En su artículo Lo que no Podemos, Antonio Turiel se refería al movimiento por el decrecimiento como “fracción minúscula del internet español, despreciable en su pequeñez”. Probablemente, con esta expresión estaba siendo auto-sarcástico. Después de todo, 8800 personas habían compartido su artículo en Facebook, lo que significa que, al menos, se habría leido diez veces más. No parece que el tema del decrecimiento sea de interés minúsculo. En un sorprendente artículo de continuación, con el título de “Una tormenta en un vaso de agua”, el dr. Turiel aclaraba que se refería a un “círculo muy, muy reducido de decrecentistas” que a él particularmente no le interesaba “como movimiento político”.
El autor se equivoca. El interés por el decrecimiento está creciendo. En septiembre pasado, en Leipzig, tuvo lugar la IV Conferencia Internacional sobre Decrecimiento con más de tres mil participantes (entre otros Naomi Klein, Alberto Acosta y Michel Bauwens, así como más de quinientos científicos de todo el mundo, y un grupo vibrante de jóvenes estudiantes, activistas, representantes de partidos políticos y sindicatos, muchos de ellos, a la vez, científicos). Los participantes se reunieron en grupos de trabajo y asambleas y deliberaron seriamente sobre cómo sería una sociedad alternativa sin crecimiento. Una buena parte de estas ideas están recogidas en nuestro reciente Diccionario del decrecimiento, vocabulary.degrowth.org
El dr. Turiel escribe que “ni milita ni militará jamás en una opción decrecentista [porque a él no le] interesan los argumentos ideológicos, sólo los lógicos”. El trabajo internacionalmente reconocido del dr. Turiel sobre el pico de petróleo y los límites de los recursos es una referencia para nosotros. Pero eso no nos dice nada sobre “lo que se debe hacer”, y la ideología no se puede evitar en esta discusión. La nueva extrema derecha en Francia está utilizando el mismo argumento de los límites para cerrar las fronteras a los inmigrantes. Los defensores de la austeridad lo pueden utilizar para trasladar el coste a los pobres y asegurarse de que la riqueza menguante se mantenga acumulada en las élites. Los decrecentistas, junto a Thomas Piketty, sostenemos que el final del crecimiento es la mejor razón para la redistribución de la riqueza.
Tal vez con la distinción entre lógica e ideología lo que el dr. Turiel expresa es que no desea que el crecimiento llegue a su fin: él predice que así será, aunque no lo desea. En primer lugar, las predicciones del autor acerca del pico del petróleo y la escasez de otras fuentes de energía, y de los materiales necesarios para la producción de energía renovable, en todo el planeta, oscilan entre el 2050 y el 2100. No existen pruebas de que estos límites ya estén perjudicando la economía española. Es verdad que un crecimiento del 2% anual lleva a duplicar la economía en solamente 35 años y tal vez resulta imposible mantener esa acumulación geométrica de capital. Y como muestra Thomas Piketty, el extraordinario período de alto crecimiento que siguió a la segunda guerra mundial es una excepción histórica, resultado de la destrucción causada por la guerra. Pero deberíamos tener cuidado en no repetir el error de la década de 1970 al apresurarse a anunciar el final del crecimiento. De hecho, ¿quién hubiese imaginado entonces el crecimiento de China, y que Occidente saldría por sí mismo de la recesión de los setenta con las burbujas financieras y de la construcción? Sin duda, el crecimiento infinito es imposible en un planeta finito, pero uno nunca puede estar seguro de que aquí y ahora es el momento del fin del crecimiento. Sin embargo, sí se puede estar muy seguro de que el crecimiento, con o sin nuevas burbujas, no es deseable.
Estar en contra del crecimiento resulta tan lógico y está tan empíricamente respaldado como lo está la existencia de límites al crecimiento. En primer lugar, el crecimiento continuo está trayendo el caos ambiental, sobre todo en términos de cambio climático. España tiene una enorme deuda ecológica y de carbono con el Sur Global y sólo ralentizando o revirtiendo su crecimiento será capaz de compensarlo.
