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Una crisis ética monumental

Víctor Alonso Rocafort

El escándalo de las tarjetas negras de Caja Madrid arrasa, más aún si cabe, con el prestigio de la clase política y económica que ha dirigido el país en las últimas décadas.

Sin generalizar, de acuerdo, pero resulta que los representantes de Izquierda Unida, o de sindicatos como UGT y Comisiones Obreras, también se apuntaron al todo gratis a costa del contribuyente. Por no hablar de los más habituales en estas lides como son altos directivos, responsables de la patronal o consejeros escogidos desde PP y PSOE. ¿Cómo es posible que todos cayeran?

Si no empezamos a analizar la monumental crisis ética en la que estamos inmersos, al menos con la misma intensidad que hemos hecho con las crisis económica y política, será difícil que salgamos de este lodazal.

El estudio de la reciente crisis económica ha ido revelando que los problemas no empezaron en 2008. Había detrás un modelo de crecimiento injusto y desigual, de salarios congelados y beneficios disparados, de falta de respeto al medio ambiente y sumisión a los dictados neoliberales. Esto vendría a destruir gran parte de las conquistas públicas que tímidamente se habían ido erigiendo tras la dictadura. Decisiones cruciales en los primeros años del posfranquismo marcaron el rumbo del naufragio actual. La apuesta por un modelo urbanístico del que dependiera la financiación municipal puso la puntilla.

Algo parecido podemos decir de la crisis política. Los elementos oligárquicos de nuestra representación vencieron desde un comienzo a los contrapesos democráticos: ni el interior de los partidos se organizó democráticamente, ni se contó con mecanismos de rendición de cuentas adecuados, ni se fomentó la deliberación y la participación ciudadanas. Como resultado, proliferaron en los aparatos los menos adecuados. Y los partidos gubernamentales estrecharon sus vínculos con los poderosos, no con los representados.

Los desahucios hacen que afrontemos con ira el desfalco de Caja Madrid. La crisis aviva la indignación por la corrupción, y esto debe llevarnos más allá. Indagar en los fundamentos del colapso ético en España se sitúa como condición básica para el cambio, para saber dónde y cómo se ha de actuar. Será imposible transformar de manera efectiva la economía y la política del país si no reflexionamos sobre esto.

Ya no parecen valer las dimisiones, tampoco las promesas de firmeza. Ni siquiera el bienvenido cambio de caras con supuestos pasados impolutos. Es insuficiente.

Tenemos un presidente que escribía a Luis Bárcenas para que aguantara. Se le descubrió, Bárcenas tiró de la manta y no ha pasado nada. Mientras, ya se ha acreditado que el partido que gobierna el país ha gozado de contabilidad B durante años. Por no hablar de la Casa Real y la punta del iceberg que supone el caso Nóos. Los ERE de Andalucía trituran aún más la credibilidad de viejos dirigentes socialistas que ya andaban en altos cargos cuando Filesa y los GAL, también de sindicalistas pertenecientes a organizaciones que han puesto la alfombra roja al despojo. Por no hablar del prestigio de otrora grandes estadistas como Jordi Pujol, con dinero en Suiza desde hace décadas. Todo es mentira, que cantaba Manu Chao.

Hay una línea material clara entre el puñado que se ha lucrado impunemente y quienes sufren el expolio. Si no se busca de manera contundente hacer justicia, arrastraremos taras que nos impedirán salir adelante como democracia. Ahora bien, esto no debe quedarse en la repulsa pública de los demonios del 1% por un pueblo de ángeles, pues poco solucionaríamos de cara al futuro.

El carácter (ethos) de una persona a menudo se presenta cambiante, incluso imprevisible para sí. Hemos de aceptar que las descripciones que hacemos de quienes conocemos bien son transitorias amén de aproximadas. Una simple acción mañana puede dar al traste con una vida honrada. Como protección frente a ese perro amenazante que anda jugando a nuestro alrededor –así caracterizó Santayana una vez al desgobierno– podemos construir identidades íntegras. Es decir, personalidades capaces de integrar con cierta solidez de carácter, de manera más o menos armoniosa, todas esas fuerzas que nos recorren en los planos racional, emocional e imaginativo.

El carácter de una comunidad política es más difícil de precisar, también de integrar. El punto de partida en ella siempre es el ciudadano. Y somos millones. De ahí que cuando hablamos de instituciones no nos referimos a entes con vida propia. Estas son habitadas, diseñadas y puestas en marcha por personas. No podemos lavarnos las manos personificando mediante figuras retóricas a grandes colectivos. Hechas estas precauciones, hay culturas políticas compartidas, valores comunes.

