Huelgas sí, pero sin molestar
Corría el año 1980 cuando mis padres me llevaron, sin duda por error, a ver una película llamada… 'Y al tercer año resucitó'. Con once años recién cumplidos, yo apenas entendía nada de la supuesta comedia satírica que se desarrollaba delante de mis ojos. En los insufribles noventa minutos que duraba, se describía supuestamente aquella España que empezaba a salir del franquismo. Era una España dirigida por vagos, maleantes, maricones y putas que habían sumido al país en el caos y la violencia más absoluta. La “genialidad” que hilaba toda la trama era la resurrección de Franco, mientras que de la burda moraleja ya se hacía spoiler desde el mismísimo cartel promocional de la película; en él se veía un esbozo de retrato del dictador que sentenciaba: «No se os puede dejar solos».
No tengo dudas de que Tejero y el resto de golpistas que unos meses después asaltarían el Congreso de los Diputados debieron sentirse ultramotivados tras ver aquella impúdica denigración de la democracia. Yo, supongo que por ser un crío, solo me quedé impactado por una escena que aún recuerdo vagamente (perdonen si hay alguna inexactitud, pero no he vuelto a ver aquel engendro). En una sala, una prostituta y varios maleantes beben y ríen mientras programan caprichosamente la convocatoria de centenares de huelgas para joder a los españoles de bien. Quizás tenga que ir al psicólogo, pero cada vez que asisto a una campaña política y mediática para deslegitimar una huelga, me viene a la mente aquella imagen que pintaban los herederos del franquismo de ese derecho constitucional tan fundamental para los trabajadores.
Han pasado casi 40 años de aquello y, sin embargo, el ataque a los huelguistas se basa en patrones parecidos. Obviamente, los tiempos han cambiado y con ellos las formas. Las toscas caricaturas pseudofascistas que dibujaba Fernando Vizcaíno Casas en el libro en que estaba basada la película ya no serían tan eficaces, pero la criminalización del trabajador viene a ser la misma. Ayer fueron los mineros, unos malditos subvencionados; después los vagos de los profesores; el verano pasado le tocó el turno a los privilegiados controladores aéreos; después a los estibadores que tenían la desfachatez de pedir, entre otras cosas, que no les quitaran sus contratos indefinidos; hace un par de meses los trabajadores de la limpieza del aeropuerto de Ibiza, a los que no les importaba manchar la imagen de España por su egoísta pretensión de cobrar las nóminas atrasadas que les adeudaban sus jefes.
Hoy salen a escena los empleados de seguridad del aeropuerto de El Prat que constituyen un buen ejemplo, ya que representan un caso prototípico. Una gran empresa, en este caso la mayoritariamente estatal Aena, tiene externalizada la mayor parte de sus servicios “para ahorrar costes”. Con ese fin otorga la concesión al mejor postor, esta vez Eulen, que se compromete a ofrecer la misma prestación a un precio muy inferior. Casualmente, y ya de paso, la empresa adjudicataria tiene vínculos con dirigentes políticos afines o con amiguetes (entre los directivos de Eulen figura la hermana del presidente de la Xunta de Galicia). No hay que ser muy inteligente para, al margen de sacar las debidas conclusiones de esas relaciones familiares, suponer que la reducción de costes solo será posible bajando los salarios y la calidad del servicio. Así, un trabajador de seguridad de El Prat, con la subrogación a Eulen, pasó a perder cerca de un 20% de su sueldo, de la noche a la mañana. Los nuevos contratos se depreciaron más del 30% hasta quedarse en 900 euros netos mensuales. Menos sueldo y más trabajo porque se alargaron los turnos y se les obligó a incrementar el ritmo debido a la falta de personal. ¿Y de verdad les sorprende que esté pasando lo que está pasando?
Ante todo esto, los responsables de Aena, es decir el Gobierno, dicen que el problema no va con ellos; y, lo que es peor, buena parte de los pasajeros de El Prat afectados por la huelga, en lugar de arremeter contra la empresa, la toman con los trabajadores. “Se pueden reivindicar los derechos laborales de otra manera, sin molestar a nadie”, decía un turista español en televisión, harto de esperar horas en la cola del control de seguridad. La frase de este ciudadano, siguiendo la estela marcada por numerosos políticos y tertulianos, resume perfectamente el estado de la cuestión. Hay mucha gente, y entre ella numerosos trabajadores, jubilados y hasta parados, que ha comprado la idea de que se pueden y se deben convocar huelgas que no molesten a nadie.
Si ya este derecho constitucional se encuentra más que pisoteado por las reformas laborales de los últimos gobiernos y por la imposición de unos servicios mínimos generalmente abusivos, ahora parece que debemos dar un paso más. Quizás habría que inventar las huelgas-ficción o, mejor aún, las huelgas virtuales en las que los trabajadores tengan que seguir ejerciendo sus tareas, pero se les permita aparecer fotografiados, con los brazos caídos, en sus perfiles de las redes sociales. Seguro que los empresarios se cagaban de miedo y aceptaban, inmediatamente, sus reivindicaciones. Puede parecer ridículo, pero quizás no estemos tan lejos de ello; hace ya años que se planteó seriamente la creación de un “manifestódromo” en las afueras de Madrid para que desfilasen por él los colectivos agraviados sin molestar al resto de los mortales; y últimamente nos resulta más cómodo protestar en Twitter y tranquilizar nuestras conciencias firmando una petición en Change.org que echarnos a la calle para reivindicar nuestros derechos.
Después de tanto tiempo y de tanta lucha, quizás las nuevas tecnologías combinadas con el discurso ultraliberal imperante consigan aquello que, sin duda, soñó aquel escritor franquista que no dudó en resucitar literaria y cinematográficamente a su queridísimo dictador.