En segundo lugar, el crecimiento utiliza materiales y recursos que están destruyendo los ecosistemas y las comunidades humanas en las fronteras de los recursos mundiales.
En tercer lugar, el crecimiento es intrínsecamente contrario a la democracia real y descentralizada. Si su puerto y su ciudad son una zona de tránsito a través de la cual pasan todas las materias primas y los turistas del mundo, va a ser muy poco lo que puedan controlar realmente sus círculos o las asambleas de su barrio.
En cuarto lugar, el bienestar no aumenta a partir de un cierto nivel de crecimiento y supone más costes sociales que los beneficios que reporta: tráfico, contaminación y problemas de salud. El crecimiento tampoco nos llegará a dar nunca lo suficiente. El PIB de España se ha multiplicado varias veces desde la década de 1960 y ha crecido con vigor desde la década de 1980, pero ya antes de la crisis tanto ricos como pobres consideraban que no era suficiente.
El crecimiento se ha vuelto anti-económico y destructivo. Sin embargo, se continuará persiguiendo siempre y cuando las élites que se benefician de él puedan trasladar sus costes al resto de los mortales y convencernos de que es eso lo que realmente necesitamos. El dilema, como Serge Latouche dijo, es “decrecimiento o barbarie”. Como señaló, no hay posición más anti-capitalista que la del decrecimiento porque refuta no sólo los resultados, sino el propio espíritu del capitalismo. En la conferencia de Leipzig las críticas al crecimiento y al capitalismo concurrieron. Escapar del crecimiento significa escapar del capitalismo, aunque algunas experiencias del siglo XX nos enseñaron que escapar del capitalismo no significa escapar del crecimiento y de la destrucción de la naturaleza. Se necesita un tipo diferente de política de izquierda, llamémosla eco-socialista u otra cosa, una política que se base en la premisa de que no queremos crecimiento, incluso si fuéramos capaces de tenerlo.
El dr. Turiel bromea diciendo que los “decrecentistas” son “gente de mal vivir” porque saben que el mundo está llegando a su fin. Sin embargo, los decrecentistas son, muy al contrario, los del “Buen Vivir”, llenos de energía con el fin de este crecimiento sin sentido: plantan jardines, cultivan alimentos, crean cooperativas, ocupan las plazas y participan en los movimientos políticos que quieren recuperar el Estado para el pueblo. Proyectos como el de la Cooperativa Integral Catalana construyen lentamente utopías de decrecimiento ahora. Los decrecentistas quieren cambiar las instituciones públicas para que todos tengan acceso garantizado a los servicios sociales básicos y disfruten de tiempo libre para sus proyectos autónomos. Este es un camino difícil, pero vale la pena perseguirlo.
El dr. Turiel tiene razón en que, por el momento, los decrecentistas somos una minoría, aunque no minúscula. Tampoco estamos seguros de que estemos tan lejos de la opinión pública como él sugiere. Sí, “la gente” quiere más cosas, y no les gusta que se les diga que van a tener menos, pero tal vez sólo en la medida en que ven que otros mantienen sus yates y sus mansiones mientras que las pensiones públicas se están recortando. Cuando toda la comunidad sufre un poco, nadie se siente peor, sólo aumenta la solidaridad. Es la extrema desigualdad del capitalismo la que hace que el decrecimiento sea difícil de aceptar por parte de los que tienen menos. Con la redistribución, el decrecimiento será posible. No pensamos que la gente no sabe y que debemos “educarlos”. Lo que podemos hacer es ayudar a despertar los sentimientos comunes latentes que existen en el imaginario de la mayoría.
El sentido común dice que el crecimiento infinito no es posible en un planeta finito. El sentido común señala que lo que estaba ocurriendo con las viviendas y los préstamos antes de la crisis era una locura. El sentido común es que la búsqueda de más y más es a costa de la libertad de cada uno. Y el sentido común enseña que con solidaridad un mundo diferente es posible.