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Edward Said in memoriam (2003-2013)

Un cartel con la imagen de Edward Said colocado en el muro israelí de Cisjordania. Foto: Justin McIntosh, CC.

Patricia Almarcegui

Coincidí con Edward Said en tres ocasiones. En la primera, en 1998, pude conversar largo con él sobre los orientalistas españoles, cuyos nombres y trabajos conocía. Cinco años más tarde, un día como hoy, moría tras una leucemia contra la que había luchado trece años. Catedrático de Literatura Inglesa y Comparada en la Universidad de Columbia de Nueva York desde 1977, había nacido en Palestina, se había criado en El Cairo y había sido educado en Estados Unidos. A pesar de su atractiva trayectoria intelectual, se le sigue recordando principalmente por su defensa de la causa palestina, primero como miembro del Parlamento en el exilio de 1977 a 1991, luego desmarcándose de Yasir Arafat, para terminar defendiendo un Estado binacional. De allí, la defensa de Said por ciertos actores políticos y también la dificultad y desinterés que existe para recordar su figura públicamente. Pues o bien se relaciona solo con dicha causa o con la defensa de elementos vinculados falsamente al mundo árabe e islámico, los cuales siguen apareciendo frente a muchos ojos como los grandes enemigos de Occidente. Repasemos algunos de los elementos más importantes de su obra.

En 1978, Said publica su libro Orientalismo, un estudio que convulsiona y sigue convulsionando la percepción del mundo árabe y musulmán. A partir de entonces, se acuña el término orientalismo o la forma en que se configura la imagen de Oriente en Occidente, en la que este último proyecta su superioridad y poder. Una tesis que obliga a repasar y cuestionar la relación entre ambos a los largo de la historia. Por decirlo de alguna manera, a partir de Orientalismo nadie puede ser inocente cuando habla del mundo árabe y musulmán.

Las ideas de Said no surgen de la nada, forman parte de las revisiones culturales inauguradas a partir de la época de disolución colonial, además de las lecturas de Michel Foucault, Antonio Gramsci y Frant Fanon. A pesar del estilo algo farragoso del libro, que irá aclarándose y haciéndose ejemplar en obras posteriores como en Cultura e imperialismo (1992), y las lagunas y carencias de su método –con grandes críticas, entre las más acertadas las del antropólogo James Clifford– sus afirmaciones merecen la pena ser recordadas. Más aún tras las revueltas árabes, cuando se vuelve la mirada hacia Oriente y se describe con las mismas imágenes y estereotipos negativos que Said denunció y que, desgraciadamente, se repiten desde hace siglos. Por citar solo algunos. La incapacidad democrática del pueblo árabe. Todos los árabes son musulmanes y todos los musulmanes son fanáticos y fundamentalistas. Y todo problema social y político de Oriente es un problema religioso.

La aportación de Orientalismo al origen y desarrollo de los Estudios Poscoloniales y Subalternos fue definitiva. Los primeros investigan los efectos del conocimiento producido en los países colonizadores sobre los países colonizados y los segundos, los grupos excluidos durante siglos de la sociedad debido a su etnia, raza, género o religión. Lo más curioso es que las críticas más exacerbadas a los trabajos de Said derivan de estos estudios.

Su labor como comparatista –quizás uno de los grandes descubrimientos de la Historia de la Cultura– es también admirable. Con la conciencia crítica y el humanismo secular que siempre defiende, sabe moverse y desplazarse de una disciplina a otra con gran libertad y, además, ampliarlas hasta Oriente. No en vano el exilio es una de las formas culturales en las que mejor se ve representado, pues le permite estudiar desde fuera o la periferia el objeto de investigación. Como hace Joseph Conrad, a quien dedica su tesis de doctorado en 1969, cuando elige la lengua inglesa para describir el Congo, o él mismo, quien habla de Oriente desde uno de los centros más poderosos del saber de los Estados Unidos, la Universidad de Columbia, y de Estados Unidos a partir de su condición palestina.

Asimismo destaca su postura como intelectual. Siguiendo a la de los filósofos franceses de mayo del 68, cuyos textos fueron básicos para los humanistas norteamericanos, Said se convirtió también en un activista político. Y, a pesar de que al final de su vida prefería que se le conociera como tal, si no hubiera publicado sus ideas previamente, quizás no habría llegado a dicho activismo, tan ajeno, por otro lado, a una gran parte de los intelectuales europeos en los últimos años.

La obra de Said ha tenido también muchas críticas. Una de las más interesantes procede de las últimas revisiones culturales: ¿son los estudios poscoloniales y subalternos una nueva forma de poder? Y quizás la más oportuna: ¿hasta qué punto es justificable una defensa política a partir de una experiencia vital?

Tras el inicio de las revueltas árabes, pensé muchas veces en Said. ¿Cómo se habría sentido después de conocer que los que habían sido súbditos durante mucho tiempo pasaban a ser soberanos? Desgraciadamente, hoy lo sé, pesimista, pues el mapa apenas ha cambiado, e Israel, que aplica el colonialismo en los territorios ocupados palestinos, sigue siendo quien marca la política regional e internacional en la región.

En definitiva, la obra de Said sigue siendo básica para aproximarse a la realidad mundial, donde cada vez se hace más evidente la forma en que bloques y disciplinas han estado imbricados e interconectados y no han tenido una realidad homogénea. Y, puesto que las crisis económicas y las revueltas han puesto en evidencia la separación que ha existido entre la teoría y la práctica, la figura de Said emerge como una posibilidad y ejemplo de aunarlas.

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