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Una semana en la vida de una mujer feminista (II)

Barbijaputa

Esta es la segunda parte de “Una semana en la vida de una mujer feminista”. Mi idea (quizá demasiado inocente) era poner en nuestros zapatos a aquellos que se niegan a ver que el machismo está en cada detalle y conseguir que empatizasen. No me canso de darme contra el muro porque, a cada artículo sobre feminismo que escribo, me parece más evidente que quien no lo ve no es por falta de datos o de rigor al contar las historias, sino por ceguera voluntaria.

Siempre es mejor poner en duda la palabra de una mujer que te cuenta su día a día, tacharla de mentirosa o exagerada, antes que plantearse por un momento por qué serán tantas y tantas las mentirosas y las exageradas. Y las locas. Y las histéricas. Plantearse esto derivaría en una pregunta incómoda: ¿Y yo por qué tengo la suerte de no pasar por todo esto? ¿Qué estoy haciendo para evitar que en la sociedad en la que vivo se trate así a la otra mitad de la población?

Miércoles

10.00

Cojo el metro para ir a hacer unas compras en la calle Fuencarral.

Ya hace tiempo que me fijo en lo que muchas feministas reclaman en redes y en blogs con fotos y vídeos: los hombres ocupan más espacio del que necesitan en el transporte público. No es algo que pase únicamente en España, es una actitud generalizada que, de hecho, en inglés ya tiene nombre: manspreading. Seguramente, nunca me hubiera dado cuenta por mí misma, pero para eso estamos todas:

En España también hay muchas mujeres que llevan mucho tiempo evidenciándolo en sus redes sociales.

En esta semana de ponerme las gafas violetas me he hecho mi propia colección de fotos para la serie que llamaremos #TusPelotasNoSonTanGrandes. En inglés usan el #YourBallsAreNotThatBig.

Me bajo del metro y salgo directa a la calle Fuencarral. Pasear por esta calle te asegura ser asaltado por una media de 15 voluntarios de ONG. No todos son voluntarios, la mayoría van a comisión por cada nuevo socio que consiguen, pero dejémoslo en que trabajan para las ONG y eso les da un punto de confianza. Pues bien, prefiero mil veces ser abordada por mujeres voluntarias, básicamente porque son las únicas que respetan tu “no tengo tiempo”. Cualquier madrileña sabe cómo es pasear sola por el centro de Madrid en este sentido.

Los voluntarios de ONG (en su mayoría chicos muy jóvenes) confunden sistemáticamente intentar caer simpático con el acoso: lo confunden siempre y cuando se trata de una chica, ya que no actúan igual con los de su mismo sexo. Insisten e insisten, y si hace falta te persiguen con chascarrillos. “¿Por qué no me haces caso? ¿Soy feo?”. “¿Dónde vas con tanta prisa? ¿No te gusto?”. “Dame solo un minuto, ¿por qué no? Mírala, qué prisa lleva”. Atravesar ciertas calles te asegura sonreír incómoda y rechazar conversaciones bastantes veces. Usar el cortejo y la zalamería para captar clientas, y el respeto y la seriedad para captar clientes, no es otra cosa que machismo.

Jueves

17.00

Cojo el metro para ir al fisio. Tomo esta foto porque me parece un buen ejemplo de que da igual el tamaño del señor (en esta foto se puede ver que es más bien pequeñito), porque el espacio que ocupará siempre será mayor que el que necesita.

He oído alguna vez la propuesta de llamarlo el “síndrome de los huevos de cristal”. Y me parece que encaja.

17.30

Tengo el menisco roto, así que últimamente voy bastante a fisioterapia.

Me siento siempre a esperar mi turno en una sala de espera donde hay una recepcionista de unos 55 años sentada ante una mesa que nos va llamando según la hora de la cita. Digo su edad porque quiero creer que es debido a eso por lo que se comporta como si le hubieran dado un guión de Mad Men.

La señora es tremendamente comprensiva con el dolor de los pacientes masculinos, empatiza con ellos y los atiende de forma increíblemente amable. Al principio pensé que yo no le había caído en gracia y por eso a mí no me trataba igual cuando me veía salir cojeando de la consulta, pero cuando empecé a coincidir con otras chicas y vi cómo las atendía a ellas, me di cuenta de que no era algo personal, sino de género. Pero eran solo sutilezas, comentarios y miradas.

