Más de una treintena de solares han sido reconvertidos en huertos comunitarios por entidades vecinales y ecologistas madrileñas, en una dinámica que ha llegado a ser reconocida por Naciones Unidas como buena práctica en sostenibilidad urbana. Entre las iniciativas de Barcelona resulta llamativa la de un grupo de jubilados de Nou Barris que han ido a juicio por montar hace cinco años unos huertos en los terrenos baldíos de la constructora de Carlos Nuñez, expresidente del F.C. Barcelona en prisión por sobornar a técnicos de Hacienda. La huerta valenciana maltratada por la presión urbanística encuentra aliados en los centenares de huertos familiares gestionados por asociaciones vecinales, que han brotado en los terrenos baldíos de las inmobiliarias en quiebra, tanto en Benimaclet como en el fallido megaproyecto de Sociópolis. Y podríamos seguir enumerando decenas de experiencias por toda nuestra geografía, donde el monocultivo de ladrillos en las ciudades está dejando paso a las verduras y hortalizas.
El acelerado desarrollo urbanístico inducido por la burbuja inmobiliaria ha tenido dramáticos impactos sociales (endeudamiento familiar y municipal, desahucios, viviendas vacías…) y otros ambientales menos destacados (artificialización de suelos agrícolas y zonas costeras, fragmentación de ecosistemas, expansión del urbanismo disperso y de las infraestructuras asociadas, aumento de los desequilibrios demográficos y de recursos…). Un modelo territorial que ha obviado el valor estratégico y multifuncional de los espacios agrarios periurbanos que producían cultivos de proximidad, pues muchos fueron sucumbiendo ante la especulación y el economicismo cortoplacista. Entre 1987 y 2000 la artificialización del suelo sobre áreas agrarias aumentó en un 30%, una tendencia que se reproduce en el conjunto de Europa, donde el 77% de los crecimientos urbanos se ha producido sobre suelos agrícolas entre 1990 y 2000.
Aunque había experiencias aisladas desde mediados de los años ochenta, el verdadero arraigo de la agricultura urbana se ha dado en los últimos años, adquiriendo especial presencia en la esfera pública y en la agenda política tras el 15M. De hecho, en las microciudades surgidas entre las tiendas de campaña y los toldos de lona de las acampadas de Madrid y Barcelona se reservó espacio para montar huertos indignados.
El auge de la agricultura en nuestras ciudades es un símbolo incuestionable del cambio de ciclo económico, además de ser una de las muchas formas en las que se está expresando la efervescencia social de los movimientos de protesta y las iniciativas de autoorganización ciudadana. Experiencias orientadas a devolver el valor de uso a muchos suelos que se encontraban en barbecho, a la espera de un nuevo ciclo especulativo. Las cifras son contundentes y muestran como la agricultura urbana está dejando de ser algo testimonial: entre 2006 y 2014 el número de ciudades o municipios que disponía de huertos urbanos ha pasado de 14 a 210, y las zonas de huertos han ascendido de 21 a 400 durante el mismo periodo.
Partiendo del impulso dado por los movimientos sociales para situar el tema en la esfera pública, asistimos recientemente al arranque de una nueva generación de políticas urbanas que han comenzado a innovar en la relación entre agricultura y ciudad: procesos de regularización de huertos comunitarios, aumento de los huertos escolares y de ocio, gestión participativa de vacíos urbanos, parques agrarios periurbanos, diseño de estrategias alimentarias locales, etc. Incluso sindicatos como CCOO han puesto en marcha huertos de formación para el autoempleo en agricultura ecológica como el programa TREDAR, dedicado a formar iniciativas de producción y consumo ligadas al sindicato.
Hoy que transitamos un cambio civilizatorio (crisis energética, ecológica, económica, política…), la agricultura urbana emerge como una herramienta imprescindible para rediseñar los asentamientos urbanos y el sistema agroalimentario en clave de sustentabilidad y justicia social. Una forma práctica de demandar una nueva cultura del territorio, explicitar la ecodependencia de los entornos urbanos, transformar los imaginarios culturales, intensificar relaciones sociales, reabrir discusiones sobre los usos del suelo o discutir la forma en que se van a alimentar las ciudades en el futuro. Una preocupación creciente que se ilustra en la Carta por una soberanía alimentaria desde nuestros municipios, suscrita por ayuntamientos, entidades de la economía solidaria y movimientos sociales.
Y aunque parece un fenómeno completamente novedoso, a lo largo de la historia resulta recurrente la aparición de la agricultura urbana durante periodos de emergencia: en las crisis económicas del siglo XIX o la Gran Depresión, en las guerras mundiales o en los colapsos sociourbanísticos más actuales. Idealizados o temidos, los huertos urbanos siempre se han desarrollado más cómodamente durante los tiempos convulsos que una vez recuperada la normalidad, cuando nuevamente eran desplazados a los rincones de la ciudad y olvidados por el planeamiento urbano.
Y ese hilo invisible lo hemos reconstruido en Raíces en el asfalto, un libro recién publicado que nos habla de quienes han cultivado en los márgenes de la historia, el urbanismo, la sociología o los movimientos sociales. Una narración donde se mezclan la evolución de las teorías urbanas en su relación con la agricultura, y la reconstrucción de los principales episodios en los que movimientos sociales y comunidades urbanas volvieron a plantar entre el asfalto. Tiempos revueltos y tiempos de revuelta marcarán este itinerario en el que nos acompañarán las motivaciones y apuestas políticas ocultas tras el gesto de cultivar verduras en la ciudad.
Miramos al pasado con vocación de releer algunos episodios históricos de forma que nos permitan usarlos en el presente, como lejanos e inspiradores antecedentes que nos ayuden a proyectarnos hacia el futuro. Acontecimientos que han permanecido ocultos como semillas en la nieve, dispuestos a germinar cuando llegase el tiempo propicio para interpelar al presente, como le gustaba decir a Colin Ward. Dialogar de forma creativa con el pasado nos permite compartir nuestras dudas e incertidumbres, afinar las preguntas que debemos hacernos, así como reconocer que parte de las respuestas ya han sido dadas por antepasados que tuvieron que hacer frente a retos de similares magnitudes. Lo que nos hace atractivo el pasado no es la nostalgia sino la necesidad de avanzar propuestas, de prefigurar mínimamente discursos alternativos que estén a la altura del presente.
Igual que Martin Luther King sabía que aunque el mundo se acabara mañana, él debía plantar hoy un árbol, nosotros sabemos que, aunque la apuesta sea infructuosa, la agricultura urbana anticipa elementos clave que debe contener cualquier proyecto de futuro para la ciudad. Reivindicamos la huertopía (hortus+topos), un lugar en el que los huertos echen raíces en el corazón de las ciudades, reconociendo la importancia estratégica que le corresponde a una agricultura orientada al cuidado del territorio y las personas.