Cuando todos desconectan
España ha desconectado ya de Catalunya, afirmó el President Puigdemont en su mensaje institucional de la Diada. Presentó como pruebas desde el olvido de las infraestructuras catalanas a los problemas de los servicios ferroviarios de cercanías, para acabar en la parálisis política en Madrid. El trayecto de su razonamiento resulta un tanto mareante pero no le falta razón. Aunque constatando la pasión demostrada por partidos políticos y medios para sacar y afinar sus máquinas de contar manifestantes, más que ante una desconexión parece que estuviéramos ante una sobrecarga en la línea.
Que en Madrid hay un gobierno que ni antes, ni ahora en funciones, conecta o quiere conectar con cuanto sucede en Catalunya constituye una evidencia incontestable. Ni entiende ni quiere entender que en Catalunya no hay un problema. Existe una realidad política y una demanda social que exige ser gestionada y atendida. No es un bluff, no se trata de un montaje, ni un invento, ni están todos pagados por el oro de la Generalitat. Una mayoría social amplísima quiere votar y casi la mitad de los catalanes quieren irse.
Satirizar, ignorar o criminalizar tal realidad puede que retorne muchos votos en Madrid o en Andalucía, pero ni es un plan de vida ni una estrategia de futuro; solo trae unidad para hoy y hambre para mañana. El entusiasmo adolescente exhibido por Mariano Rajoy para recuperar “el desafío soberanista” como uno de los ejes de la trama de su película de miedo puede ayudarle a ganar las terceras elecciones, pero la historia nos enseña que no se puede gobernar España contra Catalunya.
Se desconectan de Catalunya quienes se empeñan en negar la demanda masiva de un referéndum y facilitarla por medio de esa reforma constitucional integral que ya lleva una década de retraso. Pero también yerran quienes se empeñan en contar a su favor una mayoría social que les falta, mientras utilizan la agresividad de la derecha española como gasolina para su proceso.
El President sabe que hay una mayoría que quiere votar pero que eso ni es lo mismo ni implica que quieran votar a favor de su hoja de ruta. Los resultados electorales de los últimos cinco años resultan claros: el nacionalismo tiene mayoría para gobernar pero no para declarar la independencia. La historia nos enseña que para acabar bien este tipo de decisiones exigen mayoría absoluta social, no sólo parlamentaria.
Unos y otros se hacen trampas a la hora de sumar votos a un lado y al otro intentando pasar la realidad a su bando, cuando la realidad es que todos están desconectados de ella y prefieren mantenerse así, antes que asumir el riesgo y el coste de buscar una salida política que pueda respaldar una mayoría razonable. En el fondo ese es el principal problema.