La élite de la banca de inversión se carga Banco Popular
Poco más largo que un fugaz rayo de luz y en el momento del alba. Banco Popular se volatilizó esta madrugada con la misma rapidez que el imaginario planeta de Alderaan sucumbió bajo la primera prueba que exhibía la letalidad de la Estrella de la Muerte. El botón lo pulsaron en esta ocasión dos mujeres, Danièle Nouy y Elke Köning, últimas responsables de asumir la primera liquidación ordenada de un banco en la zona del euro. Hubiera sido demasiado bonito imaginar tras el súperpoderoso láser a Mario Draghi.
Banco Popular ya no existe. A los 305.000 accionistas no les ha dado tiempo ni a despedirse de sus preciadas acciones. Ni un último adiós. El viernes el Gobierno y los supervisores llamaban a la tranquilidad asegurando que todo estaba bajo control y hoy simplemente no está. El éxito del nuevo mecanismo de resolución ha sido total en cuanto al resultado. Entre las 7 y las 8 de la mañana el banco ha desaparecido sin dejar más rastro que el reguero de notas de prensa anunciando su disolución.
Pero el proceso que ha desencadenado la liquidación del sexto banco de mayor tamaño de España no se puede considerar especialmente brillante. A los problemas de gestión de la entidad hay que sumar los despropósitos en materia de administrar la información que se han ido dando en las últimas semanas hasta provocar la estampida de los accionistas y de los depositantes.
En apenas un puñado de sesiones el banco ha perdido prácticamente todo su valor en bolsa según se iban filtrando las informaciones sobre su venta, quiebra y proceso de supervisión. El nivel de filtración muestra que el equipo del que se rodeó el flamante Emilio Saracho era un auténtico coladero. Y es que, la discreción debida en una empresa cotizada y en un banco comercial no tiene nada que ver al gusto por el chismorreo de la banca de inversión.
Saracho, procedente de JPMorgan, no supo o no pudo cambiar el chip de la cultura corporativa que rodea a los bancos de inversión en el que las filtraciones sobre operaciones, el alardeo y el chismorreo están a la orden del día. Se puede matar al mensajero, como están intentando algunos, hablando de la irresponsabilidad de los medios que publicaban las informaciones. Pero la única responsabilidad moral de los medios es contrastar y dar informaciones veraces. No callar lo que otros no saben guardar. Será que esta vez no se puede acusar de la debacle a la politización de la entidad; a la ineficiencia de la banca pública; a los intereses de las comunidades autónomas. Esta vez no ha sido el politiqueo sino algunos de los tecnócratas mejor formados (y pagados) de España los que se han cargado un banco. ¡Disparen al pianista!
La falta de práctica en gestionar la prudencia, y las inmediatas consecuencias que tiene una mala noticia en la cotización de un banco ya titubeante devoraron la acción. Cuando los banqueros de inversión ven los toros desde la barrera y con sus filtraciones calientan o hunden cotizaciones de empresas con las que luego especulan, el juego parece mucho más divertido.
Tampoco Saracho será recordado por haber logrado frenar la espiral de rumores ni por tomar las riendas de la situación. No contó con la ayuda ni del Gobierno ni de los supervisores, que en ningún momento salieron con contundencia a aplacar los ánimos o a tranquilizar a los clientes. Hoy nos desayunamos con que el Popular tenía ya problemas de liquidez porque había habido una estampida de depósitos, por no hablar de la fuga de clientes. ¿Dónde estaba Luis María Linde o Luis de Guindos para tranquilizar a esos clientes? Desde luego, ayer en el Senado poco o nada aportó Linde para calmar el estado de nervios.
Los apenas doce meses que han pasado entre la ampliación de capital sorpresa que hizo Banco Popular en mayo de 2016 y en la que captó 2.500 millones de euros entre inversores minoristas, y la desaparición de la entidad, hacen presagiar que la historia no terminará aquí. Veremos de nuevo imágenes de accionistas denunciando el engaño para comprar las acciones y ya están circulando los rumores sobre si las últimas cuentas de la entidad eran rigurosas. Más desprestigio para España a nivel internacional y más dudas de los clientes sobre el servicio que les prestan los bancos. Luego lloren porque se entregan en brazos de una 'app'.
Apenas han pasado cinco años de la nacionalización de Bankia (casi nueve de la quiebra de Lehman Brothers) y de la petición del rescate y España ha vuelto a dar buenas muestras de que la historia es cíclica y que se repite. De que se pueden volver a cometer los mismos errores (a Bankia se la dejó desangrar también durante días con otra estampida de accionistas), cuando en el caso de los bancos el tiempo es oro y una patada hacia delante es un paso más a la destrucción.
Al menos, por el momento, se ha evitado que los contribuyentes pongan dinero público para limpiar los restos del desaguisado. Esperemos que los rescatadores no se lo cobren en especies.