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El heredero de Franco

El rey Juan Carlos. / Efe

Carlos Elordi

  • En este capítulo retrata el pacto entre Juan Carlos y los principales agentes de poder del franquismo para apuntalar su monarquía tras el fallecimiento del dictador y durante el tránsito a la democracia.

El Rey no manda. Pero es un poder fáctico. Enorme. Aunque se comporte como un rico jubilado al que lo único que le preocupa es disfrutar de la vida, él es la clave de bóveda de nuestro sistema institucional. No solo porque es su máxima instancia, sino también porque es el elemento en el que se incardinan los demás poderes del Estado. Y además, don Juan Carlos es el vínculo entre nuestro presente político y el régimen que le precedió. Que el jefe de Estado de la democracia sea la misma persona que quien ocupó ese cargo en los últimos años del régimen franquista es la prueba viva de que nuestro sistema no nació de una ruptura con la dictadura, sino únicamente de una reforma que cambió sus leyes. Y eso, aparte de recordarnos de dónde venimos, también hace muy difícil alejar al monarca de La Zarzuela si él no quiere marcharse.

El Rey lo es porque Franco quiso que fuera su heredero y porque, más tarde, las fuerzas democráticas aceptaron esa situación. Para revertirla, no solo sería preciso aprobar una nueva Constitución, sino, antes de eso, establecer unos nuevos pactos entre los distintos poderes reales del país del calado que tuvieron los que se hicieron en la Transición. Don Juan Carlos debe saberlo perfectamente. Y seguramente por eso nos ha trasmitido siempre la sensación de que se siente impune.

La Constitución no explicita los motivos por los cuales el Rey de Franco es también el jefe de Estado de la democracia. No menciona derechos dinásticos ni de otro tipo. Don Juan Carlos conservó su corona porque así lo decidieron, casi unánimemente, quienes eran los representantes de la voluntad popular en 1978. Y si así lo hicieron fue porque todas las fuerzas políticas que obtuvieron representación en las elecciones del 15 de junio de 1977 habían aceptado antes de que estas se celebraran que la monarquía sería la forma del Estado en democracia y que Juan Carlos de Borbón sería el jefe de ese Estado. Es decir, habían asumido que se cumpliera la voluntad de Franco al respecto. Incluidos los comunistas, y muy a su pesar, porque esa aceptación implicaba reconocer que su lucha durante cuarenta años había fracasado.

Esa fue la principal condición sine qua non que impusieron quienes ostentaban el poder tras la muerte de su creador, entre ellos el Rey mismo, para acceder a cualquier cambio. Y ese fue el precio político que tuvieron que pagar los partidos que estaban fuera del franquismo para ser reconocidos. Porque carecían de la fuerza necesaria para propiciar cualquier salida que no incluyera ese requisito.

Franco no dejó «todo atado y bien atado». Pero sí lo que para él sin duda era lo más importante: el nombre de quien había de sucederle en la jefatura del Estado. Y no porque hubiera descubierto virtudes extraordinarias en don Juan Carlos, ni porque hubiera visto en él al hijo que iba a seguir fielmente el camino del padre. Frente a las ambiciones incontenidas de su padre, don Juan, el joven Borbón tenía la clara ventaja de que le había obedecido siempre sin rechistar. Porque estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta con tal de llegar a ser Rey. Incluso a «tragar mucho», según confesó años después su esposa, la hoy Reina Sofía. Esa disponibilidad sin límites, que hasta le llevaría a quitarle el puesto a su padre, debió bastarle al dictador para convencerse de que don Juan Carlos era el instrumento adecuado para sus fines.

