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Para enterrar al escritor macho (II)

Luna Miguel

Un amigo ha escrito un libro (del que no hablaré más porque ya lo hice en otra columna) sobre el ocaso de las masculinidades y la necesidad de revisarse los privilegios cuando uno es hombre, blanco, cis y hetero. O incluso sobre la necesidad de revisarse los privilegios, en general, cuando uno los tiene, porque yo que no soy hombre, blanco, cis y hetero, pero soy mujer, blanca, cis y hetero, he tardado en aprender que si se me ha concedido este espacio tengo que aprovecharlo muy bien para denunciar cosas importantes, o para dar a conocer otras, o incluso que debo cederlo, porque qué diablos nos cuesta apartarnos un poquito y dejar hablar al otro.

Perdón, me he ido por las ramas.

Lo que quería contaros es que el otro día estuve en la presentación de un libro que debate sobre la urgencia de apartarse, algo que ya es una contradicción en sí misma porque el protagonista de la noche era un hombre y estaba en el centro. Aunque soy de las que también creen que es necesario que se pongan a trabajar, que dejen de esperar a que otras lo reflexionen y lo visibilicen todo por ellos, y que dadas las circunstancias es cada vez más urgente que sean ellos los que saquen la sangre y la honestidad, pues de lo contrario caeremos en oportunismos vacíos y autoindulgentes como lo es la famosa portada de marzo de la revista Esquire US –la del pobrecito chico blanco estadounidense de clase media que por culpa (sic) del #MeToo ahora va a tener la vida más difícil–.

Perdón, me he ido por las ramas otra vez.

En la presentación del otro día había alrededor de sesenta o setenta personas en el público de las cuales hombres no llegaban a ser quince. El dato puede parecer estéril, pero me gustó que en el turno de preguntas uno de los pocos tíos allí presentes se hicieran la pregunta de por qué todo ese público era en su mayoría femenino. ¿No nos preocupa tanto lo que va a ser de nosotros?, dijo el chaval. ¿Entonces, por qué hay tantos pocos hombres aquí? El periodista Rubén Serrano se preguntó lo mismo en Radio 3 este domingo, refiriéndose a la presentación del último ensayo de Brigitte Vasallo. Pero es que no hace falta irse a mesas redondas de temática manifiestamente feminista para darse cuenta de que la ausencia de público masculino es prácticamente total. Cualquier recital de poesía, cualquier presentación de una novela que haya escrito alguien cuyo nombre denote feminidad, cualquier rueda de prensa donde se presente el nuevo disco de una cantante o película de una directora –y hablo de estos ámbitos porque son más o menos en los que por trabajo me muevo, pero sé que tal vacío se podría trasladar al resto– tendrá un público de mujeres, un público que muchas veces, como señala Rubén Serrano, “ya se sabe bien la historia”. Y entonces, los que no se saben la historia y aún así no quieren aprenderla, ¿Es porque tienen miedo? ¿Es porque les da pereza? ¿Es porque tienen desactivadas las notificaciones de los eventos Facebook? ¿O es simplemente porque no quieren desprenderse del mayor privilegio de todos, que es el de poder permitirse ser unos absolutos ignorantes?

Ya no sé si me he ido por las ramas o si me he metido de lleno en este frondoso árbol que quería enseñaros. Es un árbol hecho de todos los comentarios que os gusta escribir con seudónimo en nuestras columnas, de todas las lecciones que os gusta soltar en las sobremesas familiares, de todas las chapas que nos soltáis en las redes sociales cuando se habla de eso de lo que no queréis hablar, y ni tan siquiera escuchar.

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