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Carlos Slepoy, un lugar desde el que resistir

El abogado Carlos Slepoy

Juan Diego Botto

Hace unos días moría en Madrid Carlos Slepoy, Carli para los amigos, después de una vida dedicada a luchar por la justicia.

Slepoy fue detenido en el 76 en Argentina a pocos meses del golpe de Estado de Jorge Rafael Videla. Fue torturado y algunos de sus compañeros serían posteriormente asesinados. Forzado al exilio, no dejó de trabajar por la justicia como abogado laboralista en España.

Fue motor imprescindible del proceso abierto contra Pinochet y otros represores del cono sur y formó parte del hecho insólito e histórico que supuso la detención del dictador chileno en Londres. Abrió junto con otros letrados la puerta de la justicia universal y de la mano de las víctimas fue un actor fundamental en los procesos abiertos contra las dictaduras argentina, chilena y guatemalteca.

En los últimos años Carli trabajaba en la querella presentada en Argentina contra los crímenes del franquismo. A la vista de que en España no se habían perseguido –siguen sin perseguirse– los delitos de genocidio y lesa humanidad perpetrados por el régimen del general Franco y a la luz del mismo principio de justicia Universal que habilitó los casos de Pinochet o de Scilingo, Slepoy presentó en Argentina una querella para tratar de dar amparo a las víctimas del genocidio español.

Por todo ello somos centenares las personas que siempre tendremos una eterna deuda con Carlos Slepoy.

Pero Carli no era eso. No era, al menos, solo eso. Trataré de explicarme.

Hay una secuencia de una hermosa película de Marcelo Piñeyro en la que un padre juega con su hijo a un juego similar al Risk. El objetivo de la partida es conquistar el mundo, ir arrebatando al otro jugador sus países hasta que finalmente uno domina el mundo. Ese día el hijo por fin parece que va a ganar a su padre. Este, interpretado por Ricardo Darín, ha perdido todas sus posesiones y solo le queda el minúsculo Estado de Kamchatka. Y de repente, desde allí, desde la pequeña Kamchatka consigue aguantar el envite del resto del mundo. Desde ese lugar incierto, impensable e inesperado consigue sostener la partida y evitar una derrota que parecía cantada.

En el film el padre y la madre –interpretada por Cecilia Roth– son dos militantes contra la dictadura en pleno año 76 en Argentina y Kamchatka viene a representar ese lugar desde el cual resistir contra todo pronóstico. Ese lugar necesario desde el cual mantener los principios, desde el que sostener el pulso al destino.

Para mí Carlos Slepoy era eso, Carli era Kamchatka, ese lugar desde el que resistir.

Tenía esa sonrisa que te devolvía la esperanza en el ser humano, esa sonrisa forjada en la derrota y el amor a la vida. Esa sonrisa de quien ha sido torturado, de quien ha sido disparado por la espalda, de quien sabe de veras lo que te puede arrebatar el fascismo pero a su vez es conocedor de un secreto íntimo y profundo: que no nos pueden arrebatar la sonrisa porque la justicia está de nuestro lado.

Slepoy era activista desde el profundo amor a la vida. Confiaba en la capacidad del ser humano de construir un mundo más justo y decente en el que la explotación y la opresión no tuvieran cabida. En el que los dictadores pagaran por sus crímenes y la justicia fuera igual para todos. Y, a pesar de su convencido anticapitalismo, jamás despreció las pequeñas victorias ni dio por perdida una batalla. Carli le apostó siempre al infinito pero no rechazaba los pequeños logros.

Tenía ese optimismo que te desarmaba y esa alegría que hacía buena la máxima de “si no se puede bailar no es mi revolución”. Ese era Slepoy. El hombre que me enseñó que cuando todo parece perdido siempre hay un lugar desde el que resistir.

Recuerdo con nitidez el día en que la Audiencia Nacional española condenó a Scilingo –militar argentino que participó en los vuelos de la muerte donde se arrojaban a opositores vivos al río de la Plata para hacerlos desaparecer– y a la salida, con Estela Carlotto a su lado, me agarró la cara y me dijo: “Estos son nuestros HIJOS, vamos esos HIJOS, carajo”.

Recuerdo la plenitud de su felicidad ese día. También recuerdo las innumerables derrotas en las que era él quien te levantaba y te daba motivos para mantener el optimismo convenciéndote de que la próxima batalla se ganaba seguro.

Un día de 1982 en la plaza de Olavide de Madrid Slepoy intervino en una pelea callejera tratando de calmar a un policía borracho y fuera de servicio que asustaba a unos jóvenes apuntándoles con su pistola. Aquel hombre le disparó un tiro en la espalda. Las secuelas de aquella bala terminaron por postrarlo en una silla de ruedas y las constantes infecciones y complicaciones de aquello finalmente acabaron con su vida.

Me cuentan que en su funeral se cantó, se brindó y se celebró su vida. Yo no pude estar allí porque estoy fuera de España de modo que no he visto el féretro ni pude ver sus cenizas. Por eso me niego a creer que se ha muerto el hombre que me enseñó el secreto de su sonrisa y me hizo creer que, efectivamente, la historia es nuestra y la hacen los pueblos.

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