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Madrid: horizonte 2020. Más sombras que luces

Carteles promocionales de la candidatura olímpica de Madrid / Fotografía: EFE

Observatorio Metropolitano

Un ligero cosquilleo en el estomago antes de conocer la decisión de COI. Un cierto orgullo de pertenencia a una ciudad que nunca ha parecido necesitar de ese tipo de sentimentalismo. Incluso una vaga necesidad de colaborar en el voluntariado de las tareas de apoyo. Tales son algunos de los elementos de la sensación programada que debiera producir la candidatura de Madrid a los Juegos Olímpicos. Y tales fueron previstos por Gallardón en su persistente obcecación por obtener el rango olímpico como colofón a su gestión municipal.

Conviene recordar, una vez más, la creciente y amenazante desafección de los madrileños respecto de los partidos con representación y lo urgente que es cualquier iniciativa que estimule la comunión ciudadana. Sin embargo, en lo que se refiere a la candidatura 2020 los criterios de «gobernanza» no son ya el motivo principal. Madrid, y no sólo el municipio sino toda la región y su enorme extensión metropolitana que, desbordada de los límites autonómicos, supera de largo los siete millones, vive sus horas más bajas. El elevado endeudamiento municipal de 8.000 millones de euros, se suma a los más de 600.000 parados en la Comunidad Autónoma, en el contexto de un crecimiento económico negativo que, con la excepción de 2011, cuenta ya cinco años.

El debate en torno a la candidatura olímpica debe, por eso, considerarse dentro del marco de la crisis y especialmente en relación con el modo de «salida» que se propone. Aquí es preciso reconocer que Madrid, a diferencia de otras ciudades, no ha tenido un modelo urbano explícito; esto es, un proyecto de ciudad discutido públicamente, alentado por unas políticas municipales y autonómicos diseñadas de forma acorde y sostenidas por una alianza visible de actores sociales y económicos. Antes bien, en los años buenos, el notable éxito de la ciudad, se basó en su posición como centro rector de un conjunto de procesos que en poco o en nada habían sido previstos por la administraciones madrileñas. Sencillamente, la globalización de las empresas españolas (en su mayoría con sede en Madrid), el crecimiento de los sectores anejos a las mismas (como los servicios a la producción), la especialización financiera de la capital que ahora resultaba funcional, por no decir central, en la gestión de la mayor burbuja inmobiliaria del planeta (la española), hicieron de Madrid la ciudad rica y próspera, y también cruel y desigual, que hasta hace poco conocíamos.

Madrid no requería entonces, no al menos de forma urgente, de una estrategia de posicionamiento global a través de eventos deportivos o culturales con el fin de atraer turistas e inversiones. Estos venían por añadidura: de la expansión de las multinacionales españolas y de la euforia inmobiliaria del país que además de tener su sede financiera en la capital, aprovechaba el burbujeante crecimiento urbano de la región. Durante este tiempo, las administraciones se limitaron sencillamente a acompañar este movimiento, ampliando las instalaciones del IFEMA y del aeropuerto, otorgando toda clase de facilidades a los agentes empresariales (externalizaciones, contratos públicos, licencias para toda clase de proyectos), proveyendo ingentes cantidades de suelo urbanizable y aplacando toda posible crítica que apuntara a una simple racionalización de este modo de crecimiento.

Todo esto, no obstante, ha empezado a quebrar, de hecho, quizás sólo estemos en el principio. Por descontado, la economía madrileña ha sufrido de los mismos males que el resto del país. El desmoronamiento del mercado inmobiliario ha arrastrado a los empleos en la construcción, las industrias auxiliares y la intermediación financiera. El endeudamiento público que tiene su raíz en los años de bonanza (recuérdese el enterramiento de la M30 para el caso madrileño) ha paralizado la obra pública y ha empujado a la ruina a buena parte de sus proveedores Pero la crisis amenaza también con llevarse por delante a las joyas de la corona de la reciente fortuna madrileña.

El colapso del que en 2010 todavía pasaba por el «sistema financiero más sólido de Europa» ha acabado por hundir Bankia, segundo conglomerado financiero de la región y el único con un mínimo de «gestión pública». Además, una creciente porción del negocio de las empresas multinacionales españolas se realiza fuera del país y cada vez resulta más propicio trasladar parte de la actividad de gestión y mando a donde hay oportunidades de beneficio. Al mismo tiempo, el aeropuerto de Barajas ha perdido siete millones de pasajeros, perdiendo rápidamente su posición entre los 11 primeros del mundo. Y es seguro que la absorción de Iberia por British Airways, facilitada por la imposible posición de Bankia, contribuirá a deteriorar aún más la situación. La caída del turismo de negocios ha sido aún más espectacular. Y como inevitable avance de lo que viene, buena parte de la inversión en la logística aeroportuaria y en hoteles de cuatro o cinco estrellas ha empezado a ser desmantelada.

¿Es la candidatura Madrid 2020, o de forma más clara la patética pleitesía hacia el empresario del juego Adelson, una apuesta de futuro para la ciudad u otra salida desesperada de una clase política sin imaginación? Sin duda las administraciones madrileñas, acostumbradas principalmente a la gestión del negocio inmobiliario y al sometimiento a los intereses de la grandes corporaciones, no tiene mucho más margen de juego que insistir en la candidatura olímpica y aceptar los chantajes de cualquier tartufo encantador de la globalización en crisis. Pero cuando la candidatura se valora en relación con el modelo de ciudad propuesto, no sólo se debe señalar que los juegos de Madrid 2020 traerán la enorme ristra de efectos nocivos que normalmente suele acompañar a la candidatura olímpica: endeudamiento público, especulación inmobiliaria, gentrificación de algunos barrios. De forma más grave, deberá anotarse como una nueva posibilidad perdida a la hora dirigir el futuro hacia un modelo de ciudad más democrático, basado en la inversión social y en una apuesta económica consistente y viable que no puede estar orientada por el doble vector del turismo y el negocio inmobiliario.

Baste decir que incluso en los propios términos de la propaganda institucional, la victoria en el COI no dejará de ser pírrica: 800.000 nuevos turistas (¡sólo un 7 % más respecto a 2011!), 50.000 nuevos empleos precarios en la hostelería y el turismo y varios miles de millones del erario público invertidos... seguramente irrecuperables.

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