Évole no es ETA
Horas antes de empezar Salvados, mucha gente ya había condenado a Jordi Évole. Sin ver la entrevista a Arnaldo Otegi, llovían las críticas, los insultos y hasta las amenazas. Sin haberse levantado el telón, el ruido ya era ensordecedor. Y sin embargo, al final, a pesar del riesgo, terminado el programa de La Sexta, no me cabe la menor duda: mereció la pena.
Puede que algunos prefieran seguir ciegos y sordos, ignorar la nueva realidad y apalancarse en un estado de negación crónico. Tremendo error. Creo que para España y muy en especial para la sociedad vasca, es mucho mejor un Otegi libre y sumergido en el debate político que un mito privado de libertad y con la capacidad de expresión cercenada.
Cuando la fuerza de las balas ya ha dejado de ser argumento, llega el momento de darle alas a las palabras y los pensamientos. Ahí es donde entra Évole y su capacidad de retratar la simpleza del discurso de Otegi. La frialdad de sus razonamientos. La tibieza de sus condenas.
Gracias al Salvados del domingo y a la entereza de Sara Buesa, sabemos que Otegi puede regalar un día un mechero de Euskal Herritarrok a su padre Fernando y pocas semanas después no condenar su asesinato. Es más, aún hoy, dieciséis años después y a pesar de reconocer que internamente se le “movió algo en términos humanos” da a entender que no en términos de estrategia política.
También que está harto de que se le recuerde la lucha armada y prefiere hablar del futuro, aunque, eso sí, no va a condenar ahora lo que en su día apoyó.
Y descubrimos que para Otegi el asesinato de Salvador Allende (1973) es un momento determinante en el debate de la toma del poder por las armas y que, años después, cuando está cumpliendo su segunda condena, a raíz de la muerte de su madre, reflexiona sobre los momentos de dolor que debieron pasar todos y cada uno de los hijos, esposas, hermanos, madres, padres y amigos de las más de 800 personas asesinadas por ETA cuando recibieron la tremenda noticia de sus asesinatos.
Y por fin llegamos a la tarde del sábado 12 de julio de 1997. Miguel Ángel Blanco había sido secuestrado y toda España estaba en tensión ante el ultimátum de ETA. A pesar de la multitudinaria manifestación en Bilbao de la mañana, a las 16:50 los pistoleros descerrajaron dos tiros en la cabeza de Miguel Ángel en un descampado de Lasarte (Gipuzkoa). Otegi -contó en Salvados- se enteró de la noticia en la playa de Zarautz, donde descansaba con su mujer y sus hijos: “un día normal, sí me llamó la atención el silencio que había”. ¿Y no pudiste hacer algo?, le preguntó Évole. “Alguna iniciativa hubo...y no voy a decir más”.
Los silencios en periodismo suelen ser especialmente dañinos. Por eso programas valientes como los que está haciendo Jordi Évole son necesarios. Como también lo es el debate público sobre ellos. Comprendo que la tormenta del domingo fue especialmente virulenta, pero tenemos que aprender a filtrar lo que ocurre en las redes. Escuchar, sí. Pero por muy organizados que estén y por mucho que griten, hay que poner sordina a los de siempre.
Évole no es perfecto y sus programas tampoco, pero está consiguiendo, y no es poco, que nos reenamoremos de un periodismo y una televisión al servicio de la gente, tan escasa en nuestro país, incluso en las cadenas que llevan el apellido de lo público como seña principal de identidad.