La principal preocupación de alguien que sigue mandando cuando ve cerca la muerte es que lo que ha construido no se diluya cuando él no esté. Y lo que el dictador había creado, de la manera que se sabe, era un sistema de poder. Ese era el legado que él quería que tuviera continuidad. Aunque tuviera que cambiar de formas. Era previsible que las del franquismo no pervivieran mucho tiempo tras la desaparición de su fundador. Don Juan Carlos ha declarado que el propio Franco así se lo dijo una vez. Aquella organización estaba demasiado ligada a su figura y a su acción como para que pudiera sobrevivirle sin sufrir cambios importantes.

Pero el entramado de poder que había detrás de esas formas sí que podía hacerlo. Estaba formado por la banca, los principales empresarios y hombres de negocios, por los grandes terratenientes, por la jerarquía católica, por quienes ostentaban los mandos de la sociedad civil del franquismo, desde los notarios y registradores a los miembros de los altos cuerpos de la administración, pasando por los más elevados estadios del escalafón judicial. Y también por los jefes del Ejército.

Todos ellos se apiñaron en torno al Rey en cuanto este fue nombrado tal por las Cortes franquistas en diciembre de 1975. Y así siguen hoy en día, aunque tras el golpe del 23-F las fuerzas armadas empezaran a dejar de ser lo que habían sido. Porque Franco hizo comprender a unos y a otros, o ellos lo comprendieron por su cuenta, que el que don Juan Carlos ocupara la jefatura del Estado era la expresión de su poder. El que, más tarde, todos los partidos políticos acataran el designio del dictador, reconociendo al Rey por él nombrado, demostró la fuerza que esos poderes tenían.

La transición a la democracia no fue un hecho milagroso, ni un golpe de mano que dieron unos personajes providenciales, tal y como figura en la versión oficial de la misma. Fue un proceso de adaptación a las nuevas condiciones que había creado la muerte de Franco y a las exigencias políticas del momento, y, a la cabeza de ellas, la de colocar España en Europa. Fue un proceso rápido, intenso y arriesgado en algunos momentos, en el que brillaron las dotes de imaginación y negociación de sus protagonistas. Pero que respetó el guion escrito por el dictador en lo que se refería a quién debía de sucederle. Con todo lo que ello comportaba.

Si se garantizaba ese principio intocable, las cosas podían evolucionar de maneras muy distintas. El testamento de Franco no cerraba las posibilidades de evolución de su régimen. Así lo vieron sus exégetas más perspicaces, figuras del régimen como Torcuato Fernández Miranda, que encontraron la forma de reformar el franquismo a partir de sus propias leyes. A partir de eso, la situación podía evolucionar en el sentido en el que lo hizo, concluyendo en la Constitución; podría haberse quedado en el intento continuista de Arias Navarro y de Fraga Iribarne, o podría haber optado por caminos intermedios entre uno y otro. No había planes elaborados de antemano. Aunque sí objetivos genéricos. Los de la oposición democrática eran muy claros. Los del Rey y su entorno se ceñían a mantenerse a la cabeza del Estado en las condiciones más favorables para que esa situación fuera estable y duradera. Tras cometer algunos errores, comprendieron que la manera de lograrlo era reformar a fondo todo lo demás.

Convencieron a los poderes en los que se apoyaban, o cuando menos a sus exponentes más influyentes, de que eso convenía a sus intereses. Con dificultades, trabajosas idas y venidas y dejando algunos descontentos por el camino. Obtuvieron el apoyo de los principales Gobiernos europeos a sus planes, consiguieron que hasta los socialdemócratas alemanes y suecos y los socialistas franceses aceptaran al rey designado por Franco. Pero fracasaron con las fuerzas armadas o, cuando menos, con importantes sectores de sus máximos responsables. Con los que no querían que el Ejército terminara por convertirse en un órgano más de la Administración y pretendían que siguiera gozando de la autonomía intocable y depositaria de los valores sagrados del franquismo que había tenido hasta entonces.

A cambio de renunciar a eso, en todo o en parte, Adolfo Suárez les ofreció cautelas y compensaciones. Las rechazaron. Por principios. Los mismos que tenía la ultraderecha, que entonces, y también ahora, era bastante más que un grupo de nostálgicos de la dictadura. Por eso, y porque creían que la situación se había desbocado, dieron un golpe de Estado el 23 de febrero de 1981.

