In, Inde, IndePPendencia
Parece cada vez más claro que el “referéndum” del 1-O no será un referéndum ni nada que se le parezca, pero algo será. Ernest Urtasun (Eurodiputado de ICV) lo califico recientemente en un programa de televisión matutino como una gran protesta contra el PP. Y pensamos que no se equivoca. Posiblemente ese será el mínimo común denominador de los que se movilicen, y será también un sentimiento ampliamente compartido por muchos ciudadanos catalanes que no salgan a la calle, no quieran la independencia y rechacen la alocada carrera hacia el precipicio impulsada por los partidos nacionalistas durante estos últimos años. Todos unidos frente al PP.
El PP gana elecciones, pero concita al mismo tiempo un enorme rechazo entre amplios sectores de la población española. Según el último barómetro del CIS de julio, un 55,3% de los ciudadanos declara que nunca votaría al PP, con toda seguridad. De media, el conjunto de españoles, sitúan al PP en el 8,26 de la escala de ubicación ideológica de los partidos (de 1 a 10). Un porcentaje alto de ciudadanos (40,5%) situaba al PP en las posiciones 9-10 de la escala de ubicación ideológica (es decir, en la extrema derecha). Esta cifra aumentó sensiblemente desde que ese partido llegó al poder (en enero de 2012 era del 27%). Paradójicamente, fue incluso más baja en las legislaturas de Aznar (la cifra se situó generalmente entre el 20-25%).
En Cataluña estas cifras alcanzan cotas aún más altas. De media, los catalanes sitúan al PP en el 9,22, casi un punto por encima del conjunto de españoles. Dos de cada tres catalanes creen que les gobierna un partido de extrema derecha. Así lo cree el 81% de los votantes de En Comú Podem y el 88% de los votantes de ERC (los votantes del PDCAT opinan de manera similar, pero el pequeño tamaño de la muestra impide ser más preciso a este respecto). Las cifras en el conjunto de Cataluña se han situado en niveles muy elevados desde que el Centro de Investigaciones Sociológicas genera datos sobre este indicador, a finales de los ochenta, y aunque descendieron ligeramente en los años noventa, se han mantenido generalmente por encima del 50%.
¿Está justificada esta percepción? Probablemente no. Por muy conservadoras que nos parezcan sus políticas, austericida su respuesta a la crisis, o autoritarias sus formas, resulta difícil equiparar al PP con partidos de extrema derecha como el FN en Francia, AfD en Alemania, o Fidesz-Unión Cívica en Hungría. No resulta fácil encontrar politólogos o sociólogos fuera de España que consideren al PP como un partido de extrema derecha, o que hayan escrito trabajos en los que clasifiquen al PP entre el bien estudiado grupo de partidos de derecha radical existentes en Europa.
Los votantes del PP, a diferencia de los de los partidos de la derecha radical, se tienden a autoubicar en posiciones de derecha moderada (en torno al 7,5 de la escala ideológica individual). Solo un 20,8% de los votantes del PP consideran que están votando a un partido situado en las posiciones 9-10.
Sin embargo, las percepciones sociales son las que son y tienen efectos significativos. En Ciencias Sociales manejamos lo que se conoce como el teorema de Thomas, que afirma que “si las personas perciben una situación como real, ésta lo será en sus consecuencias”. En Cataluña, el PP ha sido socialmente percibido como un partido de derecha radical desde su propia fundación a partir de la antigua Alianza Popular, y esta percepción ha tenido profundas implicaciones en la evolución de la política catalana, y todo indica que va a seguir teniéndolas.
Se argumentará, con buena parte de razón, que esa percepción ha reflejado el empeño (exitoso) de otras fuerzas políticas en estigmatizar a dicho partido. En esta dinámica han participado activamente la práctica totalidad de fuerzas políticas del arco parlamentario catalán (salvo quizás Ciudadanos).
Tampoco les faltará razón a quienes argumenten que el PP se ha ganado a pulso esa nefasta reputación. Cuando el PP comenzó a normalizar su imagen en la mayor parte de España (a partir de inicios de los 90), convenciendo a una parte creciente del electorado de que sus credenciales eran plenamente democráticas, y logrando ser percibido como un partido “centrista” que competía directamente con el PSOE por el apoyo de los segmentos moderados del electorado, esto no sucedió en Cataluña.
Sin entrar a juzgar motivos y estrategias específicas, el PP no dudó en situarse al margen de consensos ampliamente consolidados en la escena política catalana (política lingüística, reivindicaciones de mayor y mejor autogobierno, etc.), alineándose junto a grupos minoritarios que se consideraban damnificados por esas políticas. Su actitud hacia la reforma del Estatut de 2006 ha sido generalmente señalada como uno de los elementos clave que han provocado el malestar que ha desembocado en la actual situación de polarización y fragmentación social experimentada por la sociedad catalana.
