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Dashiell Hammett en Wall Street

Dashiell Hammett. / Effigie / Gtresonline

Manuel Fernández-Cuesta

“Me han contado que tanto el alcalde como el gobernador son de su propiedad: así que harán lo que usted les diga.”

Dashiell Hammett, Cosecha roja (1929)

El 10 de enero de 1961 moría, Hospital Lennox Hill, Nueva York, Samuel Dashiell Hammett, el escritor que, como dijo Raymond Chandler “restituyó el crimen a su lugar natural: la calle”. El expediente del FBI, veinticinco años bajo vigilancia, sospechoso de actividades antiamericanas según la Comisión McCarthy, es decir, comunista, tenía 278 páginas. Uno de los guionistas mejor pagados de Hollywood al final de los años 30, el creador de personajes como Sam Spade y Nick y Nora Charles, acabó endeudado, perseguido por la justicia y el alcohol, devorado por un cáncer de pulmón. La lectura de Hammett, a la luz del estado de corrupción permanente, es más que un reconocimiento literario: es una manera directa, seca y salvaje, hard-boiled, de entender qué está ocurriendo -mientras una banda de gangsters dispara sobre la nuca del Estado de bienestar- detrás de las cortinas, en el aterciopelado reservado de un restaurante, allí donde gestos y palabras se convierten en testaferros, paraísos fiscales, recalificaciones, ingeniería financiera, sobornos: política y economía.

Alejado de la novela policíaca (o de crímenes) convencional, ajeno a los salones de caoba, las copas de jerez y el primoroso arte de la deducción, la obra de Hammett, arqueólogo del incierto presente, patea la calle, se sumerge y bucea en ella, rastrea bares sin luz, callejones, hasta comprender lo oculto, aquello que no se debe saber, aquello de lo que no se puede hablar. Su silencio ético le llevará a la cárcel, seis meses, en 1951, al negarse a colaborar con unos interrogatorios abusivos, carentes de legitimidad. Figurar en “la lista negra” era una moderna y definitiva condena al ostracismo. Ser acusado, en el país de la libertad, de algo parecido a “desafección al régimen”, suponía exclusión social, laboral. Hammett ya no escribía.

Su última obra larga, El hombre delgado (1934), más allá de clasificaciones académicas y géneros narrativos, desvela lo arbitrario de la autoridad al tiempo que rompe, para siempre, los cristales del orden social. Todo tenemos -frente a la irrefrenable destrucción de lo social- algo de huidizos agentes de La Continental. Del mismo modo que el propio autor conservó siempre, sombrero, gomina, bigote y tabaco sin filtro, ese aire entre cínico y descreído de detective, en Baltimore, de la Agencia Pinkerton.

Resulta paradójico que Hammett, escritor cercano a la mirada realista de Faulkner, Steinbeck o Hemingway, miembro del Partido Comunista de EEUU y del Congreso de Derechos Civiles de Nueva York, antifascista en la década de los treinta, activista político desde que abandonó la escritura (quizá pensó que no podía decir más), fuera voluntario -no existe contradicción- en las dos guerras mundiales del siglo XX. Violentamente moral, ajeno a la idea del interés y el beneficio, su Sam Spade, interpretado por Humprhey Bogart en El halcón maltés (John Huston, 1941), contiene -por ejemplo- todos los matices psicológicos del que se sabe condenado, de antemano, por diferente.

En sus novelas y relatos, los diálogos rasgan el aire y la tensión narrativa golpea al lector; el ritmo, entre el sincopado ragtime y el lacónico jazz de Chicago, hace casi imposible respirar y las metáforas, afiladas garras, desvelan una acidez que brota de un estómago inundado de ginebra. Radical en su prosa, Hammett huye de la justicia poética que acompaña la derrota, pese al halo de prestigio, incomprensible, que conlleva. Veterano combatiente, su cuerpo reposa en el Cementerio Nacional de Arlington (Virginia), un cementerio militar pegado al Pentágono y escoltado por el río Potomac, junto al Memorial de Iwo Jima, la Tumba al soldado desconocido y los hermanos Kennedy. El destino parece una petaca de whisky olvidada en una gabardina: inútil.

