Estafas
- Como losas han caído en los últimos días sobre nosotros dos falsificaciones suculentas: la conversión de las exequias de Suárez en un espejo de condolencias lastimeras y la criminalización de la manifestación multitudinaria que inundó Madrid marchando, con su dignidad a cuestas, desde la España desangrada
Es éste un tiempo de falacias. Conviene caminar con pies ligeros para huir de ellas, con objeto de que no nos aplasten. Como losas han caído en los últimos días sobre nosotros dos falsificaciones suculentas que, apresurándose, han tratado de taponar el paso a la realidad que amenazaba con mantenernos los ojos abiertos. De un lado, la conversión de las exequias de Adolfo Suárez en un espejo de condolencias lastimeras, en cuyo reflejo intentaron recomponer su imagen los mismos que, en vida, le empujaron al olvido. De otro, la criminalización –previa jibarización, a cargo de los medios oficiales, que cada día son más– de la manifestación multitudinaria que inundó Madrid marchando, con su dignidad a cuestas, desde la España desangrada.
Suárez es ya una figura trágica e inmortal de nuestra historia, alumbrada por dos comadronas impías pero muy fotogénicas, de cara a la grandeza: la traición y la enfermedad. No me cabe duda de que merecía un entierro de estadista: quienes no lo ameritaban eran sus verdugos, que acudieron a darse un baño oportunista en el agua bendita de la Transición, antes finamente embotellada y hoy vendida a granel, en un intento desesperado de blanqueo.
Por suerte para nosotros, la función se vio sacudida por una parte del pueblo, que inesperadamente le despidió gritando vivas a la democracia, y reprochando a los de ahora no hacer política como debieran. Triunfo de Suárez más allá de la muerte: convertir lo que hizo, y más allá de lo que hizo, en algo que nos representa, en un bien tangible por defecto, en una loa –y nada revolucionaria: moderada, centrista– a lo que nos falta. Su epitafio bien podría ser: “Señorías, dejen ya de joder, y arréglenlo”, en claro aviso a los flatulentos habituales. Eso es lo que a mí me queda del más o menos discutible primer presidente: lo que quiso que España fuera, con la ayuda de todos.
De las Marchas de la Dignidad habrá que recordar lo que sabemos. Que eran muchos, que eran diferentes, que venían de los distintos campos de la protesta, y que esto no termina aquí, con el carpetazo mediático con que uno de los brazos armados de la Ley, la delegada del Gobierno en Madrid, pretende cerrar el caso: multa para los organizadores por no haber sabido contener a los violentos. Perdóneme, señora, por haber pensado, desde otros tiempos mucho más adversos –los de Suárez: cuando mataban los fascistas, cuando ETA mataba–, que incumbe a las fuerzas de la llamada seguridad localizar y detener a los delincuentes.
Con este astuto guirigay de multas y de quejas tal vez quieran encubrir los arriba mandantes –y quizá, también, mangantes– lo mucho que les deja el culo al aire el hecho de haber tenido a 1.700 agentes antidisturbios mirando a los pacíficos manifestantes mientras permitían que un número menor de uniformados se vieran desbordados por los reventadores. Sólo se me ocurre una explicación, y es que en la retorcida lógica de este Gobierno, que utiliza la represión como único sistema de diálogo con la ciudadanía, fueran los componentes de las marchas, en su reivindicación tranquila de derechos, los verdaderamente peligrosos. Y los otros, los matones, simples aliados. Brutos útiles.
Deciros que, de nuevo, hemos sufrido los ardides de la maniobrera astucia del sistema. Y, espero, sobrevivido a ellos.
A por más, que no van a faltarnos.