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Sobre agravios económicos e independencia

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Daniel Fuentes Castro

Los precedentes inmediatos de episodios de riesgo político en Europa aconsejan prudencia a la hora de evaluar el impacto económico de la crisis en Catalunya, cuya importancia no debemos restringir a la mera revisión a la baja de las previsiones de crecimiento para el próximo año.

Las prolongadas interinidades gubernamentales en Bélgica en 2010/2011 y en España en 2016 apenas tuvieron impacto sobre el ciclo económico. Tampoco en el Reino Unido, tras confirmar su intención de abandonar la Unión Europea, se han materializado los temores de un ajuste brusco. En unos casos ha sido la fortaleza institucional la que ha evitado un impacto económico significativo, en otros ha sido la inercia de un mundo globalizado (en el que la toma de decisiones económicas se hace de manera cada vez más descentralizada e interdependiente), y en el caso particular del Brexit la mirada sigue puesta en marzo de 2019.

Las singularidades del escenario planteado por el independentismo catalán (ruptura del ordenamiento jurídico, hoja de ruta inexistente, carencia de instituciones económicas propias, fractura social y descrédito institucional) no mejoran el endiablado escenario que plantea el Brexit. Si se hace extraño concebir una Europa económica con el Reino Unido fuera de la UE, más desconcertante todavía es la propuesta de una Catalunya independiente cuya economía ha estado ligada histórica, indisoluble y provechosamente a la del resto de España y de Europa.

El PIB per cápita de Catalunya ha pasado de 16.537 euros por habitante en 1980 a 29.795 euros en 2016 (a precios constantes), lo que supone un incremento del 73% en valor real. Sin embargo, de las cuatro Comunidades Autónomas con mayor renta per cápita en 1980 (País Vasco, Madrid, Catalunya y Navarra), sólo Catalunya ha convergido ligeramente con la media española. Los otros tres territorios son, a día de hoy, más ricos que el promedio de España de lo que ya eran hacen casi cuatro décadas. También lo son con respecto a Catalunya, cuya renta per cápita (119% de la media española en 2016) se ha distanciado notablemente de la de Madrid (136%).

El relato económico del independentismo catalán sugiere que esta pérdida relativa de riqueza con respecto a Madrid, País Vasco y Navarra responde al trato fiscal desfavorable que recibe Catalunya por parte del Estado. Lo cierto es que, de haber agravio, este se da entre las Comunidades Forales y el resto de España. Catalunya recibe, de acuerdo con las últimas balanzas fiscales publicadas, el mismo gasto por habitante que la media de España, si bien es cierto que contribuye a los ingresos del Estado muy por encima de la media (como también lo es que su aportación equivale aproximadamente a la mitad de la de Madrid).

En todo caso, que Catalunya o Madrid contribuyan más a los ingresos del Estado que otras Comunidades Autónomas no significa que los catalanes o los madrileños reciban peor trato fiscal por parte de la Administración Central. Es de sentido común que allí donde la economía es más próspera se recaude más. La progresividad fiscal afecta a las personas, no a los territorios. Y está bien que así sea, en beneficio de la cohesión social. Si el trato fiscal es discriminatorio entre ciudadanos de distintos territorios, lo es fundamentalmente por las decisiones adoptadas por los Gobiernos de cada Comunidad Autónoma.

La divergencia entre la renta per cápita de Catalunya y de Madrid responde mucho menos a causas fiscales que a causas estructurales. En primer lugar, en un mundo que tiende a la terciarización (desarrollo del sector servicios), no es sorprendente que la renta per cápita de los territorios más industrializados en el pasado haya perdido peso relativo en relación al promedio nacional. En segundo lugar, los incrementos de renta asociados a la especialización productiva en actividades del sector servicios son asimétricos (aquellas actividades relacionadas con el turismo, como ocurre en el caso de Catalunya, se caracterizan por una menor productividad). En tercer lugar, las mayores tasas de actividad y las menores tasa de paro en la Catalunya de los años 80 suponían un mejor punto de partida y, por lo tanto, un menor margen de mejora con respecto a otros territorios que, partiendo de una situación más desfavorable, se encontraban lejos de su crecimiento potencial. En cuarto lugar, Catalunya ha perdido peso como destino de la inversión privada en relación a su protagonismo en la España de los 80 (pérdida relativa que también ha sufrido Madrid pero que, al contrario que Catalunya, sí ha podido compensar parcialmente a través de un mayor incremento de la inversión pública).

El efecto-sede de la capital del Estado y la concepción radial del sistema de infraestructuras de comunicación explican, en buena medida, las diferencias observadas entre la inversión pública en Madrid y en Catalunya en los últimos lustros. Nuevamente, si hay discriminación en este caso, no es sólo entre Madrid y Catalunya como entre Madrid (que ha fagocitado el interior de la península, convertido en un desierto demográfico) y el resto de Comunidades Autónomas.

Existen motivos para que Catalunya reclame un debate sobre la vertebración de España que el Gobierno viene negando desde hace años. No es extraña la frustración de una amplia mayoría de catalanes que dicen estar insatisfechos con el statu quo. Pero nada de todo lo anterior justifica la radicalización a la que asistimos en torno al encaje económico, político y social de Catalunya en España. En pocos días, el independentismo catalán ha pasado de creer ingenuamente en una ruptura ceteris paribus (sin cambios en todo lo demás) a admitir que “todavía” no estaban preparados. Una sociedad próspera y abierta al mundo como la catalana no puede esperar incrementar su bienestar social teniendo la confrontación por consigna.

La estrategia económica del “cuanto peor, mejor” no puede sino resultar en una pérdida de prosperidad colectiva. Es de todo punto decepcionante que una parte de la izquierda se haya sumado al naufragio identitario del independentismo catalán, relegando a un segundo plano la lucha por la igualdad de oportunidades, la distribución de rentas y la concordia social. Es posible estar simultáneamente en las antípodas del nacionalismo supremacista, del anarquismo antisistema y del rancio españolismo, viejuno en su inmovilismo, tristes los tres. Sin ningún dolor de cabeza.

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