La educación, ¿un valor al alza?
Es recomendable el artículo que el pasado 29 de noviembre publicaba eldiario.es, “La educación en 2030: una escuela menos relevante y un aprendizaje más individual”, del que rescato que “siete de cada diez expertos de WISE (Cumbre Mundial por la Innovación en Educación, en sus siglas en inglés) opinan que la financiación de la educación dejará de ser cosa fundamental de los estados, para pasar a las familias o incluso a las empresas”. A la vista de la última reforma educativa y del funcionamiento del sistema educativo en los últimos años, el hecho de que cada vez el Estado se des-responsabilice de sus obligaciones, lejos de ser una sorpresa, es una muestra más que consolida su debilitamiento como ente garantista del bienestar y de los derechos básicos de la ciudadanía, lo que pone de manifiesto:
1. Falta de responsabilidad de los poderes públicos: la responsabilidad social del estado desaparece, así como la protección de un derecho humano fundamental, el derecho a la educación. Especular con los derechos humanos me parece inadmisible, y sin embargo, la tendencia se está alimentando paulatinamente. Por ejemplo, basta con detenernos en los presupuestos de 2015, en los que a pesar de que el gasto en educación ha subido un 4,5% se ha restado de manera significativa la asignación para la educación compensatoria, la formación del profesorado y para las enseñanzas artísticas. ¿Será que estas áreas no son consideradas prioritarias para el Ejecutivo?
2. Sobrecarga de la economía familiar: según el artículo inicialmente citado, se estima que las familias tendrán que asumir el 43% de la financiación en educación, lo que muestra un incremento del gasto familiar, o lo que es lo mismo, una sobrecarga del plato de la balanza de los hogares, en detrimento de la del Estado. Esto conduciría a los núcleos familiares a una necesidad de incrementar sus ingresos, duplicando o triplicando las jornadas laborales actuales.
Todo ello, con el añadido del trabajo de cuidado no remunerado que se genera en el ámbito doméstico, y que no se encuentra cuantificado en estadísticas oficiales. Ante ello me pregunto, ¿este escenario es compatible con la conciliación y las políticas de igualdad?, ¿cómo afectaría esta situación a la salud de los miembros familiares?, ¿cuánto tiempo podrá destinar de media una persona adulta a tareas distintas a la mera actividad laboral?
3. “Nuevo” papel de las empresas: según este nuevo escenario, las empresas pasarían a tener un nuevo negocio objetivo, que sería el de la educación, en el que la impartición de contenidos y la transmisión de valores quedarían en un segundo lugar, con el riesgo añadido de pasar, en palabras de Jesús Sánchez-Camacho, profesor de educación primaria, de un “sistema educativo” a un “sistema de adoctrinamiento”, ya no sólo ideológico, sino también empresarial.
Y es que, ¿qué tipo de empresas serán las que financien esta nueva realidad?, ¿serán empresas éticas y socialmente responsables, o serán aquellas a las que valores como la igualdad les resultan ajenos?, ¿la financiación vendrá de una banca comprometida, implicada con inversiones socialmente responsables, o será la banca especulativa la que encuentre en la escuela un nuevo nicho del que lucrarse?, ¿dónde y quiénes pondrán los límites?
No es arbitraria la reflexión, más bien deseo hacerla incisiva, de manera que permita al lector/a tomar conciencia de lo que supondría tal transferencia de competencias, sabiendo desde ya que el discurso teórico del reconocimiento legal de los valores, poco se corresponde con el ejercicio real de éste.
Con todo ello, el posible contexto en el que podremos estar viviendo en 2030, estará colmado de efectos “secundarios”, tales como el deterioro de la calidad de vida, alcanzado por un desarrollo ineficiente del Estado del Bienestar; empobrecimiento familiar; control empresarial sobre el sistema de educación; pérdida de valores educativos; creación de escuelas bajo un modelo empresarial; empeoramiento de la salud originado por la precariedad laboral, el estrés y la jornada laboral múltiple…
Y es que la jerarquía inducida a la que podríamos vernos sometidas/os (¿o acaso ya lo estamos?) en lo que respecta al uso del tiempo afectará al desarrollo vital de las personas, donde nuestra capacidad de elegir vendrá sistematizada y dictada por entidades con ánimo de lucro.
Violencia institucional
De otro lado, quisiera recordar que una de las formas de ejercer violencia institucional es la carencia de desarrollo de políticas que favorezcan la igualdad de oportunidades, en este caso, en lo relativo a la educación. En un sistema educativo como el que se estima que llegaremos a tener, ¿quién establecerá el papel que se le otorgará al equipo docente?, ¿quién determinará sus funciones?, ¿qué herramientas educativas tendrá a su disposición?, ¿qué ocurrirá con las familias que no puedan costear la educación de sus hijas e hijos?, ¿dónde quedan la justicia social y la protección de derechos?
Creo en la innovación, el aprendizaje experiencial y creativo, planes de estudios que atiendan a las necesidades de cada individuo, el fomento del trabajo en equipo, el desarrollo multidisciplinar, el uso de las Tecnologías de la Información y Comunicación en el aula, y ojalá llegue el día en que todo ello esté integrado en la escuela. Ahora bien, no en detrimento de los valores y del sentido mismo de la propia educación, ni a través de la privatización de este servicio.
Considero que el entramado socioeconómico está formado por diversos agentes, todos ellos con su importancia y sus capacidades, necesarios para el adecuado funcionamiento del sistema. Y por ello apuesto por el hecho de que cada quien se dedique a aquello en lo que sabe aportar valor, el Estado desde su ámbito público, las empresas desde el privado, y la sociedad civil desde sus distintos lugares de acción.
Razón por la cual sería incongruente y nada responsable que, ante la falta de eficiencia del Sector Público en la educación, ésta se privatizara, quedando en manos de políticas corporativas que no son elegidas en urnas, sino en el seno de la propia corporación; y desde luego, lejos queda de la justicia, que sea sobre las familias sobre quienes se deposite la carga de la financiación de un servicio que, por la propia definición de bienestar social, ha de ser público. Quizás la pregunta clave sea qué entienden los gobiernos por un sistema justo, igualitario y solidario, y a partir de ahí, podremos sacar nuestras propias conclusiones.
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autora.