Lo que me convenció de su machismo recalcitrante fue un día que, señalando a un señor que acababa de llegar y con el que había ella hablado brevemente, me dijo sonriendo: “¿Te importa si pasa este señor antes? Me comenta que se va a perder la primera parte del Madrid y a lo mejor a ti no te importa esperar”. Miré al señor (el cual no podía creer lo que estaba escuchando, igual que yo), y él mismo se negó rotundamente a colarse para ver el fútbol. Explicó que solo lo había dicho como un comentario al entrar en la clínica y que para nada era su intención.

Lo cierto es que yo no tenía nada que hacer y no me importaba quedarme para el siguiente turno –que pasan cada 15 minutos más o menos–, así que insistí para dejarle pasar, pero eso no exime a la recepcionista de anteponer los intereses de un hombre por encima de los de una chica que, al parecer, sea lo que sea lo que yo tuviera que hacer, no era tan importante y seguro podría esperar.

Viernes

12.00

Me monto en el metro para ir al taller a recoger mi coche.

Recogí el coche del taller al que había ido para que me arreglaran el [inserte aquí un palabro cualquiera]. Por primera vez en mi vida de conductora el mecánico no me tomó el pelo ni me trató como si fuera una niña pequeña o alguien con problemas psicomotrices. Me monté en el coche y puse rumbo a mi pueblo, donde pensaba pasar unos días. No había salido aún de Madrid cuando un coche con dos chicos al que había adelantado me hizo ráfagas. No supe en aquel momento que eran dos chicos, lo supe cuando me volvieron a adelantar y me pitaron entre risas, manteniendo su coche a mi altura en el carril de al lado. Reduje la velocidad para que no pensaran que estaba dispuesta a picarme con ellos en la carretera o que me gustaba el juego.

Sábado

Salgo por la noche con mis amigos.

El amigo de uno de mis amigos que acabo de conocer me dice que bailaba muy bien (ni siquiera estaba bailando) y que qué más cosas sabía hacer. Sonrisa pícara.

Más tarde, un desconocido que esperaba en la barra junto a mí intentó pagar mi copa sin mediar palabra y casi sin mirarme. Una técnica muy del Oeste, un tipo duro. Rechacé amablemente, pero él tampoco entonces me miró. Me señaló con el pulgar y sonriendo irónicamente al camarero le dijo: “Tsss..., fíjate esta”.

¿Cómo oso rechazar una copa? ¿Quién me creo que soy?

Supongo que es una forma de ligar que en algunas mentes tiene sentido: él se hace el duro, ata su caballo al abrevadero y entra en el saloon, me ignora pero me invita a una copa y entonces yo caigo rendida. Se ve que, al no seguir su western, automáticamente soy una estúpida.

Un par de horas más tarde, antes de irse del bar, ya un poco más borracho, se acercó y me dijo arrastrando la lengua: “Tú te lo pierdes”.

Una amiga con la que iba a compartir el taxi de vuelta conoció a un chico esa noche y, cuando le dijo que ya nos íbamos, él le pidió el teléfono. Ella se lo dio. Él la cogió del brazo (muy suavemente, claro) mientras marcaba y la llamaba, para comprobar que era su número de verdad. Era el de verdad. La dejó ir con una sonrisa.

El taxista que nos recogió, nos recibió en el taxi con un: “Hombre, por fin dos muchachas guapas, llevo toda la noche llevando a... No voy a decir feas porque queda feo, pero no tan guapas como vosotras”. Se ríe y se gira para mirarnos, como si encima tuviéramos que darle las gracias por menospreciar al resto de las chicas que se habían montado en su taxi. Como si además de la tarifa nocturna hubiera que pagarle con un físico bonito para recrearle la vista.

Ni mi amiga ni yo somos modelos y esculturas andantes. De hecho, me pregunto si no será una técnica que usa con todas para ver si alguna cae.

Le digo bajito a mi amiga: “Pues nosotras llevamos aguantando capullos toda la noche y eso parece que sí va a ser hasta el final”. Mi amiga me hace callar, no quiere enfadar al taxista porque a mí me deja primero y luego se tiene que quedar a solas con él. Me bajo en mi casa. Cojo la matrícula del taxi, como hemos hecho todas las mujeres muchas veces a lo largo de nuestra vida. Por si acaso, como siempre.

Domingo

No salgo de casa, tengo resaca. Así que me llevo gran parte del día escribiendo en el ordenador y procrastinando en Twitter. Curiosamente, los días que no salgo son los que más machismo sufro. A veces tan violento y desproporcionado que asusta. Pero lo de las redes sociales y el machismo da para una trilogía completa de artículos que quizás algún día me anime a escribir. Solo quizás, porque hablar de machismo en redes sociales provoca oleadas de más machismo en redes sociales. Y a veces una se aburre de aguantar siempre las mismas falacias negacionistas.

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