¿Por qué a la derecha española le gusta tanto el verbo adoctrinar?
No hay mejor defensa que un buen dogma y el de que los niños y niñas son adoctrinados por la izquierda, los radicales y los desviados, es un clásico al que vamos a tener que acostumbrarnos. La derecha en España, tanto la más conservadora como la neoliberal, ha leído a Noam Chomsky y ha descubierto en el octogenario lingüista norteamericano una fuente de inspiración. “Si no puedes con ellos, usa sus argumentos”, deben haber pensado. (Nótese la ironía)
La tesis del ‘adoctrinamiento’ en boca de quienes honran el orden, la disciplina y el (auto) control no debe sorprendernos. Como buen clásico (y buen dogma) es previsible que se vocifere cada vez que los defensores de la unidad -sea esta la de la patria, la cultural o la familiar- necesiten blindarse ante la diferencia, la diversidad, la disidencia o la disparidad. Para ellos, la universalidad de los derechos y libertades es un ataque mortal (y moral) a los credos en los que se sostiene el sistema del que extraen sus privilegios y un trato especial.
Para quienes temen coexistir con una pluralidad de lenguas, identidades, religiones, culturas o razas, alegar ‘adoctrinamiento’ es un mecanismo de defensa legítimo y, en pleno siglo XXI, hasta progresista. La diferencia con uno de los padres del concepto, Chomsky, es que para ‘sus nuevos discípulos’ es importante el enfrentamiento y la polarización. Por eso, hablan de permisividad en vez de bien común, de radicalismo en lugar de libertad y de ideologías extremas y no de los derechos a proteger. En su mensaje señalan los preceptos que los suyos deben acatar, sin cuestionarlos y sin fisuras. O estás conmigo o estás contra mí.
Ya lo estamos viendo en la estrategia que está siguiendo Hazte Oír para sacar de las escuelas los contenidos de diversidad afectivo-sexual que, a su juicio, adoctrinan en ‘homosexualidad’, ‘transexualidad’ y enseñan a odiar a quienes defienden un modelo tradicional de familia. Ahora, en el punto más álgido del conflicto catalán, le ha tocado el turno a la escuela catalana tras haber jugado sus espacios y su comunidad educativa un papel clave el pasado 1 de octubre. Se la acusa de estar educando a las niñas y niños en el independentismo y en el odio a España. De nada sirve en este momento que, sin ser una escuela perfecta, existan informes (como los de la Fundació Jaume Bofill) que señala cómo -a pesar de la crisis y los recortes- ha sido la implicación de los profesores la que ha hecho que la calidad de la enseñanza, en Cataluña, mejore y aumente. Tampoco que en el marco europeo, la escuela catalana se la reconozca por su apuesta constante por la innovación pedagógica.
La duda se siembra y los casos aislados se sobre dimensionan y se utilizan como parte de la propagación de la tesis de ‘adoctrinamiento’. Pero lo cierto, y esto es lo complejo, es que este tipo de acusaciones de adoctrinar a los niños, en sí mismas, adoctrinan cuando tratan de mantener (o reponer) un statu quo. En el caso catalán, no solo se cuestiona la profesionalidad de los docentes y la intencionalidad que puede haber detrás, sino que se trata de extender una idea: el independentismo es malo y el españolismo bueno. En el caso de Hazte Oír, más allá de los tentáculos del denominado lobby gay, la acusación de adoctrinamiento busca subrayar que la diversidad afectivo sexual no es normal y que lo suyo es que un hombre esté con una mujer.
Lo perverso de estas acusaciones es el caos al que llevan a quienes formamos parte de la sociedad al dividirla entre buenos y malos en base a prejuicios y estereotipos. O se está con unos o con otros. Es entonces cuando dos formas de entender el mundo entran en conflicto. Algo sumamente necesario para quienes quieren recuperar el control sobre aquello que están a punto de perder, para quienes ‘adoctrinar’ es mucho más que un verbo que conjugar, es la batalla que ganar.