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La distribución del voto de los independentistas

Ley secesión catalana prevé la independencia inmediata si no hay referéndum

Antonio Franco

Es muy probable que desde el resto de España no se perciba con suficiente nitidez que en Catalunya a la estricta división entre el voto separatista y el constitucionalista hay que sumarle un profundo matiz de enfrentamiento dentro de ambos lados. Y centrándonos en el soberanismo, aunque el deseo de independencia sea el gran cemento unificador común de Esquerra Republicana, los exconvergentes y la CUP, entre estas tres fuerzas existen distancias políticas y de rivalidades personales -que se llevan a las urnas por imposibilidad de decantarlas hacia un lado u otro por ninguna otra vía- tan enconadas como las que les separan de las formaciones que desean seguir dentro de España.

¿A quiénes votarán el 21D los que podríamos llamar “separatistas de siempre”? Quizás habría cierto consenso en definirlos como los catalanes -ya de cierta edad- que se sienten por principio esencialmente diferentes a los españoles. Distintos per se (por razones culturales e históricas), invadidos y sometidos bélicamente, y colonizados administrativamente; por lo tanto, con conciencia activa de ser unos resistentes para el largo plazo. Hay una variante de ellos: los catalanes que desde actitudes más pasivas, menos conscientemente resistenciales y desde posturas más emocionales que racionales, nunca han dejado de soñar que ojalá Catalunya deje un día de formar parte de España. Estos segundos separatistas siempre habían pensado que la secesión podría llegar por vías imprecisas, caídas del cielo, paralelas en cierto sentido a las que muchos españoles esperan que les lleve algún día a la recuperación sin prisas ni guerras de Gibraltar.

Estos “separatistas de siempre” son los que hasta hace pocos años encuadrábamos en la proximidad de un 20% de la población. Ahora hay, sin embargo, unos “nuevos separatistas probablemente para siempre”. Se trata fundamentalmente de los jóvenes que van llegando o han llegado ya a la edad de votar entendiendo como natural que no hay razones para continuar supeditados a lo que estiman que es España: un estado bastante mediocre democráticamente hablando que además les aprecia poco. Lo encuentran gastado por no haber completado de forma moderna lo que fue inicialmente una exitosa transición. Lo saben poco flexible y popularmente malcarado en el reconocimientos de las realidades plurinacionales internas. Lo detectan agresivo respecto a su lengua propia. Lo constatan injusto a la hora de atender las necesidades económicas cualificadas que requiere su tipo específico de desarrollo... Y en un momento en que España vive gobernada por una derecha manifiestamente corrupta -más que la propia Catalunya- pero muy difícil de ser desplazada por la fragmentación de quienes se le oponen, encima no tiene un proyecto ilusionador. Y en Catalunya sí que se lo han sabido crear. Y es atractivo: desenvolverse dentro de la UE desde unos poderes propios más próximos (mejor conocedores de sus problemáticas) y menos enquistados en esa cierta rigidez del siglo pasado que tienen los de Madrid, que a partir de parámetros culturales y sociales distintos giran en torno a una monarquía aquí poco apreciada cuando se compara con el modelo republicano, y que se apoya en unos altos cuerpos del Estado poco convincentes respecto al principio de la separación de poderes (la Justicia, sin ir más lejos, sigue inercias derivadas de la etapa franquista).

Ninguno de esos tres bloques independentistas descritos tiene la menor posibilidad de dar marcha atrás en su determinación absoluta de cara al 21D. Desprecian la convocatoria. Pero se aprestan a aprovecharla, aunque sólo sea para efectuar a partir de ella un repliegue que luego, en caso de victoria, les permita avanzar aunque sólo sea un milímetro más aunque tenga que ser conviviendo con la Constitución y el Estatut autonomista. Pero su secesionismo ya es estructural.

