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Uber es un peligro para las ciudades españolas, aunque la carrera salga más barata

Vehículos de Uber durante una huelga de sus trabajadores en Bangalore, India.

Iñigo Sáenz de Ugarte

La movilización de los taxistas en España contra Uber que se ha celebrado este miércoles puede hacer pensar a la gente que este es un conflicto entre dos tipos diferentes de transporte privado. Sí, lo es, pero hay algo mucho más importante detrás, incluso para la gente que casi nunca coge un taxi y que nunca ha contratado un servicio en Uber u otra empresa de esas características.

Es un conflicto por el modelo de ciudad. La apuesta debería ser el transporte público y una ciudad menos agresiva con el peatón, es decir, con el ciudadano. Uber supone ir en la dirección contraria, precarizar aún más las relaciones laborales y condicionar el desarrollo futuro de las ciudades.

En el blog Alphaville del FT, recuerdan unas palabras de Robert Caro, el célebre historiador norteamericano, autor de una obra fundamental sobre el presidente Lyndon Johnson, y otra que es la que nos interesa ahora: The Power Broker, la historia de Robert Moses, el funcionario que nunca tuvo un cargo electo y que fue el gran creador y ejecutor del desarrollo urbanístico de Nueva York a lo largo de varias décadas. Moses es una figura admirada en la historia de la ciudad –fue mucho más influyente que la mayoría de los alcaldes tras la Segunda Guerra Mundial–, pero tuvo también una influencia terrible, como destacaba Caro:

"Toda la gente que vive en el noreste de Queens o Co-op City en el Bronx, y todo Suffolk y todo el condado de Nassau, está condenada a usar el coche. No es fácil que puedan usar el transporte colectivo. Moses tuvo esa visión increíble, y no digo visión en el sentido positivo. Es por eso que construyó puentes tan bajos.

Recuerdo a su asesor, Sid Shapiro. Pasé mucho tiempo intentando que hablara conmigo, y al final lo hizo. Y usó estas palabras que nunca he olvidado. Dijo que Moses no quería que los pobres, en especial los pobres de color, usaran la playa de Jones, así que hizo que se aprobara una legislación que prohibía el paso de autobuses por las grandes avenidas.

Y luego estaban estas palabras, y aún puedo oírle cuando las pronunciaba. 'Siempre se puede cambiar las leyes. Pero es muy difícil tirar un puente una vez que se ha levantado'. Por eso construyó 170 o 180 puentes que eran demasiado bajos para (permitir el paso de) autobuses".

Algunos de los desarrollos urbanísticos promovidos por Moses permitieron que centenares de miles de neoyorquinos de clase media tuvieran la opción de ir los fines de semana en sus coches a las playas. Moses se ocupó con la altura de los puentes de que los autobuses no pudieran llegar hasta allí, y los autobuses eran en esa época el medio de transporte que se podían permitir los neoyorquinos de raza negra.

No existe el urbanismo inocente.

La política de transporte de una ciudad o región también tiene repercusiones económicas, sociales y medioambientales que van mucho más allá de los objetivos inicialmente adoptados. Primar un tipo de transporte sobre otro supone facilitar o no la movilidad social o el acceso de los habitantes de la periferia al centro. Apostar por el coche o el autobús influye de forma directa en la salud de los ciudadanos, o al menos eso es lo que dice la OMS (para sorpresa del PP de Madrid, todo hay que decirlo).

Como modelo, Uber supone incrementar la privatización de la gestión del transporte concediendo un poder singular a una gran corporación cuestionada por sus prácticas laborales incluso en países donde el clima político le es más favorable. La elección de su campo de negocio no es casual ni tampoco sus métodos.

“¿Por qué eligió Uber a los taxis?”, dijo Douglas Rushkoff. “¿Porque quería quedarse en el negocio del taxi porque es una industria genial que le iba a permitir crear una compañía multimillonaria? No, es porque los taxis son una industria ineficiente, terrible, de crecimiento lento y casi insostenible, lo que quiere decir que puedes tomar el control si tienes el capital suficiente”.

Esa descripción del funcionamiento del taxi en ciudades norteamericanas podría aplicarse a muchas españolas sin ningún problema. Las zonas periféricas reciben un servicio escaso. Es un supuesto servicio público regulado en el que los beneficios económicos quedan en manos privadas, y son lo bastante cuantiosos como para que las licencias se conviertan en un valioso activo (atentos a la frase: “La venta de licencias de taxi es nuestro plan de jubilación”). El regulador no se ocupa de intervenir si las licencias alcanzan un precio astronómico en el mercado secundario. Es otro ejemplo de supuesta mano invisible del mercado favorecida por los gobiernos locales en favor de aquellos que cuentan con el privilegio de tener una licencia.

Incluso así, el sistema del taxi no tiene repercusiones fuera de su mundo. Un Ayuntamiento no puede decir que el sistema local de transporte funciona mal porque haya pocos taxis (será por otras razones, y de su responsabilidad). Ni que ese modelo afecte a otras profesiones.

Uber ha generado el concepto de uberización por su capacidad de ejemplo para otros sectores, donde la precarización genera nuevas oportunidades de negocio. El trabajador aporta los medios para realizar su función y la empresa le facilita los clientes. En la base del modelo de Uber está conseguir que sus empleados sean en realidad usuarios de su sistema (o “contratistas independientes”, como a ellos les gusta decir), y que por tanto no esté obligada a tener con ellos ninguna responsabilidad de orden laboral.

Una noticia reciente en EEUU simboliza esa actitud. En Seattle, la compañía amenaza con abandonar la ciudad si se le aplica una ley local aprobada en 2015 por la que los trabajadores de Uber tienen derecho a afiliarse a sindicatos o formar uno propio para negociar un convenio. Esa norma –ahora recurrida en los tribunales– es una amenaza existencial al modelo de Uber. Y esa norma es a fin de cuentas un elemento fundamental de las relaciones laborales en España, al menos mientras no se cambie la Constitución y el Estatuto de los Trabajadores. El Uber auténtico no tiene sitio en este país.

Los puentes levantados por Moses en Nueva York no sólo eran importantes para los que circulaban por arriba, sino también para los que no podían circular (en autobuses) por abajo. Esas decisiones urbanísticas y de transporte tuvieron una influencia determinante a lo largo de décadas. No se cuestionaron porque los que circulaban por arriba tenían más influencia política que los de abajo.

La liberalización que exige Uber, una empresa privada con lógico afán de lucro, beneficiaría en primer lugar a la propia compañía y también a muchos de sus clientes habituales, y perjudicaría a los que no son sus usuarios, a sus conductores precarizados y a la comunidad en su conjunto.

El coste de abrir la puerta a Uber sería muy caro, aunque el precio de la carrera fuera menor.

La alternativa a los taxis no es sustituirlos por coches privados gestionados por Uber tras una completa liberalización. La prioridad no es reducir el precio del transporte en vehículo privado (sea un taxi o un uber), aunque eso beneficie a las personas cuyo poder adquisitivo les permite pagar un taxi con frecuencia y que quieren gastar menos. La alternativa debería ser un modelo de ciudad diferente con una mayor presencia del transporte público y de las zonas peatonales. Con más aire limpio y menos polución por los combustibles fósiles. Sin tantos taxis y, desde luego, sin ningún Uber.

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