La corrupción no es una fatalidad, tiene solución
Escribo bajo el impacto de las informaciones policiales que confirman pagos y favores de la red delictiva Gurtel a un miembro del Gobierno; anonadada por la revelación de supuestos sobresueldos irregulares y sistemáticos a relevantes dirigentes del PP; atónita ante la cerrazón, la negación y el cinismo de la respuesta de los dirigentes conservadores; humillada como millones de ciudadanos por la sensación de atropello y angustiada por el futuro de nuestra democracia.
Nos hallamos ante el mayor escándalo de corrupción política que haya conocido jamás nuestro país en su historia democrática; un caso solo comparable a escala europea a la Tangentópolis que dinamitó el sistema de partidos de la República italiana hace dos décadas. Es de esperar que este sórdido episodio tenga un desenlace justo, porque de lo contrario no se resentirá solamente la decencia y la moral pública sino los mismos cimientos de nuestra democracia.
Pero, aunque así fuera, es preciso advertir que seguirían en pie los mismos factores que han hecho posible tanto este abuso como otros muchos que se suceden en los últimos meses. Trataré por eso de ahondar en las causas y las soluciones de esta plaga más que en los hechos y conductas ligados al Caso Bárcenas/Gurtel. Y lo haré por una sencilla razón: estos hechos, caso de confirmarse, no admiten otra salida que el apartamiento inmediato y definitivo de todos y cada uno de los políticos implicados, comenzando por el presidente del gobierno bien a través de su dimisión voluntaria o bien a través de su inhabilitación parlamentaria.
Es verdad que la preocupación por la corrupción política no es nueva en nuestro país. Pero sí lo es su espectacular ascenso entre las preocupaciones ciudadanas hasta alcanzar su punto más alto de los últimos quince años.
Han sido condenados dos presidentes autonómicos del PP; se ha establecido la financiación ilegal de un partido de la coalición gobernante en Catalunya (Unió Democrática), Convergencia tiene la sede embargada judicialmente por el caso Palau de la Música y están procesados un yerno del Rey, el ex-vicepresidente económico de Aznar o el extesorero del partido del gobierno, además de un buen número de cargos públicos socialistas y conservadores, entre ellos diputados autonómicos y alcaldes. En otro orden de cosas, el presidente del poder judicial se vio obligado a dimitir en un caso de uso de fondos públicos para su recreo particular y el expresidente de la patronal está en prisión por múltiples delitos “de cuello blanco”.
En cualquier caso, la proliferación de casos de corrupción –junto con la incapacidad de nuestro sistema político para dar respuestas a los problemas fundamentales de los ciudadanos (trabajo, vivienda y ahora salud y educación)- está originando una erosión creciente en la adhesión de nuestra sociedad a su sistema democrático. Según una reciente encuesta de Metroscopia, hasta un 95% de ciudadanos desconfían de las intenciones de los partidos políticos y de la eficacia de la justicia a la hora de combatir la corrupción. Uno de los últimos casos sentenciados de financiación ilegal de un partido, Unió Democràtica de Catalunya, se ha saldado con un pacto que ha ahorrado a sus responsables buenos años de prisión después de que la justicia tardase… ¡16 años! en sentar a los acusados en el banquillo (la lentitud de la justicia es uno de los factores que más facilitan los abusos normativos y mayor desmoralización provocan entre la ciudadanía).
Hasta no hace mucho tiempo, tras la denuncia de un caso de corrupción era convencional advertir que: “La gran mayoría de políticos son honrados, pero una minoría está dañando la imagen del conjunto.”
Pero incluso esa salvedad está comenzando a perder vigencia: Una proporción creciente de españoles piensa que al menos dos de cada diez políticos incurren en prácticas corruptas o asimilables a la corrupción (encuesta de MyWord para la Cadena Ser) y hasta el 88% de ciudadanos creen que en todo caso la mayoría de los políticos solamente persiguen su interés particular o gremial.
Es como si cada vez más ciudadanos se dijeran: “Si es cierto que una mayoría de políticos son honrados, ¿por qué no toman medidas efectivas dentro de sus propios partidos para atajar los casos de gran corrupción y las corruptelas que acaban por salpicarlos a todos?”.
Y efectivamente resulta difícil de explicar que los políticos honrados, que son los principales perjudicados, no reaccionen con más energía. He comentado esta circunstancia a menudo con muchos compañeros socialistas y también con colegas de otras formaciones y creo que hay dos explicaciones:
La primera procede de la sensación de injusticia que se desprende de ciertas acusaciones de corrupción que afectaron en el pasado a políticos relevantes, que fueron utilizadas por sus adversarios políticos fulminando su reputación y su carrera y que, con el tiempo, se revelaron infundadas. Es el síndrome Demetrio Madrid, un presidente de Castilla y León que se vio forzado a dimitir tras un procedimiento judicial que concluyó en su absolución.
La segunda explicación de esta aparente pasividad deriva, en mi opinión, del deficiente sistema de financiación de los partidos políticos que tolera amplias zonas de sombra, pese a ciertos progresos registrados en las últimas legislaturas que han limitado las donaciones anónimas.
