Miguel Hernández en el asilo
En la calle Conde Peñalver de Madrid hay un gran edificio de ladrillo que ahora es una residencia de ancianos pero que antes, durante la guerra civil y los años posteriores, fue utilizado como cárcel. El poeta Miguel Hernández, detenido al fin de la contienda tras haber luchado en el bando republicano, estuvo preso allí. El otro día, cuando pasaba por delante, me detuve a leer la placa que lo recuerda. El texto rememora:
Al poeta Miguel Hernández que compuso, en este lugar, las famosas “Nanas de la cebolla” en septiembre de 1939.
Me quedé de piedra. Según aquellas palabras cualquiera podría pensar que el joven poeta hubiera pasado por allí y en un rapto de inspiración se hubiera detenido en aquella esquina a escribir unos versos a su hijo.
Esa ambigüedad, o más bien ese silencio en cuanto a las circunstancias de la estancia del poeta en “este lugar” me llevó a pensar en el llamado franquismo sociológico que pervive en nuestro país, una combinación terrible de miedo a ser considerado radical y pasividad sumisa que impide homenajear a las personas que combatieron el fascismo sin ambigüedad ni tibieza.
Esta semana hemos podido leer en este diario el caso de la ciudad de Melilla, donde se ha llevado a cabo la remodelación de la primera cárcel del franquismo. Al parecer se ha instalado una placa con un texto deliberadamente vago que igual puede servir para los liberales que fueron encerrados allí tras la restauración absolutista de 1814 como para las víctimas del franquismo: “Vaya nuestro recuerdo a quienes, perseguidos por sus ideales democráticos, sufrieron tras estos muros la incertidumbre de su destino y las vicisitudes del presidio”. Al menos en este caso se menciona que estuvieron presos.
Leo también estos días (aquí) que el aeropuerto de Lavacolla, en Santiago de Compostela, se construyó con el trabajo esclavo de cientos de presos republicanos que, en condiciones extremas de hambre y muerte, fueron hacinados en una antigua fábrica de curtidos, hoy convertida en restaurante. Nadie lo recuerda.
Las personas que defendieron el gobierno legítimo de la República y lucharon contra el fascismo parece que tengan que pedir perdón por “extremistas”, como si ofendieran por su radicalismo. Entre mucha gente se da “el malentendido” de pensar que lo correcto es la neutralidad de no tomar partido. Enseguida se agita el fantasma del miedo, el comunismo, Venezuela. Y digo yo, tanto mirar a Venezuela, ¿por qué no miramos un poco más cerca? Ahí está, por ejemplo, Bolonia, casualmente el lugar hacia donde me dirigía, camino al aeropuerto, cuando pasé frente a la placa homenaje a Hernández. Bolonia, la Roja, lleva siendo gobernada por comunistas y socialistas desde hace cincuenta años (exceptuando algún paréntesis de centro-derecha) y si lo último que vi de Madrid fue ese tibio recuerdo al poeta condenado por el régimen de Franco, lo primero que me encontré al aterrizar allí fue un continuo homenaje a la gente de la resistencia.
Una guerra civil es más traumática, de acuerdo, pero en Italia los fascistas italianos no eran pocos, y la resistencia luchaba contra ellos. Había italianos en los dos bandos. La verdadera diferencia es que aquí ganó el fascismo, que Franco murió en su cama y Mussolini fusilado y colgado en la plaza mayor. Por eso perdura el miedo y ese peso de cuarenta años que los otros cuarenta aligeraron pero no eliminaron del todo.
Piero Calamandrei, uno de los padres de la Constitución italiana aprobada en 1947 escribió:
“Si queréis ir en peregrinación al lugar donde nació vuestra Constitución, id a las montañas donde cayeron los partisanos, a las cárceles donde fueron presos, a los campos donde les ahorcaron. Allá donde ha muerto un italiano para recuperar la libertad y la dignidad, id, oh jóvenes, con el pensamiento, porque allí nació nuestra Constitución”.
Bueno, la nuestra nació en otro sitio. Habría que ir a buscarla por los salones de quienes, como haciendo un gesto de generosidad extraordinaria, legalizaron el PCE.
El año en que se puso la placa a Miguel Hernández en la pared de la antigua cárcel, Tierno Galván estaba en el Ayuntamiento, Leguina en la Comunidad, y el PSOE en el Gobierno. ¿Tendrían miedo de parecer excesivamente radicales? Quizás ese temor es la razón por la cual no se mencionó “el detalle” de que aquel lugar donde el poeta escribió Las nanas de la cebolla era una cárcel. A consecuencia de esa tibieza sin sentido, los jóvenes que lean esa placa a partir de ahora pensarán que Miguel Hernández, en lugar de morir a los 31 años en prisión, lo hizo dulcemente en ese asilo, en compañía de cien ancianos asistidos por las Hermanas de la Caridad.