Las noticias repiten las imágenes de técnicos pertrechados en uniformes de seguridad fumigando a diestro y siniestro. Así entraba el virus del Zika en nuestros imaginarios: asaltos a casas de apariencia muy humilde en busca de un enemigo que parece invisible. Margaret Chan, directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS) hablaba de una expansión “explosiva” de una enfermedad vírica, con riesgo de alcanzar 6 millones de casos. Según algunos titulares se trata de otra “enfermedad viajera” más. Para corroborar la amenaza de un “nuevo peligro global”, se mencionaban algunos antecedentes de epidemias internacionalizadas en el último año, como los brotes de chikunguña o el dengue, también transmitidas por el mosquito Aedes y también focalizadas en países empobrecidos. Acto seguido, el pasado 1 de febrero, acontecía la declaración de emergencia internacional por parte de la OMS.
¿Y qué se proponen hacer las autoridades sanitarias nacionales e internacionales? La mayor parte de las informaciones insiste y reitera que el problema ha de focalizarse en un vector (el mosquito) controlable a base de químicos. La OMS aconsejaba el uso de piriproxifeno que produce Sumimoto Chemical. Sumimoto también se dedica a recomendar la fumigación con herbicida de nuestros campos para erradicar “amenazantes” malezas como la verdolaga. Esta empresa es, en la práctica, una franquicia japonesa de la compañía Monsanto, que prefiere considerarla un “socio activo” en negocios e investigaciones con venenos. Monsanto controla el mercado mundial de semillas transgénicas y va camino de adueñarse del mercado de pesticidas. La verdolaga, uno de los “enemigos” de Monsanto que sirve de excusa para hacer negocios químicos, es una planta conocida en muchas culturas (mediterráneas y asiáticas) como alimento y como medicina por sus aportes de vitaminas, aminoácidos y antioxidantes.
Conclusión provisional: business as usual: i) hay que matar mosquitos a cañonazos, porque si no estos pobres nos van a inundar de enfermedades; ii) ya hay cañones químicos fabricados y disponibles para su venta en Occidente; iii) se ruega a las autoridades (como la OMS) que no difundan en exceso sus dudas sobre lo inútil que puede revelarse en el medio plazo el tratamiento a través de plaguicidas (informe 15 del Comité de Expertos de la OMS en Biología de los Vectores); iv) desoigan a los profesionales de la salud que vienen trabajando sobre estas epidemias y en estas zonas, como la Asociación Brasileña de Salud Colectiva, que consideran que son “las condiciones de vida en esos suburbios, el saneamiento básico inadecuado [...] el descuido con la higiene de espacios públicos y particulares, los principales responsables de este desastre”; y v) pongan en su lugar audiovisuales que nos hagan internalizar la sensación de pánico, como cuando Cuarto Milenio emitía el reportaje: “Zika, el nuevo nombre del miedo”. Y, por supuesto, sigan regando estos países con tóxicos. Hoy en Brasil cada habitante es “obsequiado” con ¡7 litros de pesticidas al año! para atender plagas en grandes monocultivos o como respuesta a enfermedades como el Zika.
Llueven tóxicos sobre mojado, más bien sobre territorios ya empapados de químicos. El caso es no tocar el sistema económico ni el de salud, e insistir en una modernización venenosa y autoritaria. Como ocurriera también para epidemias como la gripe aviar. Llueve para mal de unos afectados que pueden llegar a encontrar la muerte, si bien en ocasiones hay mucho de alarma forzada por la presión mediática. Por ejemplo, hablamos de 600.000 casos en Colombia, pero sólo 1.000 casos de la enfermedad asociada Guillain-Barré, la cual, a su vez, tiene una mortalidad significativa del 4%. Es más, parte de la comunidad científica establece (¿paradójicamente?) conexiones entre la aplicación de piriproxifeno y el desarrollo de microcefalias en recién nacidos (uno de los efectos del Zika) a partir de estudios realizados en Brasil: incendios tratados con más fuego.