No existe prueba alguna de que en los días o meses previos el Rey no dijera a sus autores e instigadores que comprendía sus motivos. Ni tampoco de que no reconociera ante ellos que en aquella situación —con un Gobierno desarbolado y sin autoridad, con ETA desatada y la economía en horas muy bajas— las fuerzas armadas podían, o debían, cumplir un papel distinto del de quedarse calladas en los cuarteles. Ni de que no les transmitiera, de una u otra manera, que los militares podían contribuir a reconducir las cosas. Junto con otras fuerzas y con él mismo.

Tampoco se conoce qué ocurrió en las horas que mediaron entre el momento de la entrada de Tejero en el Congreso y la alocución televisiva mediante la cual don Juan Carlos negó a los golpistas. Ninguno de los que podían haberlo hecho ha querido contarlo. Lo que sí se sabe es que los partidos políticos democráticos y sus intelectuales orgánicos decidieron que aquella intervención del Rey ante las cámaras borraba de un solo trazo el pasado de don Juan Carlos con el franquismo y lo elevaba a los altares de la democracia. Y desde aquel día, año tras año, la España oficial, fuera de derechas o de izquierdas, ha repetido ese mantra. Hasta hoy mismo, cuando amplias capas de la población y la mayoría de los jóvenes ponen en cuestión su cargo, ese es el principal argumento que se esgrime para defender al Rey.

Esa versión de las cosas es la pieza fundamental de la versión oficial de la Transición. Con ella se reescribe, inventándolo en buena parte, el pasado previo a 1981. Gracias a ella se confirma que la Transición misma y lo que vino después fueron un ejemplo para el resto del mundo. Y, sobre todo, que las bases en las que se asentaba eran inmutables e intocables. Porque, según esa visión, no tenían defecto alguno; eran prácticamente perfectas. Todos los que tenían algún mando, en el sistema político, en la sociedad civil o en las instituciones apoyaron siempre esa lectura de las cosas.

Hasta hace relativamente poco tiempo pareció que nada podía alterar ese acuerdo tan firme, al que se había logrado sumar, además, el apoyo mayoritario de la ciudadanía. A la que una incansable propaganda, pero también el sentido común y el deseo de normalidad, habían terminado por convencer de que el Rey y la Constitución eran las únicas y las mejores soluciones posibles.

Lo que no se previó es que todo el montaje pudiera fallar porque el Rey no estuviera a la altura de la responsabilidad a la que le obligaban tan altas funciones. Había conseguido lo que más deseaba en la vida. Alguien que se lo oyó decir ha contado que en una ocasión, cuando tenía seis o siete años, sus amigos confesaron lo que querían ser de mayores. Uno dijo que piloto, otro que almirante o cosas así. Cuando le tocó su turno, Juan Carlos afirmó: «yo voy a ser Rey». Consiguió serlo y, además, indiscutido y popular. Pero no se conformó con eso. Quería también ser libre, moverse sin ataduras de ningún tipo. Tal vez su modelo de referencia era su abuelo, Alfonso XIII, un monarca que también aparecía siempre sonriente y feliz, pero cuyos excesos, con las mujeres, en asuntos oscuros y en todo tipo de caprichos, le granjearon un rechazo entre todos los estratos de la sociedad que fue uno de los principales motivos de la llegada de la II República en 1931.

Se ha escrito que don Juan Carlos ya tenía contactos privilegiados con la banca cuando aún solo era príncipe. Pero los rumores de sus andanzas por el mundo de los negocios, de los favores y de las comisiones que se reciben a cambio cobraron fuerza más adelante. Empezaron a surgir poco tiempo después de 1981. Es decir, cuando el Rey ya se sentía plenamente seguro en el cargo y, sobre todo, cuando creyó que ya no iba a tener que meterse en nuevos líos políticos y podía dedicarse a lo que le gustaba.

