Busco piso
Busco piso. Para mi pareja y para mí. Él trabaja en una oficina y yo desde casa, así que la mayoría de las visitas a pisos las hago yo. Quedo con propietarios y con agencias. Me programo cada día unas cuantas citas, así lo encontraré antes. Mudarse es un coñazo, y prefiero el tirón rápido que alargar el estrés.
Yo pienso en metros cuadrados y en la luz que entra en las casas, mientras calculo a cuánto está la parada de metro más cercana y si me cuadra todo eso con el precio que piden. Enfrente tengo a -en su mayoría- señores que, más que alquilarme el piso, parecen querer que los alquile a ellos.
Me siento más tranquila cuando quedo con agencias, porque aunque sean hombres con los que tengo que estar a solas en casas extrañas, me digo que ninguno hará nada que le haga perder su empleo. Y así es. Algunos pocos coquetean, la mayoría son profesionales. También hay alguna mujer. Una me confiesa que intenta que le den siempre cita con mujeres o parejas, porque ya se ha llevado “varios sustos”. “Gajes del oficio”, concluye sonriendo.
Quiero decirle que no son gajes del oficio, que si así fuera también lo sufrirían sus compañeros. Pero me callo, porque su cara es la de quien cree haber hablado de más, sólo por haberme dicho que hay hombres que la han hecho sentir mal mientras trabajaba.
Del coqueteo, las miradas y las sonrisas en los pisos que voy viendo -que en una casa vacía, extraña y cerrada sientes como algo más que coqueteo, miradas y sonrisas-, llego a un piso que parecía tenerlo todo cuando lo vi por la web. Incluido el precio. “Ésta ya sí que sí, ya verás”, le digo a mi pareja, ilusionada. “¿Por qué no vas con Patri?”, me pregunta fingiendo naturalidad. Como el que quiere que no me aburra por el camino. Soy consciente de que su prioridad ahora es que nadie me violente o me acose, cuando deberíamos estar pensando en mudanzas, en el dinero, en pisos que se ajusten a nuestras necesidades.
Y algo me dice que reprime las ganas de pedirme que coja las citas cuando él pueda acompañarme, porque ya hace mucho que no me callo cuando un hombre me acosa o me violenta, y le he ido contando cada una de las veces que esos días me han hecho sentir mal. Pero él sabe que no haré tal cosa. Primero porque hay pisos que si no ves en cuanto salen, te los quitan. Y, segundo, porque no me da la gana.
Y sí, llevaba yo razón. En aquella casa “ya sí que sí”. El propietario me recibe. Va enchaquetado, bien peinado, tendrá unos 40 años. Me cuenta que se ha escapado un momento del banco donde trabaja para enseñarme la casa. Ha vivido allí muchos años, pero desde que nació su segundo hijo, se les quedó pequeña, y ahora viven en una más grande, a las afueras de la M-30. Y tras escuchar sus primeras palabras, bajo la guardia. Porque al parecer soy nueva, y no me he enterado todavía de que un acosador sólo necesita ser hombre para acosar, ya tenga o no hijos, mujer y/o perro.
“El piso lo ha visto ya otra pareja y les encanta, pero son del este, no sé de dónde, no me acuerdo, pero yo prefiero españoles, así que tendrías preferencia”, me dice sonriendo como con complicidad. Como si esta deferencia yo realmente me la mereciera por algo que he hecho muy bien. “¿Prefiere españoles?”, le pregunto, fingiendo que me sorprende, como si no me lo hubieran dicho ya varias veces estos días. Él me explica: “me entiendo mejor con españoles, somos más... de sangre caliente”. Y ríe. Ya me ha enseñado cocina y baño, y estamos al fondo de un pasillo que da al salón y a las dos habitaciones.
“Yo soy andaluza. Para mí de Despeñaperros para arriba, todo es bastante más frío”. Digo seria, fingiendo que hablamos de temperaturas y no de racismo. “Eso es porque no has probado mucho −dice abriendo la habitación de matrimonio−, si quieres te demuestro cuando quieras que de fríos por aquí, nada”. Vuelve a reír.
