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El discurso del rey: desastre sin paliativos

El rey Felipe VI, durante su discurso sobre Catalunya.

Javier Pérez Royo

El discurso del rey no debió producirse, porque un discurso de esa naturaleza no tiene encaje en una Monarquía Parlamentaria. Por muy difíciles que sean las circunstancias o, mejor dicho, cuanto más difíciles sean las circunstancias, menos se justifica la intervención de una magistratura hereditaria, que, justamente por ello, carece de legitimación democrática.

El discurso del rey fue un acto de profunda deslealtad respecto del poder constituyente del pueblo español. En la Constitución el principio de legitimación democrática del Estado figura en el art. 1.2 CE: “la soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado”. A continuación viene la Monarquía parlamentaria: “la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, dice el art. 1.3 CE.

El art. 1.2 CE es el presupuesto del art. 1.3 CE, sin el cual este último resulta inexplicable. Sin legitimación democrática se puede ser “órgano”, pero no “poder” del Estado y, en consecuencia, no se puede tener una intervención de naturaleza política, como fue el discurso del rey. En el discurso del rey hubo falta de respeto a la Constitución y deslealtad al poder constituyente del pueblo español.

Pero el discurso no solamente fue un error porque se produjo cuando no se debía haber producido, sino además por el contenido y por la forma del mismo. El rey no supo estar a la altura de lo que las circunstancias tan difíciles exigían y pronunció un discurso, que no solamente no va a contribuir a encontrar una salida al laberinto en que nos encontramos, sino que puede contribuir a todo lo contrario.

El rey, para articular el discurso, disponía de múltiples posibilidades, pero dada su posición en el pináculo del edificio constitucional, dos destacaban sobre todas las demás. El rey podía haber hablado en nombre del Estado o en nombre de la Nación.

Son dos perspectivas distintas, que, sin embargo, no tienen por qué ser antagónicas, porque pueden ser complementarias. Pero son perspectivas desde las que se construyen discursos distintos.

Felipe VI optó por hablar exclusivamente en nombre del Estado, reproduciendo los términos en que viene expresándose el presidente del Gobierno desde hace años. El rey se identificó con la posición del PP y de Ciudadanos, esto es, de la derecha española, sin tomar en consideración ninguna de las contribuciones de los demás partidos y de manera especial de las aportadas por el PSOE. Las reacciones de los portavoces de los distintos partidos hablan por sí solas. La incomodidad de José Luis Ábalos en la entrevista en Hora 25 no podía ser más expresiva.

Si el rey hubiera hablado en nombre de la Nación, el discurso podría haber sido completamente distinto. Hubiera podido decir que su preocupación es mantener la unidad de la nación española en su enorme diversidad, expresar su preocupación por los desgarres y fisuras que se estaban poniendo de manifiesto y dirigirse a todos los ciudadanos, independentistas incluidos, para evitar que los desgarres y fisuras pudieran ir a más.

Podría haber afirmado que entendía su función en el edificio constitucional como la de contribuir a encontrar una fórmula de convivencia en la que todos, independentistas incluidos, se encontraran cómodos. Añadir que, en su opinión, eso únicamente se puede conseguir con un diálogo de buena fe y terminar, por último, lamentando lo sucedido en los últimos días.

A continuación hubiera podido hablar en nombre del Estado y dejar claro que, en ningún caso, se puede tolerar el quebrantamiento de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico y añadir que la Constitución únicamente puede ser reformada mediante los procedimientos de reforma previstos en ella misma, los cuales exigen, dada las mayorías exigidas, un diálogo entre todos.

Con un discurso de este tenor, el rey podía haber contribuido a reducir la tensión y abrir la puerta para un escenario distinto de aquél en que ahora mismo nos encontramos. No entiendo muy bien por qué excluyó esta posibilidad.

La posición del rey no puede ser la de repetir el discurso del presidente del Gobierno, entre otras cosas, porque en lugar de fortalecerlo, lo debilita, lo devalúa. ¿Qué confianza se puede tener en un Presidente del Gobierno, que necesita que el rey venga en su ayuda?

El rey, en sus relaciones con todos los partidos políticos, tiene que ser neutral. Si deja de serlo, pone en peligro su propia presencia en el sistema político. En su discurso del martes dejó de serlo. Y además se notó. Y mucho. Por lo que dijo y por cómo lo dijo. Su lenguaje, también el corporal, fue de una agresividad extraordinaria, con expresiones no solo contundentes sino hirientes. Todo lo contrario de lo que la sociedad española, tan angustiada por los acontecimientos del fin de semana, necesitaba.

El error ha sido mayúsculo. Su padre, el rey Juan Carlos I, en el año inicial de la transición, en junio de 1976, calificó en entrevista al semanario Newsweek la acción del Gobierno Arias como un “desastre sin paliativos”, propiciando con ello la dimisión de Arias y sus sustitución por Adolfo Suárez. Con estos mismos términos habría que calificar el discurso del rey del pasado martes.

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