A esta opacidad externa se suma un tercer factor: la muy insuficiente vitalidad democrática de los partidos políticos españoles. El sistema de listas electorales cerradas y bloqueadas y el sistema de elección indirecta de las direcciones son dos de las piezas de un mecanismo que concentra casi todo el poder en las cúpulas y subordina a ellas a los representantes públicos y cuadros de cada partido. De esta forma, se sustraen al debate democrático de los militantes muchas de las cuestiones que afectan al colectivo. La financiación es una de ellas, aunque no la única.
Los diputados cobran del partido y no del Parlamento; firman un papel en blanco al principio de la legislatura para la tramitación eventual de recursos e iniciativas cuyo contenido ignoran; deben supeditarse a la dirección para cualquier actividad parlamentaria (preguntas, iniciativas legales, etc.) y, por último, dependen en buena medida de la dirección del partido para figurar en las listas electorales y para hacerlo en una posición elegible. Nada tiene de extraño que los cuadros y responsables públicos, empezando por los diputados, estén atentos no solo la satisfacción de los electores sino también –a veces, sobre todo– de sus dirigentes.
Hasta aquí las dificultades. Hablemos ahora de las soluciones. A menudo se invoca la transparencia como uno de los mecanismos más eficaces frente a las conductas irregulares. Y sin duda lo es, pero resulta insuficiente. Dicho de otro modo, la transparencia de todos los datos oficiales sirve para detectar las contradicciones entre unos y otros pero no para hacer luz sobre lo que sucede en las zonas de sombra. Es difícil –lo acabamos de comprobar una vez más en el caso del extesorero del PP– que quien tiene ingresos irregulares los incorpore a su declaración de renta y patrimonio.
Para empezar es precisa, por tanto, una regulación legal estricta de la financiación de los partidos. La legislación alemana sobre el tema puede servir perfectamente de referencia. Citaré a modo de ejemplo tres de sus disposiciones:
- Los partidos tienen personalidad jurídica plena, es decir, son responsables penales: pueden acusar y ser acusados (artículo 3).
- El tesorero y el presidente de un partido no pueden tener funciones parecidas en ninguna fundación política cercana al partido (artículo 11.2)
- Las cuentas anuales deben presentarse firmadas por el tesorero y el máximo responsable del partido acompañadas de una auditoría externa ante la presidencia del parlamento. Éste puede reclamar información, aclaraciones o una nueva auditoría. Cada dos años la presidencia del Bundestag emite un informe sobre la evolución de la financiación de los partidos.
Por tanto, en primer lugar, transparencia exterior. Pero no basta con los controles externos. Son también imprescindibles los controles internos y para que esos controles sean efectivos deben existir reglas democráticas sobre la vida interna de los partidos. Para seguir con el caso alemán:
- Los congresos, deben celebrarse al menos cada dos años (Artículo 9.1).
- La nominación de candidatos para los parlamentos (federal o estatal) debe realizarse mediante voto secreto. Además, la Ley Federal Electoral establece que deben ser elegidos en asambleas vinculantes.
En mi opinión, resulta ineludible una homologación concreta de los sistemas de elección democrática de los partidos imponiendo votaciones en las que participen directamente al menos todo el censo de militantes. Igualmente creo que es vital para la salud de nuestra democracia poner fin al sistema de listas cerradas y bloqueadas de modo que los representantes se vean obligados a rendir cuentas ante los ciudadanos más que ante sus “superiores”.
Así pues, en primer lugar, transparencia y controles externos; en segundo lugar plena democracia como garantía de control interno. Pero hay un tercer terreno en el que los partidos pueden aprender de otras instituciones.
Los partidos son sujetos que concentran colectivamente un enorme poder delegado por los ciudadanos y que lo ejercen a través de personas que están expuestas a la tentación de la corrupción. Creo que debería reclamarse de los partidos que implantasen mecanismos internos de control tan eficaces al menos como los que existen en otras instituciones. Es el caso de la mayoría de las policías democráticas del mundo, en las que no falta una división de asuntos internos encargada de detectar cualquier indicio de irregularidad o corrupción sin que exista siquiera una denuncia formal. Es el caso también de los departamentos de auditoría interna de las grandes empresas, comisionados para examinar el cumplimiento estricto de los procedimientos y reglas éticas de sus directivos y empleados. Es el caso, en fin, de los sistemas de denuncia interna de conductas abusivas, vía telefónica o Internet y con salvaguarda del anonimato del denunciante, que forman parte de las reglas de buen gobierno de las corporaciones anglosajonas.
Decía hace unos días Durán i Lleida que la extirpación absoluta de cualquier forma de corrupción es inimaginable. Pero son ya demasiados los casos, es demasiada su gravedad y es demasiada la desazón, la impotencia y la rabia que acumulan los ciudadanos como para permanecer cruzados de brazos. Lo que nos jugamos es sencillamente un sistema, la democracia, que solo puede sobrevivir con la confianza de los ciudadanos.