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Caldo amargo de alquitrán

Un grupo de voluntarios trabaja, en la localidad de Muxía, en la limpieza del fuel vertido por el petrolero Prestige. / Efe

Suso de Toro

El juicio ha terminado siendo otra rúbrica a la evidencia: la corrupción y la ineptitud de gobernantes de la derecha nunca serán castigadas en los tribunales. Y, lo que es mucho peor, indica que el poder judicial no es un poder autónomo como asegura la Constitución y, protegiendo a los poderosos, niega el derecho a la justicia a la ciudadanía. En este caso es evidente que no ha habido justicia y que la impunidad la pagamos todos.

Pero no es una sentencia absurda; es coherente con el sumario que se fue instruyendo durante una década. El juzgado de Corcubión, un pueblo en la Costa da Morte, sin medios para afrontar una instrucción monstruosa; jueces provisionales; la Fiscalía del Estado que ignoró conscientemente que el Estado somos los ciudadanos y no los responsables políticos; políticos que siguieron contando con el respaldo de la población... Cómo no iban a salir impunes los responsables de las irresponsables decisiones que transformaron un naufragio peligroso en una enorme catástrofe ecológica. Esas personas no llegaron a ser imputadas ni a sentarse en el banquillo, la justicia las absolvió de antemano y los ciudadanos les dieron también su plácet.

Nadie recordará ya a Man, un hombre peculiar, un artista radical que unió su vida de pájaro enjuto a un lugar desnudo y que murió ahogado por chapapote en Camelle. Su muerte, ahora que la sentencia nos dice que todo fue confusión y pesadilla únicamente, parece lo único real de todo aquello. Pero está nuestra memoria, la de tantas personas que desenmascararon al Gobierno de entonces con su generosidad y su valentía y se acercaron voluntariamente a la costa a recoger la cosecha de plastilina amarga. La de tantas personas que se movilizaron de todos los modos para romper el muro de mentiras que levantaron Aznar, Rajoy, Álvarez Cascos...

Lo ocurrido en torno al Prestige fue revelador de muchas cosas. Desde luego que hizo conscientes, especialmente a los gallegos, de que el mar en esta esquina de la península es una gran autopista con mucho tráfico de chatarra peligrosa (Nunca máis consiguió que el Parlamento Europeo legislase sobre la distancia de navegación de la costa y sobre el blindaje de los petroleros). Pero también desnudó el modo de entender y ejercer el poder por parte de la derecha: su intención primera fue ocultar la existencia de la marea negra, “que se la coman los gallegos”.

Creían vivir aún en un tiempo en que se podía ocultar algo encerrándolo en un territorio; para ello utilizaron perversamente los medios de comunicación públicos y aquellos que les eran adictos negando la evidencia. Afortunadamente hubo medios que rompieron el muro y las imágenes que mostraron eran tan impresionantes que atrajeron a la costa a decenas, luego cientos, luego miles de personas, mayoritariamente jóvenes, que negaban la versión oficial y que enviaban fotos con sus teléfonos móviles. Cada foto era una denuncia del engaño del Gobierno. Hasta que no les quedó más remedio que enviar medios y ayuda.

También descubrimos entonces la utilidad de una nueva herramienta para la movilización, Internet. Para buscar en las páginas webs oficiales de otros países información sobre la evolución de la mancha día a día, para enviar el manifiesto Nunca máis a personas de todo el mundo que lo firmaron, para mantenernos en contacto... Fue una experiencia de fusión entre los creadores de cultura y las personas de otros oficios bien distintos. Y fue el comienzo de una movilización ciudadana contra un modo de ejercer el poder que se continuó inmediatamente contra la guerra de Irak. Todo eso y mucho más fue real, no fue una pesadilla.

También es real que Aznar, que entonces no se molestó en interrumpir sus viajes entre Europa y EE UU haciendo de portavoz de Bush con los europeos y prefirió ignorar y negar aquella molestia, sigue impune de esta y otras fechorías. Y que Rajoy, que acudió a administrar el desastre y las mentiras, está ahí en algún lugar. Y que Álvarez Cascos, del que ignoramos a qué se dedicó durante los seis días en que pasearon el barco arriba y abajo pero que finalmente dictaminó que lo mandasen “al quinto pino”, disfruta de medallas y prebendas. Todo eso también es real.

Como que aquella fue la oportunidad para que la nueva generación que mandaba en el PP desde la calle Génova de Madrid apartase al fin a un incómodo Fraga, echase a un díscolo Cuíña y colocase en su lugar en la Xunta a quien ahora la preside, Núñez Feijóo. Aquella fue su hora.

El agua del océano es amarga; con petróleo, más. Esta sentencia son otras dos tazas de ese caldo amargo.

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