Pero, lamentablemente, llueve para bien de unas pocas compañías y para una forma de entender la naturaleza como un gran laboratorio que hay que reajustar de vez en cuando a base de químicos tóxicos. “Tú fumiga que algo nos queda”, parecen atronar al unísono medios de comunicación, fabricantes de herbicidas y autoridades internacionales que prefieren crear “alarmas” antes que ser acusadas de intervenir de forma “tardía”, como ocurriera en la propagación del Ébola. Pero no es “tan poco” ni “tan irrelevante” lo que queda. Porque las comunidades fumigadas padecerán más contaminación de sus aguas y de sus territorios. Y por tanto, más riesgo de morir por acumulación de venenos en sus vidas. Porque son minoritarios los diagnósticos que abiertamente relacionan esta epidemia con consecuencias derivadas de la pobreza extrema, del calentamiento global o de la falta de democracia en nuestros sistemas institucionales (todo ello en aumento).
En fin, el tratamiento mediático, político y sanitario propuesto para el Zika revela muchas semejanzas con el abordaje de otras cuestiones en las que nos va la vida. Me refiero aquí concretamente a la llamada Revolución Verde y al desarrollo de un sistema agroalimentario cada vez más globalizado y cada vez más condenado a repetir crisis alimentarias: recuerden la crisis del 2008, o las revueltas que ocasiona la subida de alimentos tras cada ajuste estructural del FMI. Fumiga que así habrá menos plagas y mejores cosechas, y por tanto menos hambre en el mundo (nos dicen). Pero tras 60 años de fumigación y de mejoras genéticas nos encontramos con recurrentes hambrunas, junto con campesinos y campesinas expulsados de sus tierras, que son acaparadas por grandes potencias o declaradas como no rentables para insertarse en sus mercados globales.
Existen alternativas, pero son desoídas y las grandes empresas se esfuerzan por presentarlas como inapropiadas. La ciencia convencional funciona así: potenciando la investigación en laboratorio e invisibilizando respuestas que se construyan desde el propio contexto y que contemplen un desafío a los sistemas socioeconómicos vigentes. Lo han argumentado muy bien autores como Boaventura de Sousa Santos o Bruno Latour. En Latinoamérica existen voces muy respetadas que insisten en la aproximación socioeconómica y ambiental de muchos de los problemas de salud. Jaime Breilh es un referente en temas de epidemiología (social) crítica. Viene demostrando a través de sus investigaciones aplicadas que, por ejemplo, el dengue se cura a base de una buena salud comunitaria: favoreciendo el protagonismo de pueblos y barrios en temas de prevención pero, ante todo, generando salud mediante ciudades habitables y economías que atiendan las necesidades humanas. Es decir, propone lo que él llama las 4S esenciales para la vida: que sea sustentable, soberana, solidaria y saludable (individual, social y ambientalmente hablando).
Por estas tierras también comienzan a emerger referencias del enfoque salubrista. Sabemos que es nuestro código postal, no nuestro código genético, lo que determina que haya barrios en Madrid o en Córdoba con una diferencia de esperanza de vida de más de 10 años. De esto hablan las compañeras y compañeros de Médico Crítico. De cómo la avidez mercantil de las farmacéuticas y las industrias químicas prima sobre las políticas de construcción de derechos y de sociedades más igualitarias que garanticen a las personas el acceso a una vida digna.
En contra de los intereses de Monsanto, tanto Jaime Breilh como algunos relatores de Naciones Unidas por el Derecho a la Alimentación y asociaciones de médicos o de campesinos, reclaman otro manejo de recursos, en clave de agroecología y soberanía alimentaria, para introducir salud en nuestros cuerpos y en nuestros territorios. La fumigación química no es la solución a nuestras enfermedades ni a nuestras deficiencias alimentarias. La relocalización de muchos de nuestros satisfactores para crear entornos más saludables y democráticos, sí.