Me quedo quieta mirando la habitación. Él está a mi izquierda. Recuerdo que me saca una cabeza. No digo nada. No lo miro. Le ha vuelto a dar la vuelta a la conversación hasta dejarla donde le ha dado la gana. Pienso en que no me va a pasar nada, tranquilizándome de nuevo con la mujer, la casa, el perro, los hijos... Y me concentro en simular que no estoy incómoda, que no me siento acorralada ni violentada. Que no me asusta que este tipo haya escalado en tan pocos minutos hasta llegar a esa frase. Porque, como siempre, no sé cómo de mal se va a tomar un hombre una negativa. Más aún en un lugar donde no hay nadie mirando. Un lugar del que puede salir diciendo: “Es todo mentira, esta tía está loca de remate”.
“Bueno −le digo ignorando su proposición y dispuesta a irme−, pues ya está visto”. “No, todavía no lo has visto todo”, me dice poniendo una mano en su cinturón. Y ahora sí me asusto, sin poder fingir nada. Y pienso “Si se baja los pantalones −como nos ha pasado a la mayoría de nosotras, si no una, varias veces− voy a patearle los huevos y a salir corriendo”. Él ve mi expresión y suelta una carcajada. “Que no, mujer, que es broma”, suelta su cinturón y señala detrás de mí: “Es que te falta la otra habitación”.
Le digo, muy seria, que ya la había visto mientras él hablaba de que no le gustan las personas no españolas. Y aquí es la primera vez que cambia la cara: la expresión lúdica −porque esto no es más que un juego para él− se torna, de pronto, a la típica cara de “me has malinterpretado”. Su rostro vuelve a ser el del principio, y desaparece su mueca burlona. Camino por el pasillo hasta la salida. Creo que no hace falta que ninguno de los dos digamos nada sobre el piso, porque es obvio que más que por el alquiler yo pagaría por no tenerlo a él de casero.
Y sin embargo, por las escaleras, ya fuera de la casa, intenta la reconciliación. “Venga, te acerco donde quieras”, me dice, amable, como quien me hace un favor. “No, gracias, voy aquí al lado”, le digo saliendo del portal. “¿Dónde vas?”, insiste. “Aquí al lado”, y señalo una dirección aleatoria, porque estoy completamente desorientada. “¿A Fuencarral?”, pregunta, de pronto vuelve a parecer divertido. “Sí”, miento. “Fuencarral está en la otra dirección”, no ha terminado de jugar, al parecer. “Bueno, mira, que no me voy a montar contigo en un coche”, le digo, ya he aguantado bastante y empiezo a no sentir miedo de nuevo, una vez en la calle, con la luz del día, y la gente caminando a mi lado.
Y entonces, como quien dice algo verdaderamente tranquilizador, suelta: “Venga, mujer, acabemos la mañana bien, yo te llevo donde quieras, por el mal rato. Si no te ha pasado nada ya, ahí arriba, ¿qué crees que podría hacerte en mitad de la calle?”. Y se encoge de hombros, como un buen chico, como un niño travieso que se ha dado cuenta de que ha jugado demasiado con su presa y ahora, su corazón bondadoso, quisiera resarcirme. Ni siquiera es consciente de lo que acaba de decir.
Ni siquiera ve que está intentando demostrarme que es un buen tipo porque ha decidido no violarme, o no hacer conmigo lo que hubiese querido, contra mi voluntad, en la misma casa donde crió a sus hijos y vivió con su mujer. Ni siquiera se ha dado cuenta aún de que me produce náuseas y quiero quitármelo de encima. Y, mientras lo esquivo, se mantiene en su papel de novio juguetón que intenta quitarle el cabreo a su novia: su novia loca, que se enfada por todo, que no entiende sus bromas, pero a la que él, aún así, perdona.
Y me alejo por la acera. Me tiemblan las piernas de pura rabia. Y mientras yo me pregunto por qué no le he dado un puñetazo una vez ya en la calle, él me ve irme mientras menea la cabeza, sonriendo, como pensando “están todas locas, pero ¿cómo no quererlas, ¿verdad? Jeje”.