Cuando arrasa la mayoría
El jueves se aprobó la LOMCE. Sólo votó a favor el PP, evidenciando su soledad en este asunto. La comunidad educativa en su conjunto, de manera inédita, así como una amplia mayoría social, le ha hecho saber al Gobierno que estaba en contra. Pero ha dado igual.
Con su aprobación este viernes por el Consejo de Ministros, el anteproyecto de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana (LOPC) ya está lanzado. En apenas dos años, el Gobierno ha barrido derechos sociales y, tras afanarse este tiempo en incrementar la represión policial, ahora acomete un recorte directo de libertades fundamentales.
En el pack represivo se pretende, además, introducir una reforma del Código Penal y una ley de huelga que “regule” los servicios mínimos. Para todo ello se escuda en la mayoría parlamentaria que posee.
Frente a todo esto, es preciso recordar que la democracia representativa moderna se concibió, precisamente, para evitar este tipo de actuaciones.
El gran experimento político de la modernidad consistió en apostar por la representación, sí, pero a la vez se trataba de no renunciar del todo a la democracia. La caída del Antiguo Régimen en Francia y la liberación norteamericana del imperialismo británico exigían que no se dejaran de lado dos asuntos fundamentales: la protección de derechos y la inclusión de algún tipo de participación ciudadana, aunque fuera cada cierto tiempo.
En todo ello latía un miedo principal: la formación de una mayoría parlamentaria que pudiera comportarse despóticamente una vez conseguido el poder. Las grandes obras de ingeniería política levantadas entonces trataron de resolver esta cuestión y, con sus aciertos y errores, han influido de forma capital en nuestros regímenes políticos.
Cuando en 1978 nos quisimos dotar de una Constitución, en lugar de apostar por un proceso colectivo que partiera desde abajo nos inclinamos por el Gran Legislador rousseauniano: un sabio –en nuestro caso, siete– que propusiera los términos de una nueva legislación a los miembros de la comunidad política.
El elitismo antidemocrático de esta opción no era nuevo, pero hoy lo estamos pagando. Los sabios reunidos en Filadelfia en 1787, o figuras como el abate Sieyès en el primer Comité constitucional francés, fueron también grandes legisladores, pero al menos lograron aquilatar mejor el edificio político que estaban construyendo.
La Asamblea Nacional francesa despertaría, eso sí, recelos en la nueva nación estadounidense, precisamente por acumular demasiado poder en una sola Cámara. Además traería inestabilidad. Es conocida la insistencia de los autores de El Federalista en los frenos y contrapesos que debieran tener unas instituciones diseñadas para el equilibrio.
Había que dividir el poder, empezando por el propio legislativo, con dos Cámaras –de representantes y Senado– que tuvieran distintas funciones, diferentes modos de elección, así como mecanismos para que una pudiera detener los excesos de la otra.
Al mismo tiempo, había que reforzar al Ejecutivo, introduciendo el veto presidencial, y debía garantizarse por todos los medios la independencia judicial. Clave resultaría el que ningún departamento dependiera de otros para financiarse. A todo ello se sumaría la estructura federal de un país amplio y numeroso, donde los Estados guardarían para sí importantes competencias políticas mientras los grupos de interés serían tantos que resultaría imposible que uno solo se hiciera con la mayoría.
El abate Sieyès, al igual que Madison y Hamilton, echaba pestes de la democracia directa o pura, como la denominaban. Se entiende mejor así que, entre otras cosas, aceptaran diversos grados de exclusión en los sufragios.
La apuesta del francés, sin embargo, era menos elitista que la norteamericana: “Representación sin alienación”, la llamó. Incluía controles a los representantes desde asambleas de base con capacidad de revocación y de conformar listas de elegibles. A pesar de ser considerado la gran influencia de la primera Revolución, sus propuestas más sustanciales no se incorporaron a la Constitución de 1791, que, sin embargo, sí incluiría los nuevos derechos y el amplio poder de los representantes nacionales.
Mientras, el gran hito norteamericano tras la ratificación constitucional consistió en dotarse de una Carta de Derechos. Con el empuje político de Madison esto se logró también en el mismo año de 1791, plasmándose en las primeras diez enmiendas a la Constitución.
Todo esto que cuento marcaba la agenda europea y norteamericana hace más de 200 años. Así como la tecnología progresa desde entonces, el gran drama de la política es que los retrocesos son habituales, aquí y allí. Hannah Arendt solía decir durante la guerra del Vietnam que Estados Unidos era capaz de llegar a la luna pero no de salir de un lejano país asiático donde no se les había perdido nada. Esto, frente al optimismo cientificista de las ciencias sociales, resultaba revelador.
El diseño político de la Constitución de 1978 está demostrando ser un desastre. Fijémonos así en esta preocupación clásica por las mayorías. En España, las autonomías han tratado de ayudar a dividir el poder, así como a aproximar el Gobierno a la población, pero la disciplina de partido o las imposiciones han primado sobre su independencia en los asuntos cruciales.