Algunas de las personas que le habían ayudado a asentarse en la corona en los momentos difíciles también gestionaron sus iniciativas en el mundo del dinero. El que más, Manuel Prado y Colón de Carvajal, cuya larga fidelidad al monarca, que ciertamente le debió de reportar grandes beneficios, le llevó en 1995 a aceptar una condena de dos años por haberse apropiado de entre 12 000 y 16 000 millones de pesetas de la familia real kuwaití a fin, se dijo, de que el Rey no apareciera como el destinatario de esos fondos.

Las compras estatales de petróleo árabe, y más tarde, hace poco, del ruso, a través de la compañía Lukoil y de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, destacan entre las actividades en las que se dice que don Juan Carlos ha ejercido funciones de intermediario desde hace décadas. Pero también se ha vinculado su nombre a grandes operaciones de inversión en telecomunicaciones, líneas ferroviarias de alta velocidad y otras. O de promoción de toda suerte de iniciativas favorables a intereses de los grandes empresarios turísticos de las islas Baleares. Todos ellos contribuyeron al fondo de 3 000 millones de pesetas que costó el yate Fortuna que regalaron al Rey en 2000. Y en su cubierta, los miembros de la familia real lucieron verano tras verano toda suerte de prendas y objetos de marcas conocidas, y con su nombre bien visible para que saliera en las fotos. Hasta que Maruja Torres lo denunció en El País.

En el ambiente en el que se ha movido siempre el monarca, el de los ricos, españoles y extranjeros, esas actividades son totalmente normales. En esos medios nadie se escandaliza de que quien tiene poder lo utilice para aumentar su patrimonio. Ciertamente hay quien no lo hace y se suele destacar la probidad de algunos monarcas europeos. Pero quien accede a esos tráficos no merece reproche alguno y, por el contrario, es objeto de interés por parte de quienes quieren hacer negocios. Que son casi todos. Esa es la salsa de ese mundo.

Tal y como contó Luis García Berlanga en La escopeta nacional, los tejemanejes comerciales eran la esencia de las cacerías franquistas. Y lo siguieron siendo en las de la democracia, en las que, por cierto, don Juan Carlos ha sido un participante asiduo. ¿De qué otra cosa, y de las piezas que se cazan o de mujeres, van a hablar nuestras élites económicas, que si por algo no se distinguen es por su inquietud y su formación cultural o en cualquier otra cosa que no sea el dinero? ¿O en los largos partidos de golf en los campos más selectos a los que tan aficionados son los ricos? ¿O en el palco del Bernabéu y en los de los demás grandes clubes de fútbol españoles?

Esos son los lugares en los que se plantean o se rematan buena parte de los negocios de altura que se hacen en España. Esas, y algunas cenas y comidas en conocidos restaurantes, son las sedes en las que se ejerce el poder económico. Los subalternos y los despachos de abogados se ocupan de perfilar los detalles, de encontrar las vías para superar los inconvenientes técnicos y legales y de dar forma final a las operaciones. Pero lo fundamental del negocio ya les viene dado, lo han acordado los poderosos en esos encuentros. Y el aspecto crucial de los mismos suele ser el acuerdo sobre la comisión que han de llevarse unos y otros. En los ambientes de la alcurnia madrileña se dice que el Rey es particularmente exigente en ese aspecto.

La discreción es la norma inviolable de esos pactos de caballeros. El silencio solo se rompe si alguno de ellos cae en una situación tan desesperada que no tiene más remedio que amenazar con hablar para salvarse. Por eso es tan importante hacer negocios con gente segura, que dé garantías de que nunca le va a pasar algo de eso. Pero el Rey se confió en exceso en más de una ocasión. Le ocurrió con su amiga, la actriz Bárbara Rey, quien, según se publicó entonces, le pidió dinero a cambio de no revelar secretos de alcoba. Y, sobre todo, en 1995, cuando salió a la luz que Mario Conde y Javier de la Rosa estaban intentando chantajear al monarca, con quien ambos tenían antiguas y óptimas relaciones, para evitar su condena por graves delitos financieros. Y destacados exponentes del mundo periodístico y de otros les apoyaban en ese empeño.