La movilización independentista, que ha ido adquiriendo momentum en los últimos años, se ha nutrido en buena parte del malestar derivado de la crisis económica y de las medidas de austeridad aplicadas por todos los niveles de gobierno como respuesta a la crisis fiscal y financiera experimentada por las arcas públicas. El rechazo al gobierno del PP y a sus políticas, que en el resto de España se volcó en la defensa del Estado de bienestar (mareas), o en la denuncia de las desigualdades intergeneracionales derivadas de la crisis (15M), fue canalizado por las élites nacionalistas catalanas hacia un planteamiento de ruptura del status quo institucional y político.
Su lectura estratégica del momento ha consistido en aprovechar la “ventana de oportunidad” abierta por la crisis para alcanzar los objetivos máximos del proyecto nacionalista (o cuanto menos explorar esa vía ante la expectativa de poder consolidar avances sustanciales en dicha dirección). En una hábil maniobra de “evitación de la culpa”, las fuerzas nacionalistas transfirieron la responsabilidad de la crisis y de los recortes en las políticas sociales (iniciadas de motu proprio y con entusiasmo por el gobierno de Artur Mas) al gobierno central en manos del PP, aprovechando el elevado grado de estigmatización de ese partido en Cataluña.
El rechazo al PP, como exponente de un modo de entender la política con el que la mayor parte de la sociedad catalana no se siente en absoluto identificada, fue transformado en un rechazo a la idea de España, proyectando sobre ésta todas las características negativas que tradicionalmente se asociaban a dicho partido (centralismo, autoritarismo, clientelismo, corrupción, y un largo etc.).
La reciente maniobra propagandística puesta en práctica por las fuerzas independentistas (con el apoyo de Podemos, que parece confiar en beneficiarse con ello del debilitamiento institucional que pueda derivarse de los efectos de dicha crítica) destinada a equiparar al PP y al conjunto de las instituciones políticas y judiciales españolas con el régimen franquista constituye un claro ejemplo de esta pauta.
La realidad paralela generada por dicha propaganda ha conseguido “ilusionar” a amplias capas de las clases medias catalanas con la idea de que, frente el desagrado ante las actuaciones de un gobierno (aspecto claramente coyuntural, por mucho que una legislatura pueda durar cuatro años), resulta no solo legítimo el proyecto de separarse de un Estado (dimensión estructural donde las haya), sino hacerlo de manera unilateral y “desobedeciendo”.
De este modo se incorpora una retórica populista que justifica la insurrección contra el ordenamiento jurídico vigente, al considerar a éste último como obra de fuerzas políticas y sociológicas que tutelan al Estado desde la Transición y sostienen al PP en el poder en España.
En estas condiciones, frente a la opinión pública catalana, el gobierno del PP tiene muy difícil salir airoso de cualquier intervención que realice en Cataluña, por mucho que gradúe la intensidad de la misma. Peor aún, cualquier actor que se sitúe al lado del PP, “modere” las críticas al gobierno, o entre en negociación con ellos, corre un serio riesgo de deslegitimación en Cataluña. Esto coloca al gobierno del PP en una posición muy incómoda y convierte la situación en un galimatías endiablado.
No resulta sencillo entrever como el partido que (por acción, omisión, y/o como víctima de las maniobras de otros) está indisolublemente ligado a la aparición del sinsentido de la “IndePPendencia” pueda articular propuestas viables y concretas que permitan contribuir a resolver este gigantesco enredo. Si a partir del 2-O el gobierno del PP quiere convencer a algún interlocutor nacionalista de que se siente a negociar, su oferta debe resultar creíble para actores políticos y sociales acostumbrados a pensar en el PP como un enemigo frente al que hay que imponer un “cordón sanitario”. Se trata de una situación que puede obligarle a “sobrepujar”, solo para comenzar a hablar.
El PP podría planteárselo (lo que en la literatura se conoce como estrategia de “Nixon goes to China”, en referencia al viaje insospechado de un presidente estadounidense del partido Republicano, Richard Nixon, a la China comunista a principios de los setenta para desbloquear una situación de hostilidad entre ambos países, pero los costes que afrontaría en el seno de su propio partido y los que se vería forzado a imponer al resto del país, podrían ser muy elevados. Esto convierte el problema en especialmente intratable, y aumenta los incentivos para que el gobierno del PP renuncie a cualquier vía de salida dialogada, incrementándose así la probabilidad de que sigamos instalados en esta espiral de polarización social y política hacia ninguna parte.