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Elección directa de alcaldes: el clavo ardiendo de Rajoy

Chesús Yuste

Pues, después de todo, parece que en el PP hay gente que piensa y, más allá del discurso oficial triunfalista, han caído en la cuenta de que las últimas elecciones europeas también han supuesto un severo castigo para ellos, aunque la debacle del PSOE y la dimisión de Rubalcaba haya dejado el desgaste gubernamental en la penumbra. Solo así se explica que, de repente, el Gobierno afronte el verano enarbolando la bandera de la regeneración democrática.

Pero no se entusiasmen, no es que ahora vayan a arrojar luz sobre el caso Gürtel o a expulsar a sus imputados o a prohibir las donaciones de empresas a los partidos o a ampliar los medios policiales y judiciales contra la corrupción. Al contrario, su oferta regeneradora pasa por la elección directa de los alcaldes. ¿Y qué tendrá que ver la corrupción con el sistema que rija las elecciones municipales? ¿Son acaso menos corruptos los alcaldes que gozan de amplias mayorías absolutas frente a los equipos de gobierno de coalición de varios partidos? La experiencia más bien apunta a lo contrario: las mayorías absolutas que se perpetúan casi sin oposición generan una sensación de impunidad que parecen ser caldo de cultivo para corruptores.

¿Por qué lanzan esta propuesta ahora? Porque algún sesudo analista del entorno de Moncloa ha valorado que el PP puede rentabilizar exageradamente su previsible posición de fuerza más votada en las elecciones municipales de mayo de 2015 frente a la nueva correlación de fuerzas en la izquierda que anuncian no las encuestas, sino las urnas de verdad del 25-M, que, aunque europeas (esto es, menores), han consagrado sin duda un nuevo sujeto político, Podemos, sin cuyo concurso parece difícil que puedan construirse mayorías alternativas desde la izquierda.

Con el PSOE en sus horas más bajas, abordando su enésima renovación, amenazado con un final trágico a la griega; con Podemos rehuyendo cualquier pacto preelectoral que le impida apurar todas sus opciones de movilizar a millones de desencantados sobre todo del PSOE; y con IU, abriendo el paso a una nueva generación dispuesta a ganar y a converger en una nueva mayoría de izquierdas; en ese escenario el PP confía en poder mantenerse como partido más votado y blindar por ley su eventual victoria, prohibiendo las coaliciones postelectorales.

¿Se atreverá este Gobierno a aprobar una reforma electoral en solitario? No debería. ¿Se atreverá el PSOE a pactar con el PP una reforma de esta importancia a pocos meses de las elecciones, alimentando así la imagen de PPSOE que tanto daño le está haciendo? Tampoco debería (a pesar de que en su programa hablaba de elección de alcaldes a doble vuelta). Y fundamentalmente no deberían porque supone un golpe de incalculables consecuencias al sistema democrático español. Y no necesariamente porque el presidencialismo de la reforma del PP resulte ser menos democrático que el sistema actual, sino porque se trata de un cuerpo extraño que altera nuestro ordenamiento en busca de unos réditos partidistas inmediatos sin medir las consecuencias futuras del cambio.

No podemos olvidar que toda la arquitectura institucional de la democracia española se basa precisamente en el parlamentarismo, no en el presidencialismo. Al presidente del Gobierno español lo elige el Congreso de los Diputados. A los presidentes autonómicos, sus respectivas asambleas legislativas. Al alcalde, el pleno municipal de entre sus concejales. Incluso, cuando se podía elegir democráticamente al Jefe de Estado, la tradición española dejaba esa función en manos del Parlamento. ¿Qué sentido tiene reformar la elección de alcaldes en dirección contraria al resto de instituciones? ¿O acaso es el primer paso para presidencializar todas nuestras instituciones y desparlamentizar la democracia española?

Tras más de tres décadas de proceso autonómico, a ninguna de las 17 comunidades autónomas se les había ocurrido experimentar con ninguna reforma electoral. Y ahora, con la excusa de la desafección ciudadana por la política, las reformas que impulsan los gobiernos del PP consisten en reducir el número de electos para frenar la creciente pluralidad, como en Castilla-La Mancha, o en imponer un sistema hipermayoritario, en lugar de más proporcional, como se barajó en la Comunidad Valenciana.

Cuando el 15-M acampaba en las plazas de España poniendo de manifiesto, entre otras cosas, el déficit representativo de nuestras instituciones al grito de «no nos representan», señalando la distancia creciente entre representantes y representados, recuerdo que el entonces presidente de la Generalitat valenciana, el Sr. Camps, reaccionó proponiendo una reforma electoral a la inglesa, para que la ciudadanía pudiera estar en contacto con su representante, que ejercería de «parlamentario de distrito». No sé si la relación estrecha entre parlamentario y ciudadano de que hace gala el sistema británico podría satisfacer o no a quienes demandaban una democracia real ya, pero lo que conllevaría esa reforma electoral estoy seguro que era lo último que esperaba el movimiento de los indignados.

Y es que sustituir el vigente reparto provincial de los escaños mediante el sistema proporcional corregido que blinda el bipartidismo, por distritos uninominales de elección mayoritaria, supondría no sólo excluir de la representación a todo el abanico de opciones minoritarias, sino multiplicar el peso de las mayoritarias (eso sí, mayoritarias a nivel estatal y a nivel autonómico o provincial). En las últimas elecciones a Westminster, por ejemplo, los conservadores con solo el 36% de los votos obtuvieron el 47% de los escaños y los laboristas con el 29% alcanzaron el 39% de los escaños, mientras que los liberal-demócratas, que fueron el partido revelación con el 23% de los sufragios, se tuvieron que conformar con solo un 8% del Parlamento. Basta esta imagen para comprobar que el sistema mayoritario inglés beneficia como ningún otro al bipartidismo y castiga cruelmente a las fuerzas minoritarias por muy emergentes que sean.

Como veis, al PP no se le ocurre idea buena. Y lo peor es que lo visten de regeneración democrática. ¿O tal vez pronunciaron mal y pensaban en degeneración? Aunque también podría ocurrir que, más allá de lo que prevean los oráculos del poder, sea precisamente esta reforma electoral, metida con calzador, la que obligue a articular amplias coaliciones preelectorales de las izquierdas políticas y sociales que terminen resultando ser las listas más votadas.

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