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