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Lázaro de Tormes: corrupción, mentiras y oro

Manuel Fernández-Cuesta

“Yo oro ni plata no te lo puedo dar, más avisos para vivir muchos te mostraré”

Lazarillo de Tormes (1554)

La corrupción, extendida como la peste que asoló Europa en el siglo XIV, es uno de los males de nuestra época. Una enfermedad política, económica y social, vicio de corte y aldea, que pone en peligro, en tiempos de incertidumbre y descrédito de las instituciones y los partidos, la democracia de mercado. Entre nosotros, enquistada tradición histórica, sus formas son variadas, tan ricas y diversas, que sería imposible establecer una tipología precisa del fenómeno.

Desde el soborno al concejal de urbanismo para que recalifique unos terrenos y, de paso, coloque en el ayuntamiento a un pariente, a los grandes montajes financieros, con sus testaferros de plomo, sociedades interpuestas y paraísos fiscales, pasando por el apuesto yerno del Rey, de profesión sus balonmanos y fundaciones deportivas sin ánimo de lucro, con docenas de correos electrónicos y cortesanas descalzas en funciones de intermediación (Hola, 6 de marzo, 2013, páginas 72 y 73), para terminar en el Partido Popular, neocon, tardofranquista y reaccionario, carroñera gaviota ávida de recortes, rodeado por la alargada sombra, casi de ciprés, del caso Gürtel, la compañía del Bigotes y el esquiador Bárcenas.

Más allá de la sobriedad castellana o de la pólvora valenciana, se recomienda seguir, el caso Millet y el Palau de la Música de Barcelona, los negocios de los descendientes del matrimonio Pujol-Ferrusola, con la aparición estelar de la amante de un vástago, o el reciente arreglo judicial (y contable) de Unió Democràtica de Catalunya por la trama Pallerols: cosas de la pequeña burguesía autonómica. Al sur, que también existe, los ERES; al noreste, José, Pepiño, Blanco, diputado del PSOE por Lugo, Gran Cruz de la Orden de Carlos III, Operación Campeón, de parranda por gasolineras. La España plural es una fiesta. Pese a esta rápida enumeración -hay muchos más casos abiertos- nunca fue la corrupción actividad mal vista. Quizá sea nuestro sustrato católico, perdón por confesión, tres padresnuestros y a otra cosa, frente a la rigidez, ilustró Max Weber, del capitalismo protestante.

El presente se hace eterno. En el agitado siglo XVI, umbral del XVII, España era un mundo ruin habitado por pícaros y rufianes, mortecinos clérigos, hidalgos de miseria, pobres y prostitutas; una sociedad de condenados de la tierra que el estado autoritario e imperial, alimentado por el señuelo de las riquezas de América, pretendía ocultar. El país se resquebrajaba dejando al descubierto una fragilidad política, antesala del barroco que se retuerce en su esencia católica, con Lázaro de Tormes (bajo el adjetivo “picaresca” discurre una novela materialista, erasmista, anticlerical), tratando de sobrevivir en la angostura toledana. Sofía de Grecia, la princesa favorita de Franco, abnegada esposa, madre entregada y Reina de España, acude, hace unos días, al Cristo de Medinaceli, una iglesia junto al Hotel Palace, Madrid, vestida de viernes y milagro, ovación y cariño de las beatas, por aquello de pedir tres deseos y cambiar la suerte: “estos son mis poderes”, dijo el Cardenal Cisneros.

Publicado en 1934, Universidad de Harvard, El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650 (Ed. Ariel, varias ediciones) del profesor Earl J. Hamilton, brillante hispanista y fundador de la corriente cuantitativista de la historia económica es, junto al anónimo Lazarillo de Tormes (1554), la novela Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán (1599, segunda parte impresa en 1604) y Rinconete y Cortadillo (de la serie Novelas ejemplares, 1613), de Cervantes, uno de los textos esenciales para entender la evolución de la economía española desde 1501, origen de nuestra ruina, así como para imaginar una intrahistoria paralela de la corrupción. Que el declive económico de la península ibérica coincidiera, década arriba, década abajo, con el inicio del Concilio de Trento (1545), la Contrarreforma que supuso una renovada potencia política para la Iglesia Católica, que este Concilio supusiera la reinstauración de la Inquisición (vigente en España desde 1478), con el nombre de Santo Oficio, con el uso legítimo de la tortura para obtener confesiones, y que este Concilio, concluido en 1563, supusiera la creación del “Índice de libros prohibidos” (1557) son solo coincidencias nefastas.

Sumergido en los archivos, contable de una historia imposible que destrozó el incipiente desarrollo económico nacional, Hamilton destaca que “derramados sobre Europa en cantidades gigantescas, el oro y la plata americanos precipitaron la revolución de los precios, la cual a su vez influyó de forma decisiva en la transformación de las instituciones sociales y económicas en los dos primeros siglos de la Edad Moderna”. Sevilla era la capital del tesoro; el río Guadalquivir, teñido de oro y plata. Los Reyes Católicos y los primeros (y delirantes) Austrias concedieron a la ciudad el monopolio del comercio y el control, por medio de la Casa de Contratación, de los metales entrantes. La fractura social se incrementó. La corrupción, de pequeño bolsillo y de Estado, que venía germinando, floreció. El pícaro, sin posibilidad de ascenso social, escondido en el patio de Monipodio, hará uso del engaño, fraude o robo. Frente al poderoso que organiza convolutos en salones, cacerías y cumpleaños, algunos se conformaban, Lázaro, con comer más uvas que el ciego. Nunca el hambre generó corrupción, sino deseos de justica social, política y poética. “¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que yo comía dos a dos y callabas.”

Malversadores del erario público y amigos de lo ajeno, estafadores, prevaricadores de varia especie, defraudadores: la panoplia de tipos penales no conoce límites. Desde 1939, por fijar una fecha, vivimos en un estado de corrupción permanente que la democracia de mercadillo no ha querido combatir. Una corrupción generalizada que riega la vida nacional con savia de éxito. El fraude fiscal crece, mientras desciende el número de inspectores. La relajación ética sobre esta cuestión, más allá de la momentánea indignación, es síntoma de la enfermedad. Sobre un escenario desnudo, Rafael Álvarez, El Brujo, repasa la vida de Lázaro, “comenzóme el estómago a escarbar de hambre”. Cruje el patio de butacas ante la historia en marcha, cuya verdad, en forma de desgarro, aparece cada día. Algunos, nerviosos, miran la hora en su reloj, un Audemars Piguet: el favorito del Rey.

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