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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada
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'Voces para ver. Testimonios de violencia contra la mujeres, una injusticia normalizada' es un libro que recoge las historias comunes de dolor de las mujeres víctimas de malos tratos. El libro ha sido editado por el Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad de la Diputación de Bizkaia.

Mujeres valientes, dueñas de su vida en una sociedad decente

El Congreso constituye la subcomisión del pacto contra la violencia machista

La Historia de la Humanidad se escribe con letra masculi­na. Son los relatos masculinos los que pueblan nuestro apren­dizaje juvenil respecto a lo que fue la vida en años o siglos precedentes. El relato de poder, de política, de economía e incluso de ciencia o arte de las sociedades viene significado por lo que los hombres fueron o hicieron, invisibilizando a las mujeres y sus voces. La vida se cuenta por la exteriorización de las conductas, aquellas en las que el hombre ha sido prota­gonista indiscutible. Las pocas mujeres que han tenido un pa­pel predominante en la vida pública no suelen destacar por un relato amable de su vida, sino más bien por lo contrario. Como señala Coral Herrera, a las mujeres nos han enseñado a amar la libertad del hombre y no la nuestra propia; a vivir a través de la vida del hombre y no la nuestra; a sentir a través de sus sentidos y no los nuestros; a desear a través de sus deseos y no de los nuestros.

“Admiramos a los hombres y les amamos en la medida en que son poderosos; las mujeres privadas de recursos econó­micos y propiedades necesitan hombres para poder sobrevi­vir”, explica también Herrera. Y así, vivimos invisibilizadas con una enorme desigualdad anidada en nuestros corazones.

Ese amor romántico o llamémosle romanticismo patriar­cal hunde sus raíces en la violencia estructural de género: nos anima a las mujeres a ofrecer un amor incondicional, entrega­do y sometido a los caprichos masculinos.

Y ellos…, ellos también aprenden a amar desde la des­igualdad. Amar desde la superioridad, amar contando con la sumisión de la mujer a sus caprichos masculinos y veleida­des. O desde la protección a la mujer, necesitada de mimos y resguardo. Pero… ¿y si la mujer decide pensar por sí sola, manifestar su derecho a ser libre, o no permanecer unida a un hombre que no ama y del que le separan kilómetros de desencuentros? Entonces los horrores se despiertan para mu­chas de ellas. Separaciones y divorcios traumáticos, cuajados de maltrato aun cuando no lleguen a la violencia física. Hom­bres cuyo honor o autoestima queda golpeada y golpean hacia afuera, pocas veces hacia dentro. Hombres que externalizan la violencia hacia la mujer, convencidos de que amar es eso, porque “si no es mía, que no sea de nadie”.

Y así, nos encontramos con mujeres protegidas, con órde­nes de alejamiento, con hijos e hijas reubicadas en pisos de es­pecial protección, mujeres que acuden a intervención psicoló­gica porque las secuelas del maltrato son duras, traumáticas, costosas de reparar… mujeres que buscan salir del horror de la violencia, de la agresión, que viven aterrorizadas… Pero muje­res que, a pesar de todo, son valientes, muy valientes porque denunciaron, escaparon del horror y siguieron viviendo. Vivir para contarla, que diría Gabriel García Márquez.

¿Qué ocurre con sus historias? Pues ocurre que, como son historias comunes de dolor, de sufrimiento causados por un desamor que nunca fue amor, y como sus pro­tagonistas son mujeres que no forman parte de la contabilidad social de bienes de valor, son ocul­tadas una y otra vez. In­visibilizadas porque fue una “violencia pasional”, término dañino donde los haya, porque se ate­núa la pena con la justifi­cación de que la “amaba demasiado”. Cualquier agresión contra una mu­jer refleja de forma nítida la barbarie de una sociedad machis­ta que no asume los preceptos de igualdad, respeto y derecho a pensar y actuar libremente por parte de las mujeres.

Y da igual. Da igual cómo y de qué manera. Cada agresión contra una mujer nos golpea a todas y debiera golpear tam­bién a todos. Es cierto, son pocas las personas que defienden  las agresiones y asesinatos de mujeres. La mayoría de la socie­dad se conmueve ante los titulares de los medios de comuni­cación que se hacen eco de estos hechos. Pero no es suficiente. Necesitamos más para que esta barbaridad termine.

