Dinastías cotidianas
La película acaba de cumplir 20 años, pero tiene mucho que ver con otra muy reciente. La de 1994 es de Disney y comienza así: sobre una roca que domina una gran planicie, un mono sacerdote eleva al aire a un cachorro de león. Bajo la mirada satisfecha de su padre y de su madre, la reina, las manadas de animales clavan la rodilla en el suelo en señal de vasallaje. Ha nacido el rey león. Su mensaje es claro: en el orden natural de las cosas o eres león, o eres mono o clavas la rodilla. Si naces antílope, nunca serás rey. Eres señor, clero o vasallo, per natura, por la fuerza de la sangre. Si eres jirafa o jabalí, si eres rana o cebra, no arguyas capacidad o mérito. Limítate a rezar.
La película reciente comienza así: por la puerta grande del templo de la soberanía popular ha entrado el nuevo rey con su esposa y sus hijas; diputados y senadores han entrado por los laterales. Esta vez, el obispo estaba en la tribuna de invitados, pero en la colina estaba el presidente del poder legislativo que ha actuado como el mono-sacerdote de la película. En la planicie, sentados aunque deseando clavar en el suelo sus rodillas en señal de vasallaje, los representantes elegidos por el voto de la ciudadanía, el pueblo de la selva con sus diferentes facciones o especies: neoliberales y nacionalcatólicos del PP, neofalangistas de UPyD y tribunos de la plebe del PSOE, barones de la izquierda desde tiempo inmemorial, republicanos de boca chica.
Curioso que tengamos que ir a Hollywood en busca de referentes culturales monárquicos. Y curioso también que habiendo cada vez menos reyes de sangre en el planeta, la sociedad civil se nos esté llenando de nuevos dioses, reyes y tribunos. Los señores del Gobierno, de las administraciones públicas o de la banca –ésos grandes hombres que llevan una gran mujer detrás o debajo– heredan, con naturalidad, las jefaturas de servicio, las cátedras universitarias, las embajadas, los generalatos, e incluso los ministerios. ¿Quién puede escandalizarse por estas pequeñas dinastías cotidianas, si así se accede a la mismísima jefatura del Estado? ¿Quién se escandalizará de que un día nuestros hijos claven la rodilla ante el patrón, si eso es lo que hacen nuestros alcaldes ante los reyes cada vez que los dejan y porque no los dejan más?
La Segunda República no fue sólo un cambio en la forma del Estado, si hubiera sido sólo esto aún perduraría. Significó sobre todo la abolición del vasallaje y el nacimiento consiguiente del estatuto de la ciudadanía. El contrato social –ese expediente imaginario que rige de forma previa a la constitución histórica– cambió su enunciado. Ya no decía: “A partir de ahora te someterás a la voluntad de Dios, del Rey o de los tribunos civiles o militares de la Nación”. Decía: “Sobre todo lo que afecta a mi estatuto de ciudadano, mi libertad, mi vida, mi memoria, mi nombre... no decidirás ni por la fuerza de las armas, ni por la gracia de Dios, ni siquiera por el poder de los votos”. Decía, por decirlo de otra manera, que sólo yo tengo derecho a equivocarme en lo que más quiero y más me concierne, y que ni reyes, ni tribunos, ni Dios, decidirán sobre lo que sólo yo puedo decidir.
Este estatuto de la ciudadanía, que es el reflejo del paradigma democrático, no soporta la monarquía. Y no es porque el rey mande más o menos, no es porque sea cara o barata, bella o fea; es por la herencia. A la jefatura se accede por sangre, por especie, por ser león, no por capacidad o mérito. Es verdad que en las repúblicas perduran las clases sociales, pero siempre habrá alguien que empezó vendiendo periódicos. En las monarquías, si naciste para vasallo del cielo te caerán los clavos. Lo mejor que puedes hacer no es mejorar tus capacidades y desarrollar tus méritos, sino acercarte a la corte, buscar a un sapo, besarlo y si es príncipe casarte con él.
Lo grave no es tanto que nuestras hijas quieran ser como Letizia –eso es un problema estético–, sino que un día doblen la rodilla ante Leonor –eso es un problema ético y político–. Si lo hacen, si la película de la historia termina como la de Disney, habremos perdido la Razón con mayúscula –la que atruena en marcha, la que nos acompaña al reivindicar el estatuto de ciudadanía y la abolición del vasallaje– y las razones con minúscula: la memoria de cada uno de los muertos en las cunetas por este orden laico, de la libertad, la igualdad, la ley y la república federal.