Nos hacen peores
Terminaba el verano, yo tenía catorce años y mis padres debían volver a Zaragoza a retomar la vida laboral. Rogué, supliqué y se me concedió quedarme sola en la casa de la playa de Calafell hasta el viernes, cuando ellos regresarían. No recuerdo días más luminosos e intensos que aquellas cinco jornadas de sol, arena y descubirmientos íntimos. El más bestia, sin duda, fue el primero.
El lunes por la mañana preparé el capazo con lo necesario, y todavía con la excitación de haber dormido sola en casa, ese tipo de agitación que ablanda un poco las junturas, enfilé hacia la playa. Me acuerdo perfectamente de que el libro estaba colocado en la parte inferior del expositor del quiosco de la estación, medio escondido, y con un papel encima que anunciaba un precio que me pareció de risa. Más por sentirme mayor que por interés, lo tomé y con un aire que debió de parecerme el gesto propio de una mujer interesante, pagué.
Abrí el Romancero Gitano ya en la arena, apoyada contra la madera de una maltrecha barca de pescador retirada hacía ya años de la vida marina. Debían de ser las diez de la mañana. Una hora después lo terminé e inmediatamente volví a empezar. Cuando me quise dar cuenta, el sol ya estaba bajo y los veraneantes pisaban malecón duchados y dispuestos a la nada absoluta propia de su condición. Me había estremecido hasta la risa, había llorado en silencio, tapándome con la mano la boca abierta, había sentido escalofríos, conocía el sitio exacto donde mi corazón presionaba hacia arriba y la incapacidad de los pulmones para tanto aire, tantísimo aire como había necesitado. En aquellas pongamos que ocho o nueve horas que permanecí pegada a la fascinación, me hice mayor y mejor y más valiente y al final mi cabeza ya era otra.
Esto viene a cuento de la panda de indeseables que nos gobierna y nos rodea y nos ataca a diario con su mediocre presencia, su inferioridad intelectual y su imperdonable cobardía, seres pequeños, burdos, putrefactos y malditos capaces de poner ante el informe sobre pobreza infantil y hambre una sonrisa de mediolado y una duda apestosa.
Y viene a cuento porque a mí no me cabe ninguna duda de que toda esa gente nos hace peores. Llevan ya varios años haciéndonos peores, menores y más cobardes, justo lo contrario que me sucedió con aquel librillo de García Lorca. Y eso es algo que no deberíamos perdonarles.
Hay libros, pinturas, piezas musicales, películas, obras de arte en general, que nos elevan, nos crecen, nos regalan la experiencia de la belleza, que a veces roza lo sublime y otras el horror, eso no importa. Nos hacen mejores, y por eso son inolvidables y merecen que una riegue su recuerdo con frecuencia y con un mimo exquisito. Frente a todo ello, hay experiencias, situaciones, obras pésimas y personas miserables que nos hacen peores. Son aquellas que insultan a nuestra inteligencia y colocan sobre la belleza, la BELLEZA, un manto apestoso, espeso, opaco, sucio de grasa y cera de sacristía. De estas tampoco deberíamos olvidarnos.
Va por usted, señor Hernando, pero podría ir por todos los demás. No le perdono y espero no olvidarlo. Y sé que usted cree que le da igual, pero lleva ya sobre su nombre la nube triste y peluda de lo imperdonable. Es cuestión de tiempo que le pese, incluso a usted, incluso a los suyos.