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La universidad y las clases (sociales)

Antonio Orejudo

Uno de los malentendidos a los que nos ha llevado el fundamentalismo democrático es creer que todo el mundo tiene derecho a cursar estudios universitarios.

Una cosa es que nadie con la capacidad intelectual y la preparación adecuada deba quedarse fuera de la universidad por motivos económicos, y otra muy distinta es que todo el mundo tenga derecho a matricularse en un grado universitario independientemente de sus capacidades, que es lo que sucede en España.

Sí, teóricamente hay una criba llamada selectividad, cuya función (que nadie cuestiona en teoría) es precisamente esa: seleccionar a los más capaces. Pero en la práctica, la selectividad es un coladero; y es muy raro que un alumno medianito se quede fuera por razones académicas.

Es cierto que muchos de ellos no alcanzan la nota de corte necesaria para cursar el grado X en la universidad Y. Pero no importa: siempre hay una titulación, una universidad que permite su ingreso. Cualquier cosa, antes que quedarse fuera. No poder acceder a la universidad se vive entre los estudiantes y las familias de clase media como un fracaso equivalente a no tener el graduado escolar. Y es lógico que sea así: la universidad es hoy por hoy una prolongación de la enseñanza media.

Podemos aceptar que las cosas son así y que todas las generaciones se han quejado siempre de lo mal preparadas que llegan las nuevas. Vale. Aceptemos sin amargura que en el siglo XXI el bachillerato dura 6 años: 2 en el instituto y 4 en la universidad. Lo único que pido en este caso es que nadie me venda esta universidad con palabras grandilocuentes como excelencia o impacto.

La otra opción es, como en las clínicas de desintoxicación, reconocer que tenemos un problema. Este es primer paso, que todavía no hemos dado. Como sociedad no nos interesa reconocer que con dignísimas excepciones, con excelentes profesores y alumnos muy brillantes, que los hay (repito: que-los-hay), la universidad española deja en términos generales mucho que desear.

Curiosamente, la mejora de la universidad pasa por actuar sobre ámbitos no universitarios. No digo que la universidad española no tenga problemas propios. Los tiene y son muy serios. Lo que digo es que para conseguir una universidad de calidad, es decir una universidad elitista (sí, elitista; intelectualmente elitista, pero accesible a todas las clases sociales), necesitamos una alternativa para todos esos muchachos, la inmensa mayoría, que abarrotan las aulas universitarias y que seguramente preferirían estar en otro lugar. Un lugar que no existe.

Nunca tendremos una universidad de calidad si no entramos a saco en la enseñanza primaria, en la secundaria y sobre todo en eso que antes se llamaba con retintín la FP, y que sigue siendo hoy un estigma social, una marca de fracaso, un premio de consolación para los incapaces. Sin una Formación Profesional prestigiosa socialmente, nuestra universidad será siempre mediocre. Pero, claro, la Formación Profesional nunca será prestigiosa si el mercado laboral es lamentable.

Por todo ello, me parece de una simpleza vergonzante y al mismo tiempo maligna, digna del ministro Wert, que el Gobierno trate de vendernos la nueva política de becas como un intento de mejorar la universidad.

La universidad no mejorará porque los hijos de las familias que no pueden pagar las tasas tengan que sacar ahora un 6,5 para alcanzar esas ayudas. Al lado de estos chicos seguirá habiendo muchachos con mejores rentas, pero con los mismos problemas de ortografía.

Los ámbitos donde el ministro debería actuar, donde el Gobierno debería echar el resto para mejorar la universidad son precisamente aquellos que está arrasando: los niveles inferiores de la enseñanza pública, la Formación Profesional y el mercado de trabajo.

Cuando un chaval de 18 años tenga a su disposición verdaderas alternativas a la universidad, podremos en primer lugar endurecer las pruebas de acceso, y meternos después a solucionar los problemas estrictamente universitarios.

Hacerlo ahora, tal y como están las cosas, significaría cerrar la única puerta ocupacional, por decirlo así, que tienen abierta los que terminan el instituto. Puerta que el ministro Wert quiere reservar, como en el Titánic, sólo para los pasajeros de primera clase.

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