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Miserables

Miembros del coro de la Solfónica protestan en el Congreso contra la Ley de Seguridad Ciudadana. / Marta Jara

Juan Diego Botto

Nada tan estimulante de primera mañana como ver a un ministro del Gobierno de España defendiendo, ufano, que se ha saltado la ley. Este jueves le oímos decir que sí, que ha infringido la ley, pero que era la única manera de defender la patria. Así se mostró Fernandez Díaz en el Congreso de los diputados cuando defendió las “devoluciones en caliente”, es decir, esa práctica que vulnera la ley española y comunitaria devolviendo a extranjeros que han cruzado la frontera al otro lado en contra de su voluntad. En una muestra de bajeza ética mayúscula, el ministro llegó a decir a quienes criticaron la vulneración de la ley: “Que me den su dirección y les enviamos a esa gente”.

Señor ministro, “esa gente” acumula más valor en un gramo de su magullado cuerpo del que usted tendrá en toda su vida, “esa gente” ha cruzado media África huyendo del hambre, de la guerra, del saqueo. Esa gente merecería en muchos casos el estatus de refugiados según todos los estándares internacionales. “Esa gente” merece un trato digno porque en su mirada se espeja la de nuestros jóvenes yéndose a buscar el futuro que este país les niega.

Pero el Congreso es un espacio casi al margen de las leyes de la física y, a diferencia de cualquier otro lugar, su interior puede tender a infinito mientras su exterior se mantiene acotado espacio-temporalmente. Así, el volumen de insultos a la ciudadanía en la mañana del jueves fue ilimitado. El propio presidente del Gobierno afirmó: “La crisis es historia del pasado” y 5 millones de parados se miraron atónitos. Ese 24% de desempleados se preguntó si todos vivimos en el mismo país y si esto sigue siendo España. Los 2,7 millones de niños que viven en la pobreza o en riesgo de caer en ella debieron sentirse muy poco representados por las palabras del señor presidente.

En el país donde más ha aumentado la desigualdad social en los últimos años, en el país donde la distancia entre ricos y pobres más ha crecido en Europa, la gente debió pensar que aquello era una broma de mal gusto. No deja de ser una falta de respeto negar la realidad, una realidad grande como un elefante en una habitación de 30 metros cuadrados, y pensar que la gente creerá tu mentira. En esa afirmación se niega que el sufrimiento de los parados, de los desahuciados, de los excluidos, de los dependientes sin ayudas, de los enfermos sin medicamentos, etc, constituya motivo de profunda preocupación. No solo no preocupa, sino que uno puede congratularse porque “la crisis ya es historia”.

Pero la mañana aún dio para más y en otro Parlamento, en el regional de Madrid, el ritual habitual del insulto escaló un peldaño hasta acercarse a un relato de Charles Dickens. Se le pedía al señor Ignacio González que abriera durante las vacaciones navideñas los comedores escolares para que los niños y niñas en peligro de desnutrición pudieran tener, al menos, una comida caliente al día. La respuesta del presidente madrileño fue esta: “El principal riesgo que tienen los niños en la Comunidad de Madrid de malnutrición es la obesidad”. Y los niños de las barriadas pobres de Madrid, y sus padres y madres y los trabajadores sociales que los ven todos los días y las ONG y la gente decente que tiene ojos y quiere mirar y ver, tomó su calendario para ver en qué siglo, en qué rincón de mezquindad se quedó atrapado este hombre.

Pero no todo fueron penas. Mientras se aprobaba la Ley mordaza, esa ley que limita, sanciona y endurece la libertad de protesta y de expresión, en el Congreso de los diputados brotó la música. Los miembros de la Solfónica, el coro del movimiento 15M, interpretó desde la tribuna de invitados La canción del pueblo, una adaptación al castellano de una de las piezas más emotivas del célebre musical inspirado en la obra de Victor Hugo Los Miserables. La elección del tema y de la obra no pudieron ser más acertados. Y así, este jueves la realidad y la dignidad entraron en el Congreso de la mano de la gente. El afuera, la calle, ya se cuela por todas las grietas de un régimen en decadencia que se encierra en sí mismo para poder sostenerse.

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