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La jaula de oro de la masculinidad

Barbijaputa

La semana pasada hablábamos de que la masculinidad era una jaula de oro. Jaula de la que cualquier hombre que se quiera considerar aliado feminista ha de intentar escapar. Aunque es cierto que el patriarcado hiere a las mujeres tanto si se rebelan contra las reglas de la feminidad como si la acatan (la feminidad es un castigo en sí misma, y masculinidad y feminidad no son dos entidades independientes sino dos engranajes complementarios e inseparables del sistema que subyuga a las mujeres), hay que ser conscientes de qué formas las imposiciones sociales afectan negativamente a los hombres. Pero no nos llevemos a engaños, no intentamos convencer a hombres indecisos de que el feminismo también les beneficia –no nos interesan “aliados” que sólo se deciden cuando ven que también pueden sacar tajada–, sino tener en cuenta qué es realmente la masculinidad y cómo encajan fenómenos aparentemente contradictorios dentro de una visión feminista.

La masculinidad es una jaula de oro, es decir, que a efectos prácticos nos da igual de qué está hecha: sigue siendo una jaula. Y por muchos privilegios que se tengan sobre otras viviendo dentro de ella, uno sigue rodeado de barrotes que le limitan como persona. No sólo eso, sino que cualquier intento de escapar de esa jaula tendrá consecuencias bien claras (más abajo nombramos algunas).

La propia naturaleza de la masculinidad la hace frágil: cualquier desafío a la misma, por insignificante que parezca, ha de ser reprimido con dureza. No puede ser de otra forma, porque su característica principal es la de definirse en contraposición a lo femenino. Así, el patriarcado impone una serie de exigencias a los hombres:

  • Ser dominador, independiente, seguro.
  • Rechazar cualquier cosa entendida como femenina (lo femenino es síntoma de debilidad, y esto chocaría con el punto anterior).
  • Reprimir tus emociones, excepto la ira (lo emocional es cosa nuestra, por lo tanto, desechable para ellos).
  • Proveer sustento a tu familia (dejando para la mujer la crianza y los cuidados).
  • No llorar bajo ningún concepto (excepto si gana la liga el equipo que toque, que ahí ya sí, los deportes y todo lo que impliquen son cosa de ellos).
  • Sentir mucho deseo sexual y expresarlo, pero sólo hacia las mujeres (sentir atracción hacia los hombres es una característica femenina, claro, y te hace perder puntos del carné de hombre).

La vida de los hombres en nuestra sociedad ocurre bajo estas y otras imposiciones. El alto índice de suicidios en hombres, las mayores tasas de encarcelamiento que sufren, las agresiones sexuales que se producen en esos entornos, la menor proporción de hombres que consiguen la custodia de sus hijos tras una separación y todos estos fenómenos que el machismo usa para negar el feminismo ocurren como consecuencia de las conductas que hemos enumerado antes. Y no es sorprendente que esto sea uno de los argumentos favoritos de los machistas que, lejos de conformarse con negar que haya un sistema que nos oprima a las mujeres, aseguran que los oprimidos son ellos para nuestro beneficio. Ése es el nivel del machista medio.

No entienden que no solo las mujeres no tenemos ningún interés en mantener la masculinidad –que no es otra cosa que la mentalidad de soldado que nos intenta mantener subyugadas– sino que el objetivo principal y final del feminismo es romper con la idea misma de que existen comportamientos que se deban imponer a personas en función de su sexo. La liberación de las mujeres pasa inevitablemente por destruir la masculinidad, pero el machismo no ve –porque no quiere ver, hay quienes tienen espacio de sobra para volar dentro su jaula– la relación que hay entre la masculinidad y sus consecuencias, e intentan convencernos de que las oprimidas no somos nosotras, sino ellos. Y a muchas, en realidad, las convencen: tienen un sistema enterito que los ayuda a afianzar ese razonamiento superficial e interesado.

Pero, si han aceptado que la crianza y los cuidados es cosa de sus mujeres, ¿por qué la sorpresa de que sea ella quien se quede con las criaturas en un divorcio? ¿Sabe él la talla de los pantalones del niño? ¿Sabe el nombre de la pediatra? ¿A cuántas tutorías ha ido? Éstas son preguntas que se realizan en un juicio y que derivan finalmente en la custodia para la madre, porque es ella quien resulta ser –en la mayoría de los casos– la que sabe todas las respuestas.

Si han acatado las órdenes del patriarcado de no mostrar sus sentimientos, de no pedir ayuda, de no llorar, de no flaquear, ¿cómo es posible que no se expliquen que haya más suicidios en ellos que en nosotras?

Si se les instiga toda la vida a tener y mostrar una fuerte pulsión sexual, que resulta más “pasional” y “masculina” cuanto más incontrolable e insaciable es, ¿por qué les extraña luego que en las cárceles –único lugar en el mundo en el que viven los hombres sin mujeres– sean ellos los violados en vez de nosotras?

Si sólo la ira es la válvula de escape de todas las emociones que puedan llegar a sentir, ¿cómo no van a ser más violentos y agresivos que nosotras? ¿Cómo no van a ser ellos quienes delincan más?

La masculinidad es la raíz de todos los problemas que aquejan a los hombres por el hecho de serlo, pero es también el pilar de su dominación, es la herramienta principal que tiene el patriarcado para asegurar que nadie se mueve lo suficiente como para hacer tambalear su estructura. Y esta estructura es la que hace que nosotras seamos las asesinadas, las violadas, las explotadas sexualmente, y las que los mantiene a ellos como los asesinos, los violadores y los explotadores: que no olviden esto quienes defienden que hace falta un cambio para mejorar la vida de los hombres. Que la masculinidad es una jaula de oro, sí, pero la feminidad es una jaula a secas, más pequeña, sin lujos, sin vistas, y que cuelga en precario equilibro bajo la de ellos.

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