Del resto casi mejor ni hablar: tenemos una sola Cámara Legislativa con poder real, y en ella la mayoría parlamentaria no es más que la correa de transmisión de un Ejecutivo donde manda un presidente que, a la vez, es el jefe de un partido. Es decir, nuestro sistema bascula en torno a decisiones que se toman en oscuros gabinetes de Génova 13, sin luz ni taquígrafos; sin deliberación pública.
La ley en nuestro país –es ya evidente– no tiene como fin la libertad ciudadana, ni es obra de quienes deben obedecerla. Éstas, con razón, eran las grandes preocupaciones de Sieyès. Tampoco el sistema judicial goza de una autonomía capaz de frenar ataques a los derechos recogidos en la Constitución y otras declaraciones internacionales. Como es sabido, los miembros del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas y del Consejo General del Poder Judicial dependen de la mayoría parlamentaria-ejecutiva. Si es que hasta el presidente levanta impunemente un teléfono cuando no le gusta un juez.
Es, por tanto, muy fácil que una mayoría parlamentaria arrase con los derechos de todos. Sin división de poderes y sin un control ciudadano más allá de las elecciones, asistimos a lo que más temían los clásicos de la representación: la legitimación paulatina de una nueva tiranía.
Respecto a la LOPC, parece que no había forma más tosca de entrar en el capítulo de libertades. En lugar de encargar de manera elitista su redacción inicial a un “sabio”, la tradición antiilustrada hispánica ya no se molesta siquiera en disimular su barbarie: un mando de los antidisturbios ha estado dirigiendo su redacción.
El plan ha sido claro: retirar del Código Penal diversas infracciones, que al pasar al ámbito administrativo de la LOPC se impondrán sin control judicial previo. A la vez se incrementa su número, y las que quedan en el Código Penal afrontan penas más duras. Las tasas para recurrir, claro, por las nubes.
Tras el correspondiente globo sonda –y a pesar del voluntarismo que, esta vez sí, ha puesto el grueso de la oposición parlamentaria de la mano de la opinión pública–, derechos básicos como los de reunión y manifestación seguirán restringiéndose. Se persigue el disenso político. Se crea un registro de desobedientes. Volvemos a Esquilache con el tema de las capuchas, y se cae en el ridículo con las ofensas a España. Se legisla contra la dignidad de aquellas personas más concienciadas de la sociedad civil, aquellas capaces de oponerse pacíficamente a una ley injusta, como en la paralización de los desahucios. Las multas en estos casos podrían ascender a 30.000 euros.
La desobediencia civil pacífica, puntal de la conquista de derechos desde la segunda mitad del siglo XX, sufre así un duro golpe. Se criminaliza la protesta ecologista con multas de hasta 600.000 euros. El día que en Valencia mandaron a la policía cerrar una televisión pública, se sigue amenazando el uso de imágenes de actuaciones policiales con multas de 1.000 euros.
Diversos colectivos llevan años pidiendo reformas, pero en sentido inverso. La ley orgánica que se ocupa de regular los derechos de reunión y manifestación es de 1983, y su regusto franquista se observa al leer que reuniones de más de 20 personas deben comunicarse a la autoridad. Esto es lo que habría que reformar, y no las garantías que todavía teníamos para que una manifestación pacífica no comunicada se considerase legal. En DEMOCRACIA –sí, en mayúsculas– no se pide permiso para reunirte o protestar.
Por todo ello, este diseño político originado en 1978 no nos sirve. Una mayoría nos está arrasando. De manera arbitraria y despótica, tal y como temieron los burgueses que diseñaron la moderna representación política hace siglos. Lo paradójico de nuestro caso es que esta mayoría parlamentaria la manejan cuatro en un despacho apoyados, según las encuestas, por una minoría social.
Más allá de las formas institucionales, debemos analizar también la cultura política que mueve a los gobernantes. Por no salir de estos dos últimos días, fijémonos en las detenciones que el jueves publicitó la delegada del Gobierno en Madrid: se saltó la presunción de inocencia de 17 jóvenes estudiantes, antifascistas y feministas detenidos de madrugada en sus casas, como hace 40 años, mientras aireaba unos antecedentes “policiales” –no penales– que lo único que indicaban eran identificaciones previas. Y esa noche se cargó contra quienes protestaban pacíficamente contra esto, y fueron detenidas 11 personas más.
Ante la falta de frenos democráticos eficaces en el propio sistema, además de en las urnas, me temo que el asunto principal se decidirá en las calles. Saliendo por miles. Allí empezaremos a recuperar, a crear, las bases para una auténtica democracia política y económica. El primer paso, hoy como ayer, la desobediencia. El 14D tenemos cita en el Congreso.