Panfleto por un socialismo joven
Ser joven en España es un negocio ruinoso. No hace falta enumerar el rosario de obstáculos e incertidumbres a los que se enfrenta una persona menor de 35 años que busca encaminar su vida en nuestro país: el acceso a una vivienda, a una fuente de renta estable o a una educación de calidad que garantice un salario digno a cambio del esfuerzoes algo que cada menos jóvenes están en condiciones de esperar. Vivimos en una sociedad dónde la única certeza que tienen los jóvenes es la de tener menos oportunidades y vivir en un mundo menos igualitario que la generación de sus padres.
Los jóvenes frente al sistema
Las causas de este estado de cosas son complejas. En el núcleo del problema se encuentran desarrollos sobre los que tenemos poco o ningún poder de acción tales como el cambio tecnológico, la globalización, la terciarización de la economía, las mutaciones demográficas y la trayectoria histórica de nuestro país están en el corazón del problema. Sin embargo, para que la evaluación del problema no sea estéril es necesario centrarse en las variables en las que se puede influir desde el punto de vista de las políticas públicas. Comparando el entramado institucional de distintos países es posible distinguir dos variables que explican por qué la situación de los jóvenes españoles es particularmente mala en comparación con la de los países de nuestro entorno: las instituciones del mercado laboral y las prioridades de gasto social.
Las instituciones laborales funcionan de tal forma que la dualidad entre trabajadores estables y precarios es inevitable. Existe un grupo, bien identificado y en el que los jóvenes están muy infrarrepresentados, que tiene un trabajo estable, en cuya formación los empresarios tienen incentivos para invertir y que está mucho menos expuesto al riesgo de desempleo. Frente a este, un segundo grupo de entre un cuarto y un tercio de trabajadores empleados, que no vive en la precariedad, que no es tenido en cuenta en la negociación colectiva y que está constantemente expuesto a las fluctuaciones del ciclo económico.
El Estado de Bienestar en España está intensamente sesgado en contra de los jóvenes. Como ha mostrado la politóloga Julia Lynch, las prioridades de gasto social en función de la edad varían considerablemente entre países y el nuestro destaca por ser uno de los países dónde los jóvenes son dados de lado. No es en guarderías, educación, prestaciones por desempleo y políticas activas en lo que se pone el acento sino que, a la hora de arbitrar entre partidas de gasto nuestros políticos consideran aceptable sacrificar estas políticas a cambio de no repercutir los ajustes en la tercera edad. Esta preferencia se ha puesto de manifiesto en la reciente política de recortes y hace que el Estado de Bienestar deje a las nuevas generaciones en el borde del camino.
Este estado de cosas es desastroso, no solo porque sea injusto, sino porque mina estructuralmente la sostenibilidad de cualquier proyecto socialdemócrata al dejarlo indefenso ante los retos económicos, sociales y demográficos del futuro.
Por qué la socialdemocracia debe invertir en los jóvenes
La razón por la que es urgente y necesario replantear las políticas públicas para orientarlas hacia los jóvenes no es que los estos supongan algún tipo de prioridad ética per se. Como autores como el premio Nobel James Heckman o el sociólogo Gosta Esping-Andersen han dedicado una parte importante de su carrera a demostrar, las razones están basadas en la eficacia: tanto en la eficacia redistributiva, como en la eficiencia económica; tanto en la posibilidad de alcanzar un mayor nivel de justicia social con los mismos recursos, como en los beneficios que los jóvenes tienen para el funcionamiento de una economía moderna. Invertir en los jóvenes es por tanto una forma de superar la supuesta dicotomía entre justicia social y crecimiento.
Todo lo que sabemos sobre desigualdad nos hace pensar que cada euro gastado en reducir las desigualdades a edades avanzadas es menos eficaz que cuando se hace al principio del ciclo vital. Cuanto más tardía es la redistribución, menos eficaz. Existe una evidencia empírica cada vez más sólida que sugiere que la formación de la desigualdad se produce en edades tempranas. La razón para ello es que la familia es una fuente poderosa de transmisión de la clase social. Es mucho más eficiente gastar dinero en guarderías o en educación para aumentar la productividad de un individuo que está aún formándose y éste pueda ser valorado en el mercado laboral, que intentar redistribuir entre trabajadores más y menos productivos en edades posteriores. Dejar atrás el carácter marcadamente familiar de nuestro Estado de Bienestar mediterráneo es un paso obligado para desligar el origen social del éxito en la vida y garantizar así la igualdad de oportunidades.
Una razón adicional para priorizar la redistribución temprana es que periodo a lo largo del que se va a prolongar esa reducción de la desigualdad va a ser más largo. Es toda la diferencia que existe entre invertir en la educación de trabajadores que puedan disfrutar de sus rentas durante el resto de su vida, o gastar en el consumo de aquellos que están en el tramo final de sus ciclos vitales: simplemente, se trata de gastos que no pueden ser evaluados sin una ponderación que tenga en cuenta que el primero es una inversión y el segundo un gasto en consumo; que el primero se va a disfrutar durante un periodo mucho más largo que el segundo.
Además de servir para redistribuir mejor, priorizar a los jóvenes es una buena política económica porque invertir en las nuevas generaciones es construir el futuro. El gasto en primera infancia facilitaría la incorporación al trabajo de la mujer y aumentaría la natalidad, haciendo así viable afrontar el reto del envejecimiento que amenaza la sostenibilidad del Estado de Bienestar. Los niños y jóvenes de hoy son los contribuyentes de mañana: aumentar el número de trabajadores de las cohortes venideras fomentando la natalidad y mejorar su productividad invirtiendo en su educación, garantiza ingresos fiscales en el futuro y hace viables las políticas redistributivas. En cierta medida, la inversión en los jóvenes es una política que se paga por sí misma. Si ser socialdemócrata tiene que ver, sobre todo, con la convicción racional de que justicia social y progreso son ideas que suelen ir de la mano, es urgente repensar el modo en que gastamos el dinero público.
Finalmente, es hora de que las personas con convicciones socialdemócratas reconozcamos que las instituciones del mercado laboral condenan a los jóvenes. Ningún joven puede permitirse el lujo de tener demasiadas esperanzas en llegar a tener un empleo estable de por vida a menos que decida trabajar en el sector público. La rotación laboral es un hecho que está aquí para quedarse. Sin embargo, el gasto por persona en políticas activas y prestaciones por desempleo es exiguo mientras que la brecha en la protección de trabajadores fijos y temporales es una de las más grandes de nuestro entorno. Plantear un modelo de mercado laboral viable pasa por eliminar esa brecha con un contrato único y reconocer que, si la pérdida del empleo es probablemente algo inherente a una economía capitalista, el papel del Estado es el de proteger a los trabajadores en sus transiciones entre puestos de trabajo con subsidios que mantengan su renta y políticas activas que les ayuden a reciclarse.
Los defensores del Estado de Bienestar nos enfrentamos hoy a dos retos: el de su sostenibilidad y el de su eficacia a la hora de lograr la justicia social. Mantener un modelo social que explota y condena a los jóvenes cediendo al peso político del envejecimiento es hipotecar cualquier proyecto de sociedad justa y viable y ceder a la peor especie de cortoplacismo político: el motivado por la miopía electoral.