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Manuel Fernández-Cuesta, el hombre de la flor en la boca

Miguel Roig

Vos sos Walt Disney, le decía: comprende que soy un animal y me has hecho hablar. Y su sonrisa se encendía hasta la carcajada. Pero en realidad era el comandante, mote que le puso seguramente Rafael Reig o Begoña Huertas en La Habana, cuando al frente de un grupo de integrantes de Hotel Kafka que nos encontrábamos allí, Manuel nos dirigía, descubriéndonos rincones de la ciudad como si él también hubiera bajado de Sierra Maestra y se hubiera hecho con las calles y las casas o conseguía traer al ministro de cultura a una clase inaugural. Un tonto hubiese dicho que era un agente cubano pero nosotros sabíamos que solo se trataba de un agente provocador. Nos sentábamos en una mesa cuatro o cinco personas y encaraba al camarero pidiendo cuatro mojitos, cinco botellas de agua y otras tantas de cerveza Bucanero. La primera vez lo miramos atónitos, después nos acostumbramos –los camareros también– ya que no solo arrasábamos con el pedido sino que repetíamos.

La sonrisa no se le caía nunca del rostro. Podía contarte verdaderos dramas, acabar el quinto descafeinado, encender el noveno cigarrillo y decirte: paguemos y vamos al Urban a tomar un gin tonic. Como buen marxista sabía que toda tragedia se repite en farsa. Y como buen ateo, me consta, solo creía en Constantino Bértolo.

Rara era la vez que en alguno de nuestros encuentros no abriera la mochila y sacara de ella tres o cuatro libros, no necesariamente de su editorial, que iban a parar a mi biblioteca. Tengo decenas de ensayos, imprescindibles la mayoría, que me han convertido en mejor persona. Esa era otra cualidad suya: hacerte sentir mejor, creer que puedes comprender el mundo y compartirlo. Porque junto con los libros, Manuel me trajo a mí y a todos nosotros, nuevos amigos que se fueron incorporando a la vida cotidiana: May, Salvador, Cayo, George, Christian, Marta, José Antonio, María, Luis, Mariano, Antonio… Es una larga lista, una red que él iba tejiendo y nos iba vinculando unos a otros para que fuéramos mimando nuestra propia relación. La única red que no fue capaz de montar es aquella que no detuvo la caída.

Tendría que haberme dado cuenta que la sonrisa que nunca se esfumaba de su cara era como aquella flor de Pirandello –escritor al que leía con gozo, tanto como a Sciascia–, la flor que la muerte dejó en la boca de su célebre personaje para pasar a buscarla el día menos pensado.

Hasta siempre, comandante.

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