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Barcelona, bajo el síndrome de Venecia

José Luis Gallego

Trabajo en Las Ramblas de Barcelona, mi ciudad natal, frente al Mercat de La Boqueria, el que fuera uno de los mejores mercados de abastos de la ciudad.

Hoy La Boqueria es un parque temático colapsado de turistas en el que las paradas se han convertido en kioscos de zumos y por el que es imposible transitar con un carrito de la compra.

Los tenderos están hasta las narices, “malditos cruceros” protestan cuando consigues acceder al puesto “estamos sufriendo una invasión en toda regla”. Y no les falta razón.

Barcelona se ha convertido en una ciudad-gran-almacén paradigma del turismo insostenible, víctima de un modelo devastador que aparece perfectamente reseñado en el documental El síndrome de Venecia.

Los grupos ecologistas y las plataformas ciudadanas venecianas llevan años denunciando el impacto medioambiental que causa en la gran laguna el incesante tránsito de lanchas motoras y supercruceros.

Además del vertido de combustible y lubricantes que envenenan sus aguas, estas moles flotantes de hasta 350 metros de largo, 70 de altura y 200.000 toneladas de peso, remueven constantemente los sedimentos del fondo y desplazan a su paso un gran volumen de agua. Las olas golpean y erosionan los cimientos de esta ciudad monumental que se hunde cada vez más rápido como consecuencia del cambio climático. Pero hay más.

Pese a ser una de las pocas capitales del mundo en la que está prohibido el tránsito de automóviles, el aire de Venecia es uno de los más contaminados de Italia por culpa de los cruceros, cada uno de los cuales contamina como 12.000 coches. La causa es que los motores de estos barcos queman fueloil pesado, un combustible miles de veces más contaminante que el diesel de los camiones y que genera altas concentraciones de metano, ozono, dióxido de nitrógeno, dióxido de azufre o las peligrosas partículas finas (PM2,5) que afectan seriamente a la salud humana.

Y luego está el asesinato de la belleza.

Una de las imágenes más aterradoras para cualquier amante del arte y la cultura es la de una de estas batidoras flotantes cruzando el Canal de la Giudecca para plantarse con sus 15 pisos de altura frente a la mismísima Plaza San Marcos. No se me ocurre mayor profanación, peor sacrilegio.

Como casi todos los que la conocimos hace años llevo a Venecia en el alma: por su monumental esplendor, por su patrimonio histórico y artístico, pero sobre todo por la serenidad de sus canales y la quietud de sus callejuelas de violín y gaviotas, hoy infectadas de chiringuitos de souvenirs.

El turismo de masas ha acabado con la ciudad más bella del mundo: la profunda emoción de Aznavour se ha convertido en una inmensa consternación. Y algo así es lo que está pasando ahora en Barcelona.

Cuando el puerto se colapsa con la llegada de los grandes cruceros la esencia de la ciudad condal salta por los aires. El anterior equipo de alcaldía se vanagloriaba de haber conseguido que el Allure of the seas con 8.702 personas a bordo y las principales flotas de cruceros eligieran Barcelona como puerto base. Pero desviaba la miraba a otro lado cuando muchos empezamos a denunciar que los más de 40.000 cruceristas que desembarcan a diario suben Ramblas arriba mirando, tocando, meando, escupiendo, sembrando de residuos las calles y colapsando los servicios de limpieza sin generar apenas beneficio, pues gozan del “all included” a bordo.  

Venecia recibe anualmente más de dos millones de cruceristas. En Barcelona este año rondaremos los tres millones. La alcadesa Ada Colau es consciente de que la ciudad no puede soportar más esta presión y ha decidido tomar cartas en el asunto. Somos muchos los que la apoyamos y le pedimos que ataje el problema cuanto antes, que tome las medidas necesarias para evitar las avalanchas de cruceristas y que la Ciudad Condal supere el peligroso síndrome de Venecia. Mientras tanto, y para ir tomando nota, les invito a seguir las acciones que está llevando a cabo el Comité No Grandi Navi-Laguna Bene Comune a través de su cuenta en Twitter: @NoGrandiNaviVe.

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