Frente a la inicial tradición detectivesca (Poe, Conan Doyle, Chesterton, entre otros), trufada de elegancia discursiva, enigmas y agradable lectura, Hammett observará la realidad y los conflictos humanos desde otro sitio. Su punto de vista será ético, político, una mirada desgarrada y alternativa, descriptiva del desorden, que debería ser leída hoy como necesario contrapunto al erotismo light que nos invade, al culto a la extrema sensibilidad del “ego mutante” y a la banalidad que preside nuestra existencia. Los personajes serán esbozados con pinceladas descriptivas y diálogos que callan más de lo que expresan. Las escenas, encadenadas, se resolverán en dos frases o en una conversación entrecortada por un disparo.

Todo en Hammett está teñido de incredulidad e ironía. Tanto en las tramas y argumentos como en la resolución (o no resolución) de los hechos, Hammett muestra con claridad -Robespierre y Marx al fondo- que las condiciones materiales determinan el lugar desde el que se mira, cómo se piensa y qué se dice: el lugar de la libertad. La podredumbre moral de la sociedad (y sus consecuencias) será el tema de su (nuestro) tiempo. Hammett describirá, brochazos de verdad, la miseria que se pretende ocultar: el espacio del capitalismo.

Es fácil acceder a sus libros. Existen varias ediciones, muchas, con excelentes traducciones. He transportado dos volúmenes por varios países. Manejo, en este momento, la edición de Debate, Novelas y Relatos, Madrid, 1994, con notas introductorias de C. Bértolo, al que he usurpado, al límite del plagio, algunas de las ideas aquí expuestas. El halcón maltés, La llave de cristal, La maldición de los Dain o sus cuentos recogidos en Un hombre llamado Spade, Muerte y Cía o Ciudad de pesadilla, por citar solo algunos textos, arrojan un esperpéntico destello de neón sobre el sentido de las relaciones sociales y el submundo que acompaña las diferentes formas de explotación. Pese a que algunas palabras hayan perdido su sentido originario, pese a que el paso del tiempo haya alterado el contenido de los diccionarios hasta hacerlos irreconocibles, quede fijada aquí la siguiente afirmación: Hammett es un escritor materialista. Materialista y dialéctico. Un autor imprescindible para comprender el presente.

Comprometido (otro término desacreditado por el neoliberalismo) con la realidad y el tiempo que le tocó vivir, afín a los republicanos españoles durante la Guerra de España, Hammett, sentado ante la llamada Comisión McCarthy, preguntado sobre las actividades del Congreso de Derechos Civiles, sostuvo una posición parecida a la denominada “estrategia de ruptura”, teorizada años después, en la Argelia colonial, por el abogado Jacques Vergès. Como dijo ante las humillantes e ilegítimas preguntas, responder “suponía reconocer en primera instancia que el Estado tenía derecho a formular semejantes preguntas”. Esta responsabilidad moral, la determinación de su razón cívica, le costó, ya se ha dicho, la cárcel.

Considerada género menor, despreciada -durante muchos años- por la crítica, la novela negra, una variante ágil y directa del realismo social, se alza hoy, igual que lo hizo en los años 30, como la mejor manera, quizá la menos afectada, de contar los dobleces de la realidad. Políticos corruptos, el mercado -grandes corporaciones transnacionales- que determina, con decisiones tomadas en secretos consejos de administración, la vida y destino de millones de personas, los medios de comunicación, transmisores del pensamiento dominante, comprados a golpe de anuncio y subvenciones o jueces presionados por instancias jerárquicas superiores serían, en la actualidad, perfectos personajes. Las tramas posibles son conocidas, en Wall street y en cualquier rincón del mundo.

Detective de lo real, Dashiell Hammett (1894-1961) mostró, como pocos, las vísceras del sistema. Leer sus obras, frente al oscurantismo del presente eterno, no es una mera cuestión literaria. Es una forma más de resistencia y combate.

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