La igualdad y la conciliación pasan por la jornada laboral de 35 horas
Recientemente, Felipe González declaraba en la Cadena Ser que este es el siglo de las mujeres, el mayor yacimiento de talento aún desaprovechado. Añadía que la productividad aumentaría con jornadas más cortas. Lo explicó con un ejemplo: “Si yo fuera un empresario que pudiera producir durante veinticuatro horas, me vería enfrentado a decidir entre dos turnos de 12 horas, tres turnos de 8 horas o cuatro turnos de 6 horas. Pues bien, lo más productivo, y lo que yo elegiría, serían 4 turnos de 6 horas”.
Parece muy racional el planteamiento, y especialmente importante para las mujeres. De hecho, aún más racional es lo que ya explicaba Alva Myrdal hace casi un siglo: supongamos una pareja en la que uno de los miembros (en general el hombre) tiene una jornada laboral de 45 horas a la semana y el otro (en general la mujer) no tiene empleo. Si esa mujer se incorpora al empleo y la jornada legal máxima se reduce a 35 horas semanales, esta pareja aportará 70 horas semanales en lugar de 45.
Las ventajas de una reducción de la jornada máxima legal a 35 horas semanales (y de la eliminación de los incentivos a la contratación a tiempo parcial) son múltiples. En primer lugar, las personas estarían más satisfechas y serían más productivas. Además, en las familias biparentales el riesgo de pobreza se reduciría sustancialmente, pues en caso de fallar uno de los ingresos quedaría el otro. Se aprovecharía el capital humano de todas las personas, incluidas las mujeres que ahora están “inactivas” (en realidad trabajando en el hogar), desempleadas o subempleadas (incluyendo en esta categoría la inmensa mayoría del empleo a tiempo parcial).
Hay muchas más ventajas. Ente ellas la de la mejora del capital humano. En Francia uno de los efectos de la Ley de las 35 horas semanales fue el incremento del tiempo que las personas asalariadas dedican a la formación. ¿No es fundamental este dato en un siglo en el que sectores enteros se crean y se destruyen de la noche a la mañana? Destacaremos por último, pero no menos importante, que, con una jornada máxima de 35 horas semanales, todas las personas (incluidos los hombres) podrían dedicarse a su familia, aprovechando así el enorme capital cuidador de los hombres que ahora se desperdicia.
La configuración de un mercado de trabajo con jornadas en general a tiempo completo y cortas es una condición indispensable para avanzar en productividad, en calidad de vida y en equidad; con especial atención a la equidad de género. No es la única condición, pero sí es absolutamente necesaria para que hombres y mujeres puedan compatibilizar empleo de calidad con vida personal y familiar.
¿Hacia donde vamos? Desgraciadamente en sentido contrario. Es cierto que unas pocas mujeres pueden llegar a lideresas de partidos políticos o a presidentas. Esta situación está ya tan normalizada que ni siquiera es objeto de especial atención el hecho de que en países importantes como Chile la contienda electoral se esté desarrollando entre dos mujeres, o que en España las dos personas políticas más valoradas sean dos mujeres (Rosa Diez y Uxue Barkos), y no es la primera vez que es una mujer la más valorada (María Teresa Fernandez de la Vega lo fue por mucho tiempo). Pero es igualmente cierto que la mayoría de las mujeres no llega a tener un empleo decente; y mucho menos pueden compatibilizar su empleo con la maternidad.
También es cierto que la mayoría de los hombres (que también tienen trabajos precarios aunque estadísticamente menos precarios que los femeninos) no podrían compatibilizar su empleo con una paternidad responsable, empezando por que en la mayoría de los países, incluido España, solamente tienen unos días para estar con sus criaturas, y después los horarios de trabajo no dan para llegar a casa a tiempo de verlas despiertas.
Este es el presente, un problema real que se agudiza sin que nuestros gobernantes hagan algo más que crear comisiones parlamentarias que se eternizan sin obtener resultados, como la llamada Subcomisión para el estudio de la Racionalización de Horarios, la Conciliación de la Vida Personal, Familiar y Laboral y la Corresponsabilidad. Esta Comisión, que después de más de un año de trabajo ha emitido su informe, identifica correctamente los problemas, entre otros que España es el tercer país de la UE con jornadas más largas y que existe consenso sobre el hecho de que habría que equiparar los permisos de paternidad con los de maternidad. Sin embargo, la Comisión no hace ni una sola propuesta concreta; solamente aconseja al Gobierno que promueva una “nueva ley de conciliación y corresponsabilidad” y que realice “los estudios económicos oportunos”.
Mientras se hacen esos estudios, todas las crisis (económica, social, medioambiental y demográfica) siguen avanzando, alimentadas por estos problemas estructurales y agravadas por el desmantelamiento del sistema del bienestar. El desmoronamiento de las tasas de fecundidad, en particular, nos augura un futuro sin criaturas y con muchas personas mayores a las que mantener y cuidar.
Los gobiernos siguen cerrando los ojos y sin contestar a las preguntas evidentes: ¿quién consumirá si las economías europeas se basan cada vez más en la exportación, si los salarios son cada vez más bajos y si la inseguridad sobre el futuro es cada vez mayor según se desmantelan todo tipo de servicios públicos? ¿Cuántas mujeres se decidirán a ser madres en estas condiciones? La Comisión Europea augura que en 2050 la tasa de dependencia demográfica será más del doble que la actual si seguimos por este camino (y estas estimaciones son anteriores al desplome adicional de la fecundidad que se ha producido en los dos últimos años). ¿A cuántas personas dependientes tocarán las jóvenes de hoy si, además, la mitad de la población (los hombres) siguen prácticamente ausentes de las tareas de cuidado? ¿Qué vida espera a las personas que para 2050 estén en situación de dependencia funcional? ¿De quién será el siglo XXI? Por el momento no parece que tenga visos de ser nuestro.