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Elogio de la sociedad civil

Javier Gallego

No todo son fracasos ni decepciones. Esta semana hemos cosechado una victoria que muchos compartimos, el éxito de la iniciativa popular de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca aceptada a trámite en la Cámara Legislativa. Es un éxito enorme, uno de los más grandes aunque no el único, ni mucho menos definitivo, pero sí muy esperanzador, de una forma de hacer política que se está extendiendo y contagiando. Es el éxito de la constancia, voluntad y capacidad de movilización de la sociedad civil.

Repitamos esas dos palabras, sociedad civil, porque de ellas depende nuestro presente y futuro. De ellas ha dependido siempre pero la mayor parte lo habíamos aparcado en la cómoda apatía del bienestar. El malestar nos ha hecho volver a ella. Estamos perdiendo mucho de lo que habíamos ganado pero hemos recuperado un pilar fundamental de la democracia que habíamos perdido como colectivo: la sociedad civil. No me cansaré de repetir esas palabras.

La sociedad civil es el arma más poderosa que tiene la ciudadanía. El ciudadano que, en estos tiempos, se siente indefenso y hasta ridículo con el voto arrugado en la mano como si fuera un manojo de flores marchitas para una cita con una democracia que no se presenta, se está reencontrando a sí mismo como ciudadano a través de la forma colectiva de hacer política. Está recuperando el terreno que ha cedido a la política de salón por haber quedado demasiado tiempo en el salón de su casa viendo la televisión.

Hemos dejado que los que partidos se apropien en exclusividad de la política pero cuando hemos visto que la estaban desgraciando, hemos empezado a reclamar que nos devuelvan el sitio que nos corresponde. Políticos somos todos. Política tenemos que hacer todos. La política tenemos que hacerla entre todos. Y los que no se sumen, tendrán menos voz y menos voto. Su voto valdrá lo mismo en las urnas pero pesará menos en el recuento diario de la política. Los que voten sin participar podrán alzar al poder a sus inmóviles partidos pero verán como una oleada les pasa cada día por encima y les ahoga o les arrastra. Veremos.

Lo hemos visto esta semana con la clase política, arrastrada por la oleada de la sociedad civil que les arrincona y atemoriza. El poder teme a la sociedad civil porque sabe que es el único contrapoder que le puede hacer frente durante esos cuatros años entre elecciones en los que se mueve a sus anchas. En esos periodos solo tiene que lidiar con la opinión pública que puede ser incómoda, incluso molesta, pero raramente inquietante o peligrosa.

Y mucho menos en nuestro país, donde la opinión pública está parcial y tristemente desactivada por una parte del periodismo que la manipula y utiliza como una forma de propaganda de la mafia a la que pertenece y parapeta. Por eso es tan importante que la sociedad civil traslade el debate y la acción a otro campo de batalla, el de la calle y el de las redes, las redes sociales y las redes de barrio, distrito y organización regional o nacional. Ahí la opinión pública es menos controlable y más infecciosa. Ahí la opinión pública se transforma en sociedad civil.

Eso está ocurriendo ahora en nuestro país: la opinión pública se ha puesto en movimiento y el político de salón tiene miedo. El miedo está cambiando de bando. El síntoma más claro es que la casta política hace todo lo posible por desacreditar a la sociedad civil. La llama, paradójicamente, incivil, incivilizada, violenta, antisistema. La acusa de acosarles, de no dejarles hacer política, como si la política fuese monopolio exclusivo del político. No, señores. Hoy en día la política la está haciendo la sociedad civil. Ustedes están a otra cosa, tapando agujeros y mentiras, atornillando sus butacones al suelo y pactando sus pensiones vitalicias y contratos con sus amigos empresarios. Ustedes están secuestrando la Casa de todos para hablar con su amigo el del Banco Central Europeo. La política no está en el Congreso, lo siento. La política hoy la están haciendo los ciudadanos a las puertas del Parlamento.

El enemigo de la sociedad civil no está solo en ese político que se parapeta tras los muros de la Cámara. Está también en la propia sociedad, en aquellos que no respeta en bien común y no actúan como ciudadanos responsables. Contra estos también debe movilizarse la sociedad civil. Hay que dejarle de reírle las gracias al que roba o quiere cobrar en negro o te cuenta el chanchullo para escaquearse del curro o de la Hacienda de todos. Hay que señalar a ese como la sociedad civil ha decidido señalar al político corrupto y al político que no atiende a sus demandas. Hay que conseguir que unos y otros desaparezcan.

Yo soy optimista. Veo cómo se derrumban los monolitos de la política más caciquil, podridos por la corrupción, el servilismo y codicia. Y mientras ello se derrumban, una parte de la sociedad, la que se interesa incluso por los que no se interesan por nada, se está alzando, se está levantando, se está moviendo y está actuando.

Soy muy pero que muy optimista. Aunque estamos perdiendo mucho y aunque algunos lo están perdiendo todo hasta la esperanza, yo estoy convencido de que vamos hacia un país mejor. Peor es casi imposible por otro lado. Pero vamos hacia un país con mejores ciudadanos. Mejores ciudadanos hacen mejor democracia, mejor sociedad y mejor país. Hay mucha gente que me demuestra que podemos hacerlo. Sí se puede.

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