La condena es abrumadoramente mayoritaria, faltaría más, pero adolece de un análisis profundo de las causas y los precedentes. Las agresiones más graves, los asesinatos de mu­jeres, son una consecuencia, el reflejo más extremo de un tipo de organización social determinada, de una forma de relacio­narnos. Son el reflejo último de la desigualdad entre mujeres y hombres. Esta violencia brutal que sufren algunas mujeres es una planta venenosa y llena de espinas que no se mantiene del aire. Hunde sus raíces y se alimenta en un terreno abonado por la desigualdad.

Los logros en el ámbito formal, especialmente con los avances legislativos, son indiscutibles. Tan indiscutibles como insuficientes. Además, en manos del pensamiento machista, se usan como excusa para justificar la idea de que ya se ha logrado la igualdad. Me refiero a esos mensajes, tan manidos, de que las mujeres no debemos exigir nada más porque, nos dicen, ya tenemos la igualdad; esos mensajes que niegan la existencia de techos de cristal o que consideran que cualquier reclamación del espacio público que nos corresponde es una agresión contra los hombres. Nada de eso, todo lo contrario.

Falsa igualdad. Ésa es nuestra respuesta: vivimos hoy en día el falso espejo de la igualdad.

Las agresiones y los asesinatos que se reflejan en este libro no son un problema exclusivo de las víctimas, o de los maltra­tadores y asesinos, sino que lo son de toda la sociedad. Ellos son las manos ejecutoras, sin ninguna duda, de una vulnera­ción flagrante de los Derechos Humanos. Un ataque que se produce en nuestras calles, en nuestros hogares, en el corazón mismo de Bizkaia.

Pero somos todas y todos quienes damos el consentimien­to velado. Somos todas y todos quienes hacemos de ella una lacra, como si fuese imposible de combatir; no queremos mi­rarnos en el espejo de la desigualdad, no queremos ver que la causa es social y sociales debieran ser las respuestas para luchar contra ello.

No podemos consentir que estas mujeres sientan que es­tán solas, que las hemos abandonado. No podemos consentir que sigan avergonzadas, atravesando un infierno en soledad. No es su infierno, es el infierno de todas y todos. Y para eso, además de toda la responsabilidad de los poderes públicos, a la que hacemos frente en la parte que nos toca desde esta Diputación, hay que esforzarse para que nadie mire para otro lado o disimule, para que nadie haga como si no oyera cuando escuche al otro lado de la pared los gritos de una mujer pidien­do auxilio.

Y por ello, necesitamos escuchar sus relatos. Ponernos en sus zapatos y vivir lo que ellas viven. Necesitamos sentir su vida como propia y dolernos en sus heridas para comprender cómo se sienten y cómo debemos acompañarlas.

Una sociedad que se quiere decente no puede convivir nor­malmente con la violencia, con ningún tipo de violencia.

Para que la planta dañina de las agresiones y los asesina­tos a mujeres se convierta en otra que dé flores y aromas de igualdad hace falta que se alimente de una nueva tierra. Hace falta un nuevo contrato social, un pacto entre iguales en el que los hombres tienen que ceder parte del poder y la visibilidad  que históricamente han tenido. Es, además de una cuestión de justicia, una apuesta inteligente: sumando a las mujeres a los espacios públicos se incorporará la mitad de la inteligencia de esta sociedad, actualmente desaprovechada por innumerables techos de cristal.

Esta apuesta por la igualdad tiene que ser cosa también de los hombres, que deben comprender que el beneficio no es sólo para ellas. La pérdida de cierto peso público de los hom­bres se verá compensada con creces por su mayor entrada en el ámbito privado y familiar, con una relación más estrecha con sus hijas e hijos, así como con sus mayores; sin olvidar que estas nuevas masculinidades amparan una expresión de los sentimientos y una relación con los demás más positiva, sin la coraza constreñidora del machismo.

Los textos que incluye este libro nos ayudan a conocer de primera mano testimonios de gran crudeza. Son muy necesa­rios. Es una obligación conocer qué está ocurriendo, visibilizar a estas mujeres y evitar que sufran una doble victimización: la de las agresiones y los asesinatos, por un lado y, por otro, la del silencio de todas nosotras y nosotros.

Son mujeres poderosas y valientes que merecen nuestro reconocimiento. Mujeres valientes, dueñas de su vida... que merecen vivir en una sociedad decente. Redoblemos los es­fuerzos para que así sea.

Teresa Laespada Martínez es diputada foral de empleo, inclusión social e igualdad

Sobre este blog

'Voces para ver. Testimonios de violencia contra la mujeres, una injusticia normalizada' es un libro que recoge las historias comunes de dolor de las mujeres víctimas de malos tratos. El libro ha sido editado por el Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad de la Diputación de Bizkaia.

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