Por ahora no es posible echar a Rajoy
Un cambio político solo se produce cuando una mayoría –de partidos, de ciudadanos, de entidades o personajes que representan algo en la sociedad civil– coincide en que es necesario. Los líderes de ese cambio son quienes perciben que ese momento ha fraguado, que existe una masa crítica, de personas y de poderes de muy distinta índole, que son favorables a que se dé ese paso, lo expresen abiertamente o no. Y su tarea es tomar las iniciativas para que sea posible.
El cambio crucial que en las actuales circunstancias es preciso en España es el destronamiento de Mariano Rajoy y su cúpula de poder en el PP. Del mismo podrían derivarse cambios fundamentales en otros terrenos. Pero todo indica que aún no se ha producido la conjunción de voluntades que podría propiciarlo.
Dentro de pocos días Unidos-Podemos hará su moción de censura al presidente del gobierno. Se podría decir que buena parte de los efectos políticos que podría provocar ya se han producido. No sólo porque se conoce de antemano el resultado de esa propuesta, sino porque los demás partidos ya se han colocado políticamente en relación con quien la ha hecho y, cada uno a su manera, ha venido a expresar que en sus planes a corto y medio plazo no figura la posibilidad de coincidencia, ni táctica ni estratégica, con la formación que lidera Pablo Iglesias.
Desde el punto de vista de la necesidad del cambio que antes se apuntaba, la moción de censura va a ser, por tanto, sustancialmente inútil. Pero seguramente el objetivo prioritario de la iniciativa no era precisamente el de alejar del poder a Rajoy, sino otros que tienen más que ver con el concepto de agitación que tienen los dirigentes de Unidos Podemos y que está muy en línea con las antiguas concepciones de la acción política de la izquierda revolucionaria: hacer cuanto más se pueda, aunque no dé frutos inmediatos, con tal de demostrar que se existe.
La trayectoria de Unidos Podemos en el último año y medio explica mejor que cualquier otra cosa la razón de la nueva vigencia de esos planteamientos en el ámbito de los dirigentes de esa formación. Lo más significativo en este terreno no es tanto la polémica sobre si Pablo Iglesias tenía que haber aceptado favorecer un gobierno de Pedro Sánchez a cualquier precio. Aunque se siga utilizando como un arma arrojadiza, la polémica al respecto no sirve prácticamente de nada. Porque faltan demasiados datos sobre cómo se produjeron aquellos hechos y porque hay demasiada demagogia sobre ese particular como para que se pueda aclarar algo al respecto.
Más fructífero a efectos del análisis sería conocer qué peso tuvo esa cuestión en el debate interno que inopinadamente, de un día para otro, estalló en el interior de Podemos y que, por momentos, pareció que iba a romper la organización. La impresión es que no fue decisivo, que lo que allí se libró fue una batalla por el poder. Pero, declaraciones formales aparte, se sabe muy poco de cómo se libró la misma y, lo que es más importante, de cómo concluyó realmente, de cuál fue el estado en que quedaron los contendientes tras su finalización.
Por mucho juego de manos mediático que se haya hecho para desmentirlo, es impensable que aquel enfrentamiento no haya dejado secuelas importantes. Es muy posible que buena parte de los perdedores de Vistalegre II sigan mirando con desconfianza a la dirección, por decirlo suavemente, y que esa realidad esté condicionando, y no poco, la acción política de Pablo Iglesias. Una tensión como la que se vivió tras el verano pasado no se borra por decreto.
Aún mucho más difícil de olvidar es el resultado de las elecciones de junio de 2016, en la que, se mire por donde se mire, Unidos Podemos sufrió una derrota formidable, porque se vio que sus expectativas eran falsas, que la idea del crecimiento electoral sin límite, que hasta entonces era la razón misma de ser de la formación, estaba infundada.
Ningún dirigente de Podemos, ni siquiera los más críticos, han hecho hasta el mínimo análisis de por qué ocurrió aquello y qué significaba para su futuro. Ese debate se silenció en el congreso de enero. Oficialmente no pasó nada el 26-J y por tanto aquel revés no obligaba a cambiar nada. Pero en la realidad cotidiana de la organización, el asunto pesa y no poco. La decepción entre militantes y simpatizantes de las épocas de gloria es mucho más amplia de lo que se cree. El alejamiento de votantes también.
La vía que Iglesias y los suyos han escogido para hacer frente a esas realidades negativas, que seguramente ellos conocen muy bien, es la del activismo por encima de todo. Autobuses, manifestaciones, proclamas encendidas en los medios. Y la moción de censura. Agitprop sin mayores concesiones al debate, a la reflexión, a la búsqueda de un programa, a la consolidación de las bases en torno a un proyecto de transformación.
La victoria aplastante de Pedro Sánchez en las primarias del PSOE, inesperada al menos para quien esto escribe, puede haber arruinado la idea de que esa agitación constante podía dar frutos políticos en un panorama en el que Unidos Podemos aparecía hasta hace tres semanas como la única instancia de oposición real a Rajoy. También la nueva dirección del PSOE puede ahora entrar en ese territorio.
Si no lo hace, si vuelve a la práctica de las componendas, que también es posible, Pablo Iglesias y los suyos podrán respirar más tranquilos. Pero en estos momentos, no pocos votantes de Podemos esperan que el PSOE dé muestras de que realmente se creía lo que dijo en su campaña para las primarias. Probablemente para cambiar de voto. Es pronto para saber qué va a ocurrir en este terreno decisivo. Pedro Sánchez necesita tiempo para articular internamente su victoria, para cohonestar su poder con el que siguen teniendo los que quisieron hundirle.
En el debate sobre la moción de censura podrían aparecer nuevos datos al respecto. Pero una cosa está clara: lo que está en juego es si el PSOE consigue revertir la dinámica de Podemos –que se frenó hace un año– y volverá imponer su primacía en el electorado de izquierdas.
Y eso, hoy por hoy, es más importante para el líder socialista, y seguramente también para Pablo Iglesias, que ponerse de acuerdo para echar a Rajoy. Y no digamos que prepararse para hacer las concesiones imprescindibles a Albert Rivera y a Ciudadanos cuyo concurso en esa tarea es imprescindible. Por eso el cambio que al principio se apuntaba aún está muy lejos de hacerse realidad. Por eso Rajoy puede aún aguantar, aunque cada día esté más débil y sea cada vez más impresentable. Tiene el tiempo contado. Es prácticamente seguro que no volverá a encabezar las listas del PP. Pero por ahora no tiene enfrente una fuerza conjunta capaz de echarle.