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El Parlamento en los platós de televisión

Rosa María Artal

“Tiene más carisma que Rajoy, más credibilidad que Pablo Iglesias y liga más que Pedro Sánchez”. “El 'pequeño Nicolás', con tan solo 20 añitos, le moja la oreja a la mayoría de los políticos de nuestro país”. Opiniones de este tenor, vertidas en la red, demuestran lo que los programas llamados de debate suponen en nuestra sociedad. Los personajes son intercambiables: políticos de cualquier ideología, periodistas, diferentes vividores –con mayores o menores problemas psicológicos–, lo que cuenta es el espectáculo. El que siempre pide más. En los circos ambulantes de la anterior miseria española –en la larga posguerra– ofertaban en cada nueva gira algo más sorprendente: la mujer barbuda o la cabra de dos cabezas, el 'más difícil todavía'. A ver, qué es lo siguiente para mantener la atención.

Los programas de opinión se han enseñoreado de la programación audiovisual. De la mañana a la noche, todos los días de todas las semanas y todos los meses. Se diría –se ha dicho– que han sustituido de alguna manera al Parlamento en discusiones básicas, dado que la apisonadora del PP lo ha convertido en un órgano inútil en la práctica. Hace tiempo que, de hecho, lo es legislando por medio de decretos-ley y al imperar, además, la disciplina de voto. Pero ya ni se escenifica la simulación.

Miles de personas se congregan, pues, ante el televisor para ver qué opinan otros sobre temas que les interesan. No tantas tampoco. Salvo que pesquen una buena pieza –que entonces sí se disparan las audiencias–, la cifra habitual se sitúa en torno al millón de espectadores. Mucho menos que un partido de fútbol o una película con cierto gancho. En el caso de los debates, eso sí, amplificados por las redes sociales. Por Twitter, con mayor precisión, que se convierte en una carrera de hashtags.

¿El Parlamento se ha traslado a los platós de televisión? Dejemos sentado que una tertulia sería la que cuenta con varios participantes fijos o asiduos que comentan la actualidad desde sus puntos de vista; y un debate, el que confronta ideas, preferiblemente con especialistas. Aquí hablamos de programas de entretenimiento. De lucha por la audiencia. No hay representatividad social como en el Congreso o el Senado. La dirección del espacio elige a sus contertulios o entrevistados en función del juego que van a darle para lograr su objetivo: la audiencia y cuanto conlleva. En un Parlamento no ocurre así, por supuesto.

En teoría, se ofrece pluralidad con personas de distintos partidos. Es evidente que en algunos casos son las propias formaciones quienes designan a sus representantes, lo que choca con lo que debe ser un programa destinado a informar. Luego están los periodistas afines al PP –cuyos postulados defienden la mayoría de ellos, como lo haría cualquier empleado del partido– y los considerados progresistas, en los que se aprecia recientemente una mayor variedad. Con notable presencia de socialistas, por ese flanco se ha roto el bipartidismo y hay más voces. También se han habilitado sillas para miembros de la extrema derecha mediática y desprestigiados esperpentos que viven una renacida edad de oro que nunca soñaron volver a repetir. Garantizan la gresca.

La audiencia suele saber qué van a decir, especialmente personas que repiten a diario en varias tertulias. Y cuándo gesticularán como si fuera la primera vez en su vida que escuchan la misma crítica exacta. Todos los días, de la mañana a la noche. Es el rito de todo espectáculo. Pero el truco no está ahí y merece la pena reflexionar sobre el porqué del éxito –momentáneo, al menos– de los programas de debate.

A las personas nos gusta hablar con otros y saber más. Las redes sociales han venido a llenar ese espacio y han fomentado la participación, el protagonismo de cada uno. La televisión ofrece la oportunidad de intervenir casi de la misma forma. Si un contertulio ofrece datos y razonamientos interesantes, puede quedarse con ellos y serle útil; pero en general muchos espectadores lo que prefieren es apostar en el combate. Ver si gana el suyo o si él cree que gana el suyo. Si tumba al contrario. Poder opinar también, criticar y, según el perfil del tuitero, insultar.

En un país presidido por un señor que habla a través de un plasma y que huye de los periodistas a la carrera por los pasillos del Senado, la oportunidad de ver bajar al ruedo a políticos también suele atraer a personas interesadas en la información. Solo que alguna carta queda marcada con la selección de preguntadores o periodistas y con el entrenamiento del político por sus colaboradores para que no se salgan del guión. Véase el caso –patético– de José Antonio Monago y sus viajes “de trabajo” a unas islas Canarias que se reducen a Tenerife y solo cuando tiene allí la novia.

Los dirigentes de Podemos, y en particular Pablo Iglesias, aprovecharon con gran astucia el sistema. Últimamente, todos los debates tenían a alguien de Podemos. Hasta estragar (todos los excesos cansan). Lo hubiera dicho la semana pasada de haber escrito este artículo, como llevaba idea; ahora se han replegado. No ha sido de la forma más airosa, en eso tienen razón algunos colegas. Pero si a estas alturas de la historia queda alguien en este país que no haya oído preguntar y responder a Pablo Iglesias sobre la renta básica y lo que cuesta, la derecha o la izquierda, o su relación con el nudo geoestratégico mundial que para el periodismo conservador español se ubica en un país de América del Sur llamado Venezuela, es que ha estado en coma. Profundo.

Pablo Iglesias desborda las audiencias allí donde va. Pero, mira por dónde, da plantón, se le sustituye por el 'pequeño Nicolás' y Mariló Montero, y petan tanto o más. Y encima los adeptos pueden comparar y opinar entre el surtido ofertado. Y repartir –tan campantes– carisma, credibilidad y atractivo. De “pelazo” no se sí hablaron, se lleva mucho. O decidir sobre esta trascendental cuestión: ¿miente o no miente el 'pequeño Nicolás'? En el país de pandereta que vivimos, se le coló hasta a la Casa Real en el día grande para Felipe VI de su coronación. Estas cosas ocurren cuando en una sociedad todo anda manga por hombro. Y eso es lo que habría que explicar.

Los debates fructíferos, los que aportan elementos de juicio, deben ahondar en los razonamientos, a partir de datos y hechos ciertos y constatables. Clarificar, construir, con bases sólidas. Alguno hay, pero pocos. 'La clave' de José Luis Balbín, en tiempos difíciles (1976-1985), puso el listón muy alto.

Se están viendo tantos plumeros sucios que se atisba la putrefacción. Eso apenas entra en los debates (siendo generosos con el “apenas”), cuando es factor determinante. Críticas tan furibundas que dejan en cueros las intenciones que las alumbran, la ley del embudo como parámetro visible. Pizarras reservadas, siempre, invariablemente, a la economía neoliberal que nos ha traído hasta aquí. La que sustenta este sistema destinado a trabajar para unos pocos a costa del resto, de una inmensa mayoría.

Puede que los programas de entretenimiento con debates terminen siendo una moda finita por saturación. Empieza a costar atender a tanta opinión, hasta atreverse a formularla. En un momento crucial, nos han diseñado un futuro de seguir temblando. Y, en su defensa, hay más cómplices de lo que parece.

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