En nuestro caso, puede sernos de ayuda analizar lo que otras dimensiones de la crisis nos han mostrado acerca de esta aguda corrosión del carácter sufrida por demasiados de entre quienes han tocado poder en empresas e instituciones.

En oligarquías civiles como la nuestra se da un pacto implícito entre los oligarcas y los altos cargos políticos del Estado. Se conforman unas leyes básicas que fomentan el funcionamiento adecuado del sistema económico que tanto beneficia a los primeros, y a cambio estos renuncian a la defensa armada de sus privilegios. El Estado mantiene así el monopolio de la violencia, garantizando ciertas libertades a la población. Ningún oligarca podrá pasarse de determinadas líneas rojas, más allá de acumular y explotar legalmente a sus trabajadores. Como contrapartida sus propiedades e ingresos estarán protegidos.

Este contrato fundacional entre los de arriba, como se ve, además de injusto es poco ético. No ayuda a conformar una comunidad íntegra, sino plena de agudas disonancias. Todo lo mueven desigualdades de partida y una feroz competencia. El máximo beneficio se sitúa en el centro de la gráfica, tal y como se aprende en las facultades de economía de todo el mundo. Y en las almas de los individuos se espolean hambres ancestrales, voracidades primigenias que analizaron los mismos clásicos que hoy, no por casualidad, se ven expulsados de los currículos académicos.

Para Platón el cuidado del alma pertenecía al mundo político. Sócrates era capaz de preguntar a sus conciudadanos quién era más feliz, si el justo o el injusto. Les espetaba en plena calle si preferían cometer o sufrir injusticia. Cuestiones que hoy ya no nos asaltan. En el Gorgias tenemos un tonel agujereado que hace las veces de alma insaciable, siempre desdichada y sedienta. No se me ocurre imagen más triste.

La crisis política tiene fallas éticas en su propio plano, y nos remite a las viejas cuestiones. El desprecio por la amistad política ha hecho que los partidos se conformen como grupos cerrados donde la sumisión al líder paterno y al escalafón se ha mezclado, en general, con el ocultamiento de las injusticias del hermano fiel. Al menos hasta que han salido a la luz por investigaciones ajenas. La lucha por el poder ha sido tan descarnada que haría palidecer al propio Schumpeter. No se ha fomentado la formación sobre lo público, atacando la cultura popular, los centros sociales y las humanidades. Y se ha dado la espalda a valores democráticos básicos, a la confianza en el juicio ciudadano informado, desde la autoconstitución de una élite profesional cerrada, experta, con acceso reservado a grandes informaciones y decisiones.

Pero más allá de las instituciones de la política profesional, en las escuelas y universidades, en los medios de comunicación, en las empresas grandes más que en las pequeñas, que también, ciertas prácticas se han extendido sin apenas discusión. El principio de jefatura ha arrasado. La precariedad y el espantajo del gran paro, en medio de la debacle sindical, han silenciado disidencias. Los parresiastas, es decir, aquellos que se han atrevido a alzar la voz de manera libre y veraz sin plegarse a lo injusto, han sido censurados o expulsados. Los amantes de los atajos han medrado. Y una ceguera moral se ha instalado densa en nuestras instituciones: se sabe que se alteran los concursos públicos, que hay algo llamado 3% o que ese tren de vida no es normal, y se mira hacia otro lado. O se cae en el propio engaño, normalizándolo.

La distancia entre el decir y el hacer se ha aceptado como abismal. Medios de comunicación de discurso progresista explotan a becarios, o hacen ERES, mientras sus dueños nadan en la abundancia. En las aulas se asiste a clases de democracia mientras el desgobierno de lo público en pasillos y despachos es evidente. Quienes enchufan conferencian sin rubor contra el enchufismo. Y finalmente, hasta hace nada, en los Congresos los dirigentes cantaban puño en alto una vieja canción revolucionaria con los ojos brillantes ante las puertas giratorias.

El ser honrado ha sido cosa “de gilipollas”, como decía recientemente de manera abrupta pero real el Gran Wyoming. Cambiar una percepción tan extendida y poderosa entre la élite, también entre sus admiradores y votantes, no es fácil. En los últimos años estamos asistiendo a lo que puede ser un gran cambio de mentalidades. Aflora la vergüenza, no se naturaliza tan fácilmente lo indigno, y hay algo más de coraje para plantarse.

Se confunden así radicalmente quienes piensan que las urgencias por ganar deben dejar a un lado el obrar bien. Esto último es la clave del cambio. Únicamente podremos salir de esta crisis política y económica, trayendo a raudales democracia e igualdad, si afrontamos de manera conjunta el colapso ético aprendiendo desde la ejemplaridad de cada paso. Y que se contagie. Solo así los nuevos diseños institucionales y organizativos por crear, tan necesarios, tomarán vida con una nueva cultura cívica.

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