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¿Salvarán los tenderos de Internet al periodismo español?

Gumersindo Lafuente

El periodismo español se agita en estos días de otoño en busca de una fórmula mágica que rescate de la quiebra a un puñado de cabeceras hasta hace poco rentables. Cientos, miles de periodistas han pagado ya, con su puesto de trabajo, un desgarrador tributo en el altar de la crisis. Los accionistas también han visto cómo se volatilizaba en pocos años su patrimonio. Los directivos, los responsables en buena medida de lo que está ocurriendo por sus tremendos errores o simplemente por no hacer nada, siguen en sus puestos disfrutando de privilegios de una época pasada, que hoy son económica y éticamente insostenibles.

Mientras unos presentan maquillajes, muros de pago llenos de agujeros y ofertas permanentes o revistas icónicas (muy bien hechas, por cierto). Otros, en plena crisis de España (no pongo aquí 'de el país', para que nadie se equivoque), organizan fiestas con más de 4.000 invitados a las que asisten, además del poder presente y pasado, hasta las dos princesas, la del pueblo y la de Felipe de Borbón. Celebran los quince años de vida de La Razón (“una conocida cabecera”, decía con desdén El Mundo, convertido ahora, según proclama su director –así está el patio– en el líder del periodismo riguroso e independiente).

Y los lamentos por lo que está ocurriendo empiezan siempre con la misma letanía. Es curioso que editores, profesores de universidad y observadores varios y oportunistas coincidan en echarle la culpa a lo mismo. Ese error histórico, esa locura de haber dado gratis desde el principio en Internet las noticias que tanto rendían en el quiosco. Y lo dicen convencidos, sin rubor, como si fuese algo cierto y comprobado. Con la misma seguridad que sabemos “el olvido que seremos, el polvo elemental que nos ignora”, que decía Borges en su monumental Epitafio.

Pues no, señores, los que lo hicieron bien y hoy tienen audiencias millonarias poseen un tesoro. De no haberlo hecho, de no haber aprovechado la oportunidad de captar la atención de miles o millones, aquí y fuera de nuestras fronteras, hoy serían absolutamente irrelevantes, arrinconados en una esquina del moribundo quiosco, olvidados para siempre. Y habrían regalado ese mercado a otros actores, más jóvenes, ligeros y preparados, contra los que a estas alturas sería imposible luchar.

“Aquí os sobran desarrolladores”, bramaba con prepotencia hace ya muchos años un directivo “papelero” en la sede de una muy joven y prometedora “puntocom” española. Y lo que pudo ser no fue. Hoy, ese tremendo ejecutivo daría un riñón y parte del hígado por tener alguna participación en esa compañía y poder apuntar en su currículum algo más que cierres y despidos.

Porque ese era el camino, no el único, pero sí uno de los importantes. Ir creando o comprando o seduciendo para un matrimonio de conveniencia o por amor a esas empresas que poco a poco se estaban quedando con los ingresos publicitarios (anuncios breves, empleo, pisos, coches usados) que hasta ese momento sólo podían vivir en los medios. Casi nadie se dio cuenta, quizá sólo algún noruego espabilado, vaya por dios, que piensen ellos, nuestra historia se repite.

Y qué me dicen de otros que, pese a los consejos certeros de algún italiano (“dos debilidades jamás harán una fortaleza”), pagaron a precio de oro lo que muy pronto se vio que tan solo era acero inoxidable, un metal útil y duradero, pero de un precio accesible, que no precisa de endeudamientos irresponsables para ser adquirido.

Anécdotas de la triste ceguera hay muchas, a mí me gusta especialmente una ocurrida en Santiago de Compostela hará ya casi diez años. AEDE, la patronal de los editores de diarios, celebraba unas jornadas para reflexionar sobre el futuro. Por la mañana hablaron los consejeros delegados (muchos aún siguen al frente de sus medios), por la tarde interveníamos los de Internet. Cuando me llegó el turno, pregunté extrañado a los organizadores por el paradero de los poderosos, para los que yo había preparado mi discurso. “Se han ido a un campo de golf muy bonito que hay aquí cerca”, me dijeron. Pues eso, cuando se hablaba del futuro de los medios, de lo que iba a ocurrir en sus empresas, ellos estaban literalmente jugando al golf.

El buen marinero se gradúa en las tempestades. Con buena mar cualquiera navega, y ese quizá es el principal problema que hoy tenemos. ¿Tendrán que llegar los tenderos de Internet a salvar nuestras naves como ya está ocurriendo en Estados Unidos? Jeff Bezos, fundador de Amazon, ha comprado el Washington Post, arrebatándoselo a Pierre Omidyar, el señor de eBay, que se dispone a crear un medio desde la nada de la mano de Glenn Greenwald, el confidente de Snowden y ex de The Guardian. Ambos personajes, millonarios gracias a su talento digital, pueden aportar soluciones si se dedican a volcar sus conocimientos en la especificidad del nuevo medio y son respetuosos con las esencias del oficio. Ojalá suceda y puedan demostrar que hay un futuro posible y rentable para el periodismo comprometido con la calidad y con el público.

Mientras esto sucede y los tenderos digitales patrios se deciden a intervenir (quizá aquí aún no está madura la situación, ni para ellos ni para los medios pero, sin duda, lo estará en tres o cuatro años), las cabeceras tradicionales siguen teniendo una oportunidad, pero tendrán que afinar la puntería.

Rigor, calidad, independencia y amor por el trabajo bien hecho. Empeño serio en el periodismo de datos y otros caminos que ofrezcan un mensaje informativo de verdad diferente y con valor añadido. Rebeldía hacia el poder y servicio a los lectores. Utilización intensiva de la tecnología y aprovechamiento de las herramientas que los dispositivos móviles ofrecen al periodismo. Investigación sobre los nuevos ritos de consumo de la información. Sustitución de los directivos de los medios del antiguo régimen que solo saben de rotativas, publicidad convencional, bobinas de papel y precio de portada. Adecuación de las estructuras de los medios a la dimensión, mucho más reducida, del negocio digital, empezando por arriba. Y humildad, mucha humildad y nada de demagogia.

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