Existe sin embargo otro conglomerado actualmente separatista cuya conducta electoral sí tiene posibles resquicios y caminos de vuelta. Lo forman unos ciudadanos de edades medias que estos últimos años se han ido animando a irse a través del entusiasmo contagioso de las Diadas, frente a errores españoles como el frenazo al Estatut tras haber sido refrendado ya por las urnas y por las Cortes, y que han sido activados con propagandas activas y persistentes. Me refiero a que han sido eficaces las campañas “España nos roba”, “Viviríamos mejor sin ellos, sin que se recuesten tanto en nosotros”, “Nos saldría gratis: no nos costará nada lograr la independencia”, “España no podrá impedirla porque tenemos la razón”, “Lo hemos preparado muy bien; lo tenemos todo previsto”, “Europa nos respaldará; por debajo de la mesa ya nos lo promete”, “La abulia de Rajoy le hará dar pasos violentos en falso que crearán una situación sin retorno”...

Después de vivir inmersos durante años en un ambiente dominado por estos eslóganes ahora hay gente de este otro sector que se siente engañada; personas decepcionadas por la tocata y fuga del mes de octubre (y que lo estarían más si no se hubiesen producido las violencias desaforadas y ya emblemáticas del 1-O, o no se celebrasen las elecciones bajo el peso psicológico de los políticos presos o huidos); hombres y mujeres que han detectado las mentiras, la trampa de las ambigüedades y de los mensajes solemnes que no se sabía si eran un sí o un no; sectores que hacen balance no solamente del coste real de la huida masiva de bancos y empresas, y de los efectos de la desestabilización general del país y de los enfrentamientos que han provocado los líderes que apoyaban, sino que se enfrentan cada día a nuevos datos a la baja que ensombrecen su futuro y el de sus hijos, y que se asombran cuando les insinúan posibles ventajas de salir de una UE a la que el independentismo oficial tacha cada vez más de antidemocrática por su respaldo a España.

Puestas las cosas así, ¿cómo dividirá su voto el conglomerado independentista el próximo 21D, teniendo en cuenta además que la ley D'Hondt castiga la desunión respecto a su planteamiento anterior. ERC parece intentar atraer a los secesionistas dispuestos a soportar una nueva legislatura autonómica en la que se trabaje para volver a intentar conseguir la independencia por vías estrictamente legales. Oriol Junqueras -o en su defecto Marta Rovira- parecía tener asegurada la presidencia de la Generalitat hasta que le han salido desde enfrente el ascenso del españolismo de Ciudadanos y las nuevas coherencias que intenta tejer Iceta desde el PSC.

Pero el gran lastre de Esquerra es el emborronamiento de la situación que le está creando ese emborronador sistemático de situaciones que es Carles Puigdemont. Éste sacrifica la continuidad de la vieja Convergencia (que apenas presenta miembros del partido en puestos con posibilidades de escaño) para intentar forzar su propia continuidad personal al frente del Palau de la Generalitat como desafío a una destitución que no acepta. Puigdemont no sólo apela a la emotividad de quienes se sienten heridos por lo que ha comportado el 155, sino que deja entrever la posibilidad de que si otra persona -Junqueras incluido- le ganase en la investidura Catalunya tendría dos presidentes supuestamente legítimos a la vez. Se trata de un chantaje descomunal.

Por todo ello, es razonable pensar que los independentistas más posibilistas -ahora temporalmente “de orden”- mayoritariamente apoyarán a Esquerra. Los más emocionales y radicales, partidarios de una etapa de confrontación más fuerte y de una vida cotidiana más encrespada contra Madrid y Bruselas, le darán el voto a Puigdemont, que también podría tener simpatías en los veteranos testimoniales de la tercera edad . Por su parte los frontalmente rupturistas que harán la ficción de intentar vivir como si ya existiese la República Catalana seguirán dando su papeleta a la CUP. Y numéricamente irán probablemente en ese orden.

Pero todo el independentismo comparte un sudor frío. Es el temor a que una franja del sector del secesionismo no consolidado y ahora decepcionado decida quedarse en casa el 21D. O salte coyunturalmente hacia formaciones como En Comú-Podem, de los sólidos Xavier Domènech y Ada Colau, o a la estabilidad reconciliadora que propugna Miquel Iceta. O porque el anunciado ascenso importante de Ciudadanos pueda pasar por primera vez desde el plano de los sondeos al de los resultados reales. Con cualquiera de esas posibilidades el independentismo puede perder las riendas de la Generalitat. Y eso no sólo supondría un mazazo histórico de largo efecto contra el Procés sino que de momento abriría las puertas a una Catalunya diferente a la que hemos vivido desde el día que Artur Mas decidió empezar a hacer sus juegos de manos.

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