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La derrota de Tsipras no ha cambiado nada la dinámica política española

Carlos Elordi

El tamaño de la decepción que ha producido la humillación infligida a Alexis Tsipras es directamente proporcional a la cantidad de ilusión que se había puesto en que el gobierno griego alcanzara plenamente sus objetivos. Pero, ¿era realista creer que un país de 11 millones de habitantes, hundido económicamente, podía imponer sus opciones al gigante alemán y a todo el resto de la UE? Aunque en las primeras semanas tras el triunfo de Syriza se pudo pensar con algún fundamento que algunos sectores del establishment europeo iban a apoyar a Tsipras en su demanda del fin de la política de austeridad y de sus secuelas, ya desde hace meses era muy evidente que esa dinámica se había agotado. Hubo quienes no quisieron verlo. Y ahora ven negro el futuro porque sienten que no hay que hacer contra los poderosos.

Esa sensación es palpable en algunos sectores de la opinión alternativa española. Y corre paralela a la frustración que produce comprobar que Podemos ha dejado hace un tiempo de subir en los sondeos, mientras se va prefigurando un escenario electoral en el que la posibilidad de un cambio radical no aparece como elemento determinante. Pero quienes se sienten así deberían esforzarse por no caer en la melancolía. Porque la lógica siempre hizo pensar que una situación de ese tipo era la más probable. Porque aún falta mucho y hay muchas incógnitas pendientes como para saber cómo quedará el reparto de fuerzas tras las generales. Porque la situación española sigue siendo tan fluida como lo era antes del varapalo que le han dado a Tsipras. Y porque, en definitiva, todo indica que el proceso de cambio no ha hecho sino empezar en nuestro país.

No se puede caer en el relato de las cosas que hacen los grandes medios de comunicación. Para ellos, intereses espurios aparte, la realidad empieza cada día con unas noticias clamorosas de las que cuelgan todo su quehacer informativo y termina ese mismo día, a la espera de encontrar un invento nuevo con el que abrir la mañana siguiente. Olvidando lo que ocurrió en la víspera, como si nunca hubiera tenido lugar. Es su manera de hacer. Pero no tiene mucho que ver con la realidad. No sólo, sino que casi siempre la oculta.

La dinámica política es mucho más lenta que la televisión. Porque avanza, y a veces retrocede, articulándose poco a poco en la complejidad social y territorial de un país. Porque cualquiera de sus pasos significativos exige un proceso previo de maduración y de coordinación del trabajo de miles de personas. Porque cambiar la opinión de las gentes a las que los partidos se dirigen es una tarea que lleva su tiempo.

Desde ese punto de vista, lo que ha ocurrido en España en los dos últimos años es bastante excepcional. Que dos partidos, Podemos y Ciudadanos, hayan entrado en escena, se hayan hecho de golpe con un tercio del electorado, hayan propiciado un cambio formidable del panorama municipal y autonómico, y que la mayor parte de sus seguidores se mantenga muy fiel a sus nuevas opciones, es un hecho que sólo ocurre muy de vez en cuando. Y las estrategias de todos los demás partidos parten del mismo como un dato fundamental.

Pensar que todo eso se va a quedar en agua de borrajas porque en las generales el PP saque algún diputado más que el PSOE, algo que, además, está aún por ver, solo puede ser fruto de inmadurez política. Creer que lo que ha pasado en Grecia supone un golpe muy serio a las expectativas de cambio en España, también. Porque, más allá del resultado final de las elecciones, un nuevo parlamento dominado por cuatro fuerzas con pesos relativos no sustancialmente distintos es, sobre todo, un escenario de oportunidades para el cambio y no el guirigay que dicen los portavoces de la derecha.

Puede que las campañas electorales en marcha, sobre todo la poderosa del PP, estén ocultando un tanto esa perspectiva. Pero el futuro político español va a estar muy abierto. El nuevo gobierno, en el caso que sea de derechas, va estar constantemente amenazado de derribo y con tan poca capacidad de maniobra como ahora. Alejado, al menos durante un tiempo previsible, el fantasma de una coalición PP-PSOE, la oposición va a tener mucha fuerza. Eso si no suma para hacerse con el ejecutivo.

Y luego están los incidentes de recorrido que pueden producirse de aquí a diciembre. El primero podría venir de las elecciones catalanas. Desde hace meses, el poder político y mediático español ha hecho como si en el Principado no ocurriera nada, como si el conflicto se hubiera acabado para siempre y hubiera engullido a Artur Mas. Y ahora comprueba atónito que el muerto no sólo está muy vivo sino que él y sus aliados pueden ganar las elecciones del 27 de septiembre y hasta hacer una declaración unilateral de independencia. Que colocaría el problema catalán en el centro de la escena política española, dejando en muy segundo lugar la campaña electoral para las generales.

El segundo puede ser, de nuevo, Grecia. Porque más allá del imprevisible desarrollo de la crisis política interna que ahora vive el país, está la evidencia, que hasta el FMI reconoce, de que el dinero que la UE le ha dado a Tsipras para que Grecia no abandonara ahora el euro, no sirve sino para alejar durante unos pocos meses el riesgo de una nueva implosión financiera del país. Y cuando ésta llegue ya no valdrán más los paños calientes. Y lo que llaman contagio llegará a España sin esperar mucho. Hayan tenido lugar o no nuestras elecciones.

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