En defensa del populismo económico
Los populistas aborrecen las restricciones al poder ejecutivo. Puesto que dicen representar al “pueblo” en su totalidad, consideran que todo límite a su ejercicio del poder atenta contra la voluntad popular, y sólo puede estar al servicio de los “enemigos del pueblo”: las minorías y los extranjeros (para los populistas de derecha) o las élites financieras (en el caso de los populistas de izquierda).
Es una forma peligrosa de entender la política, porque permite a una mayoría pisotear los derechos de las minorías. Sin separación de poderes, sistema judicial independiente y libertad de prensa (algo que todos los autócratas populistas, desde Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdoğan hasta Viktor Orbán y Donald Trump detestan) la democracia degenera en tiranía de quien acierte a estar en el poder.
En el populismo, las elecciones periódicas se vuelven una cortina de humo. En ausencia del Estado de Derecho y de las libertades civiles básicas, los regímenes populistas pueden prolongar su reinado manipulando medios y tribunales a su antojo. La aversión de los populistas a los límites institucionales se extiende a la economía, donde el ejercicio del pleno control “por el bien del pueblo” no admite que se interpongan organismos reguladores autónomos, bancos centrales independientes o las normas del comercio internacional. Pero mientras que en el ámbito político el populismo es casi siempre pernicioso, hay ocasiones en que el populismo económico se justifica.
Comencemos por analizar los motivos que puede haber para restringir la política económica, algo que suele ser del agrado de los economistas, porque cuando la definición de políticas es totalmente dependiente del tira y afloja de la política interna pueden producirse resultados sumamente ineficientes. En particular, la política económica suele padecer lo que los economistas llaman inconsistencia temporal: es común que los intereses inmediatos impidan la implementación de políticas que son mucho más deseables a largo plazo.
Un ejemplo de manual es la política monetaria discrecional. Cuando un político tiene poder para emitir dinero a voluntad, puede ocurrir que decida generar una “inflación sorpresa” para estimular la producción y el empleo en lo inmediato, por ejemplo, antes de una elección. Pero esto es contraproducente, porque las empresas y los hogares ajustan las expectativas inflacionarias, y al final, lo único que se consigue es más inflación sin ninguna mejora de la producción o el empleo. La solución es un banco central independiente, aislado de la política, que sólo deba cumplir el mandato de mantener la estabilidad de precios.
Los costos del populismo macroeconómico son bien conocidos por la experiencia latinoamericana. Como señalaron hace años Jeffrey D. Sachs, Sebastián Edwards y Rüdiger Dornbusch, las políticas monetarias y fiscales insostenibles fueron la ruina de la región hasta que en los noventa comenzó a prevalecer la ortodoxia económica. Las políticas populistas producían periódicamente graves crisis económicas, que perjudicaban especialmente a los pobres, hasta que para cortar el ciclo, la región se volcó a las normas fiscales y a los ministros de finanzas tecnocráticos.
Otro ejemplo es el tratamiento oficial de la inversión extranjera. En cuanto una empresa extranjera hace una inversión, queda básicamente cautiva de los caprichos del gobierno anfitrión, que olvida fácilmente las promesas que hizo para atraerla, y las reemplaza por políticas que la exprimen en aras del presupuesto nacional o de las empresas locales.
Pero los inversores no son estúpidos y, por temor a que pase esto, invierten en otra parte. La necesidad de credibilidad de los gobiernos llevó entonces a la aparición de tratados comerciales con cláusulas de arbitraje de disputas entre estados e inversores, que permiten a las empresas demandar a los gobiernos en tribunales internacionales.
Todos estos son ejemplos de restricciones a la política económica en la forma de delegación de poderes a organismos autónomos, tecnócratas o reglas externas. Según esta descripción, cumplen la valiosa función de impedir que quienes ejercen el poder apliquen políticas imprudentes que sólo los perjudican.
Pero también puede ocurrir que las restricciones a la política económica traigan consecuencias menos benéficas. En particular, si son restricciones instituidas por grupos de intereses especiales o élites para consolidar su control permanente de la formulación de políticas. En esos casos, la delegación a organismos autónomos y la sujeción a normas internacionales no están al servicio de la sociedad, sino de una estrecha casta de “iniciados”.
Uno de los motivos de la reacción populista actual es la creencia (no del todo injustificada) de que la segunda descripción es aplicable a buena parte de la política económica de las últimas décadas. Las negociaciones comerciales internacionales han estado cada vez más supeditadas a la influencia de corporaciones multinacionales e inversores, lo que dio lugar a regímenes globales desproporcionadamente favorables al capital en detrimento de los trabajadores. Ejemplos claros son las normas estrictas sobre patentes y los tribunales internacionales para inversores. Otro es la captura de los organismos autónomos por las industrias que supuestamente deben regular. Los bancos y otras instituciones financieras han sido especialmente capaces de salirse con la suya y establecer reglas que les dan total libertad de acción.
Los bancos centrales independientes fueron actores fundamentales para controlar la inflación en los ochenta y los noventa; pero en el actual entorno de baja inflación, su insistencia en la estabilidad de precios imparte un sesgo deflacionario a la política económica, y está en tensión con la generación de empleo y el crecimiento. Es posible que esta “tecnocracia liberal” esté en su apogeo en la Unión Europea, donde las normas y regulaciones económicas se diseñan a considerable distancia de la deliberación democrática nacional. Esta divergencia política (el llamado “déficit democrático” de la UE) ha dado lugar en casi todos los estados miembros al surgimiento de partidos políticos populistas y euroescépticos.
En estos casos, bien puede ser deseable flexibilizar las restricciones a la política económica y devolver poder de decisión a los gobiernos electos. En tiempos excepcionales se necesita libertad para experimentar con la política económica. La historia nos ofrece un excelente ejemplo con el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Para llevar a cabo sus reformas, FDR tuvo que eliminar las ataduras económicas impuestas por jueces conservadores e intereses financieros en el plano interno, y por el patrón oro en el plano externo.
Debemos estar siempre en guardia contra el populismo que asfixia el pluralismo político y debilita las normas de la democracia liberal. El populismo político es una amenaza que debe evitarse a toda costa. Pero a veces el populismo económico es necesario; de hecho, en momentos así, puede ser el único modo de anticiparse a su pariente político, que es mucho más peligroso.