El Gobierno socialista de Felipe González, además de asumir la negociación con los representantes de esos personajes, tuvo que arbitrar complejas y delicadas iniciativas políticas e institucionales para desactivar la trama, que, sin embargo, resurgió dos años después, con Aznar ya en la Moncloa, y que solo se apagó tras la boda de la infanta Cristina con Iñaki Urdangarin, que Jordi Pujol orquestó como una gran operación de Estado en apoyo al Rey, con la presencia de todos los presidentes autonómicos, incluido el vasco, y de las máximas instancias del poder institucional y social.

No quedó traza judicial alguna de esos ni de otros avatares de similar índole. Quien pudo hacerlo las borró. Y aunque esos asuntos aparecieron en los periódicos, bien es cierto que solo en algunos y siempre con términos contenidos y en pequeñas dosis —lo cual no era poco, porque algún año antes eso mismo habría sido imposible— no accedieron a los medios masivos, es decir, a las radios y, sobre todo, a la televisión.

Hoy eso sería impensable. Porque cualquier noticia o rumor, si tiene enjundia suficiente para ello, llega por Internet a millones de personas en pocas horas. Ese es uno de los motivos por los cuales el escándalo Nóos se ha escapado de las manos a quienes querrían haberlo controlado y avanza imparable hacia la implicación indirecta del Rey. Otro, no pequeño, es que un juez ha decidido seguir hasta donde haga falta.

Un tercero, y seguramente el más importante, es que la opinión pública ya no está dispuesta a tragarse ningún sapo, ni a mirar para otro lado si se entera de que el monarca ha vuelto a pasarse. La crisis económica ha provocado un cambio sustancial en la actitud de los españoles hacia la cosa pública y, particularmente, ha hecho desaparecer en ellos todo signo de indiferencia hacia la corrupción.

Al Rey no debieron contarle que ese cambio se había producido. O no quiso enterarse. O no le afectó mucho. Porque la opinión de quienes a él sí que le importaban no iba, ni mucho menos, por ahí. Y es que mientras arreciaban esas críticas, el poder económico no solo le expresaba su apoyo, sino que hacía saber al resto del país que el Rey era su referente, bastante más que los desacreditados Gobiernos democráticos. En noviembre de 2010, en medio de la agonía de Zapatero, recibió en la Zarzuela a una comisión que representaba a cien máximos exponentes empresariales y que le entregó un documento que contenía las reformas del sistema económico y del político, incluido el de las autonomías, que esas personas consideraban urgentes para sacar al país del agujero. Muy pocos comentaron entonces que, en todo caso, ese papel tenía que haber sido entregado al Parlamento, que aquel encuentro, por sí mismo, tendría mucho de antidemocrático, que podía ser el germen de una acción del Rey por encima de los partidos.

Y la experiencia volvió a repetirse en marzo de 2012. Esta vez con los presidentes de las diecisiete mayores empresas españolas. Sin documento alguno de por medio y ante las cámaras de televisión. El escándalo Urdangarin llevaba bastantes meses en la calle, el Rey había proclamado lo de que «la justicia ha de ser igual para todos», ya se había empezado a hablar de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, pero aún no había tenido lugar la cacería de elefantes en Botsuana. Al encuentro con el Rey asistieron los presidentes del Banco Santander y del BBVA, que flanquearon al monarca, para que nadie dudara de quienes eran los que más mandaban. Y los de Telefónica, El Corte Inglés, Repsol, Acciona, La Caixa, Inditex, Grupo Planeta, Mapfre, ACS, Ferrovial, Mercadona, Iberdrola, Mango, Grupo Barceló y Havas Media Group.

De lo que allí se había dicho solo trascendieron los mensajes de ritual. El de que «todos han de arrimar el hombro para salir de la crisis», o el de que «hay luz al final del túnel». Pero lo importante era la reunión en sí misma. Porque esta vez, más que de maniobras espurias, de lo que se trataba era de apoyar al Rey. Y lo que las máximas instancias del poder económico español querían que se supiera era que estaban tan firmemente unidas a don Juan Carlos como, treinta y ocho años atrás, cuando se convirtió en el sucesor de Franco, lo estuvieron quienes representaban lo mismo que ellas. Y también que, de una u otra manera, habría que contar con su aquiescencia para tomar cualquier iniciativa que afectara a la corona.

Por si alguien no había recibido esa misiva, las mismas personas volvieron a reunirse, esta vez en la sede de Telefónica, a finales de agosto de 2012. Para entonces, a los consejeros del Rey ya se les había ocurrido la idea genial de que el monarca pidiera perdón por la cacería africana y dijera que «se había equivocado». Lo cual no rebajó un ápice la creciente indignación ciudadana y añadió una imagen imprevista al asunto: la de un hombre acabado.

Por todo eso, y por la espantosa imagen internacional de nuestro jefe del Estado, está cada vez más claro que el Rey, y el sistema mismo, ya solo pueden jugar la carta de la sucesión, que será una abdicación encubierta. Y también que se va hacia eso. Midiendo los pasos y tratando de ganar todo el tiempo posible. Pero sin mayores garantías de que esa solución vaya a funcionar. O, cuando menos, sin seguridad alguna de que la entronización de Felipe de Borbón vaya a normalizar la andadura de la jefatura del Estado.

La prudencia recomendaría que el cambio se produjera después de que hubiera habido sentencia sobre el caso Nóos. Pero ninguna catarsis que anunciara el nuevo monarca podría evitar que sobre él cayera el peso de una eventual condena de su yerno, quién sabe si también de su hermana y, aún más, de una eventual implicación de su padre en los hechos juzgados. No saldría mejor librado si el tribunal decidiera la absolución. Y menos si, por arte de magia, se anulara el proceso.

Ante esas perspectivas, podría ser menos costoso asumir el cargo antes de que se iniciara el juicio. ¿Se atrevería luego el Rey Felipe a indultar a sus familiares? ¿Optaría por ejercer el cargo con Urdangarin en la cárcel? Cualquier escenario es posible, por atrabiliario o intolerable que hoy parezca. Pero ninguna de esas opciones permitiría a la monarquía recuperar la credibilidad perdida. Aunque eso seguramente no preocupará en demasía a los poderes que le apoyarán. O no tendrán más remedio que pechar con ello.

Don Felipe será un rey frágil desde el día de su toma de posesión. Porque estará marcado por la trayectoria de su padre. Porque tendrá enfrente la desconfianza de una gran parte de la opinión pública. Porque el poder político que debería reforzarlo es hoy más débil que nunca y tanto el PP como el PSOE medirían cualquier paso a dar en esa dirección para que la irritación de la gente no se volviera en contra. Y porque los demás poderes, aun pudiendo bloquear cualquier salida que no les guste, no tienen capacidad para imponer una solución propia y habrían de limitarse a apoyar al joven Rey de la manera que lo están haciendo a don Juan Carlos. Es decir, a la defensiva.

Si, atendiendo a la opinión unánime de los expertos en la materia, se descarta la posibilidad de un golpe de Estado militar, la perspectiva que hay por delante es el deterioro imparable de la monarquía. Habrá que ver si es lento o rápido. Y qué traumas nacionales pueden derivarse de ese proceso que parece inevitable. ¿Reventará por ahí la enorme presión que se está acumulando en una España hundida en la crisis y en la que se están deshaciendo todos los equilibrios de poder?

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